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Sangre de mi sangre

¿Cuántas veces hemos visto en nuestros hermanos a la competencia? ¿Cuántas hemos sentido envidia de él o ella? ¿Cuántas hemos pensado “ojalá no existiera”?

     

Mis padres recuerdan con ternura esas mañanas cuando el niño se despertaba y pedía que me metieran en su casita. Su casita era su cama cubierta por el mosquitero. Él tendría seis o siete años y yo era apenas una bebé de meses, pero ahí estábamos, compartiendo tiempo juntos. Acompañándonos. Él descubriéndose como hermano mayor y yo nada más balbuceando o dormitando. Todavía no habían pláticas, confidencias, risas, ni los millones de anécdotas que hoy atesoramos. Aún éramos muy pequeños para saber que, más que hermanos, íbamos a ser los mejores amigos del mundo.

Mi único hermano se llama Roberto Mitsuí. Roberto por nuestro padre y Mitsuí por una empresa japonesa de transporte marítimo internacional. Tal como se lee. Todo empezó cuando mi papá vio una publicidad de esa compañía en una revista. En ella aparecía un hermoso bebé asiático y un texto con frases bonitas e inspiradoras. Le gustó. A nuestra madre también. Así le pondría a su anhelado primer hijo: Mitsuí, por Mitsui O.S.K Lines. Pero esa es la explicación larga. La corta la da el propio primogénito cuando conoce a alguien y ve su expresión de extrañeza al intentar nombrarlo: “Mit-suí. Es un nombre que cuando uno lo dice, termina con una sonrisa”. Pero no, no eso. Es él. Es su capacidad para sembrar sonrisas en cada persona que se cruza en su camino.

No faltan historias de Caínes y Abeles. De hermanos mentándose la madre. Negándose el saludo. Agarrándose a golpes. Peleándose por la herencia de sus padres vivos o muertos. Llevándose a juicio por un pedazo de tierra. Considerándose enemigos. ¿Cuántas veces hemos visto en nuestros hermanos a la competencia? ¿Cuántas hemos sentido envidia de él o ella? ¿Cuántas hemos pensado “ojalá no existiera”? Para muchos, ese el pan de cada día. Para mí, oír de esas guerras fraternales es la oportunidad de ver hacia mi casa. Hacia la sangre de mi sangre. Es encontrarme de nuevo ahí, acostada a su lado un domingo por la mañana. Y poder agradecerle a Dios, a la vida, a mis papás por haberme dado a mi más fiel compañero, mi inseparable, mi íntimo, mi eterno. El hermano que no escogí pero que, de haber podido, escogería una y mil veces más.

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