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Cambiemos las palabras

¿Qué palabras deberíamos usar para referirnos o hablar con personas atravesando estados mentales vulnerables? Aquí un glosario

     

«Te volviste loca, tenés una enfermedad mental crónica y ahora estás condenada a tomar drogas psiquiátricas por el resto de tu vida», decía una voz interior al salir del consultorio de mi psiquiatra el día en que recibí un diagnóstico.

Y así fue, estuve enferma y condenada a las drogas psiquiátricas por un tiempo, hasta que un día bendito recordé lo que mi otra voz me dijo en una ocasión y tuve un momento de claridad. Y no sé si fue gracias a la madre, la fiera salvaje, o la sabia que llevo dentro –probablemente una combinación de todas–, pero comencé a reconocer, aceptar e integrar a la víctima, niña y verdugo que también viven en mí.

El primer paso consciente que tomé para poder iniciar todo este trabajo, fue ponerle atención a mis palabras. Las palabras son el contenedor que elegimos para expresar en esta realidad nuestras ideas y emociones, y también las utilizamos en nuestro diálogo interior. Muchas veces las palabras que elegimos para hablar con nosotras mismos no reflejan la verdadera emoción o idea que estamos sintiendo, pero las usamos por costumbre, por ignorancia de otras más apropiadas, o en el peor de los casos, porque no estamos claros de qué es lo que estamos sintiendo.

Recientes descubrimientos en la ciencia cognitiva han demostrado que el lenguaje y las palabras que usamos le dan forma a nuestros patrones de pensamiento. Una sola palabra tiene el poder de influenciar la expresión de los genes que regulan el estrés emocional y físico. Si estamos expuestas a lenguaje agresivo –aunque provenga de nosotras mismas– la parte primitiva de nuestro cerebro se activa y secreta cortisol, ocasionando en nuestro organismo reacciones que nos preparan para pelear o huir; sí, ese »¡Qué brutx soy!» que te murmuras tan seguido causa una reacción similar en tu organismo a la que causaría ver a un tigre dientes de sable a punto de atacarte. ¡Es demasiado!

«Palabras agresivas envían mensajes de alarma al cerebro, y parcialmente apagan los centro de lógica y razonamiento ubicados en los lóbulos frontales». – Newberg y Waldman.

Desafortunadamente, nuestros cerebros están configurados para garantizar nuestra supervivencia y por ello estamos propensos como especie a reaccionar más eficientemente a cualquier estímulo negativo. Por eso cuesta tanto ser optimista, porque requiere de un esfuerzo consciente y repetición constante. Sin embargo, los resultados serán directamente proporcionales al esfuerzo que pongamos. Las palabras positivas, producen pensamientos positivos que a su vez refuerzan los centros motivacionales de nuestro cerebro, ayudándonos a construir resiliencia cuando enfrentamos problemas en nuestras vidas.

Con toda esta información científica disponible, es difícil para mi comprender cómo es que en un campo tan importante como el de la Salud Mental todavía no se ha adoptado una política de lenguaje y terminología positiva. Se siguen usando palabras que propician el estigma, porque inmediatamente separan a la persona del resto de la tribu y la colocan en el grupo selecto de las ‘anormales’, las que no ‘encajan’. Las crisis emocionales/mentales ocurren por muchas y muy complejas causas, pero siempre hay un nivel de desconexión involucrado, un sentido de ‘no pertenencia’. Cuando la crisis finalmente detona, ese sentido de desconexión se ve reforzado por el vocabulario al que al persona está expuesta al tratar con un profesional de la Salud Mental.

¿Cómo podemos como sociedad cambiar el lenguaje utilizado en el campo de la Salud Mental para que las personas a las que se pretende ayudar se sientan incluidas, respetadas y apoyadas?

Para bien o para mal, siempre he sido una mujer muy determinada, directa, independiente y con un sentido de control sobre mis decisiones y mi vida. En las semanas posteriores a mi crisis, me sentí numerosas veces infantilizada, desalentada y como ‘animal raro’.

Palabras como ‘enfermedad’, ‘cronicidad’ y ‘paciente’ eran pronunciadas delante mío como si yo no estuviera en la habitación, mi aporte sobre lo que estaba pasando y sobre cómo me estaba sintiendo fue descartado numerosas veces y nunca se me ofrecieron opciones de tratamiento con las que yo me sintiera cómoda. Y eso que yo enfrenté esta realidad en mis treinta y tantos, cuando ya tenía mucha experiencia lidiando con el mundo y un claro sentido de identidad. Me rompe el corazón pensar en lo que interacciones similares a las que yo tuve pueden causar en una persona adolescente que está más propensa a asumir como identidad propia las etiquetas que un tercero le proporcione.

Como creo firmemente que la realidad sería otra si nuestro vocabulario cambiara, me gustaría ofrecer algunas alternativas para un glosario menos debilitante para las personas atravesando estados mentales vulnerables:

Crisis, no enfermedad. Enfermedad implica que hay un factor biológico como causa y que la única alternativa para ‘curación’ es también biológica.

La hipótesis que establece que la causa de los ‘trastornos mentales’ es un desbalance químico en el cerebro nunca ha sido comprobada científicamente; sin mencionar que hay suficiente evidencia que comprueba que los fármacos psiquiátricos no resuelven el problema, solo controlan los síntomas, y no en todas las personas, ni todo el tiempo.

Transitorio, no crónico. La crisis puede durar un momento, unos días o varios años. Todo depende de la persona y de sus circunstancias. Hacer creer a las personas que están lidiando con un estado crónico va en perjuicio de sus posibilidades de recuperación. ¿Por qué alguien que quiere ayudarte haría esto? No lo entiendo.

Usuaria de servicios de Salud Mental, no paciente. Yo soy pro opciones. Me gusta pensar que es mi opción usar ‘servicios profesionales de salud mental’, contratar los servicios de un chamán o bañarme en Apoyo en noche de luna llena. No me siento cómoda con el término ‘enfermedad’, por lo que el término ‘paciente’ tampoco me encaja. Cada quien debería estar en libertad de elegir lo que le funcione mejor y su elección debería ser respetada. La Salud Mental debería tener un fuerte enfoque en D*I*V*E*R*S*I*D*A*D.

En la actualidad, no tenemos una política nacional de Salud Mental en Nicaragua. Del presupuesto general de la Salud se dedica a Salud Mental el 1 por ciento solamente, que en su mayoría es ejecutado manteniendo el hospital Psicosocial ‘José Dolores Fletes’. La mínima conversación que existe sobre Salud Mental en nuestra sociedad es dirigida por los profesionales de la Salud Mental; no hay aporte de lxs usuarixs que somos quienes estamos supuestxs a recibir algún beneficio de estos servicios.

Por eso considero importantísimo que las personas con experiencia vivida en Salud Mental nos involucremos en esta conversación, que seamos nosotras las que definamos qué lenguaje queremos que se use alrededor de nuestras experiencias, que expresemos cuál es el apoyo que en realidad necesitamos -y también qué acciones son las que nos perjudican- y que lo hagamos encontrando seguridad en las historias de nuestrxs iguales, porque NO ESTAMOS SOLXS.

Las experiencias emocionales extremas no son nada glamurosas, son momentos en los que confrontamos a los más oscuros de nuestros demonios interiores y se nos hace imposible funcionar en esta demandante sociedad. Pero no son una enfermedad, son más bien como una noche muy oscura, donde las palabras positivas pueden convertirse en el faro que nos ayude a mantener viva la esperanza de que un día, tarde o temprano, podremos volver a encontrar nuestro camino.

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