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"Ojalá se haga eterno en la conciencia el momento del despertar democrático: abril de 2018"
De entrada, me atrevo a afirmar que nadie sabe cómo va a resolverse la actual crisis política nicaragüense, por qué accidentada ruta caerá, como caen inexorablemente todos los regímenes de la tierra, el deleznable reinado de Ortega y Murillo.
Hasta donde llega nuestro limitado entender, del futuro apenas sabemos esto: probablemente existe. Y empeñados, por fe vital, en creer que vamos hacia él, trazamos trayectorias en nuestras mentes, dibujamos posibles perfiles suyos, que inevitablemente cambiarán de forma en el camino. Por eso es legítimo diferir en los pronósticos que cualquiera se atreva a ofrecer. Por eso la disputa entre defensores y críticos de la Alianza Cívica es mucho, muchísimo más que un debate sobre estrategias. En el fondo es una disputa entre dos maneras de imaginar, dos tradiciones, dos historias en ciernes, dos formas de hacer política y dos visiones del país. Una de ellas, la de los partidarios de la Alianza Cívica, es –en mi opinión—anacrónica, antidemocrática, elitista; lo viejo, lo obsoleto, lo arcaico. Del otro lado, muy imperfecto y aún temprano en desarrollo, está el embrión de la modernidad.
‘Confíen en nosotros’
Lo viejo exige respeto a su autoridad, fe sin dudar, obediencia sin cuestionar, y sin reproches. A medida que la crítica a la Alianza sube de tono y crece en detalle, información y calidad, las fuerzas ultraconservadoras que la apoyan desempolvan sus cañones, cierran filas, se defienden unos a otros al punto de que demuestran recelar más de los ciudadanos que demandan sus derechos conculcados que de la propia dictadura que dicen combatir.
Según estos adultos de la política nica, corresponde a ellos, exclusivamente, el deber y el derecho a encontrar la “fórmula” que resuelva el conflicto actual. A puertas cerradas, por supuesto, y con toda la discrecionalidad que ellos consideren necesaria. Se supone que los demás ciudadanos deben esperar tranquilos, en sus casas, sin ‘perturbar el clima de negociación’ con protestas callejeras, y mucho menos con reclamos ‘absurdos’ de representatividad. “No todo el mundo puede estar en el palco”, dicen que dijo una vez otro ilustre miembro de las élites, el señor Humberto Ortega.
Por eso, cuando los ciudadanos democráticos critican su proceder, la vieja guardia estira el cuello indignada, hace un gesto de anciano honorable herido por la ingratitud del vulgo y aduce malas intenciones (o estupidez) de su parte. En esto gastan energía diariamente los operadores de la Alianza: en regañar al pueblo díscolo e insultar a los “radicales” que demandan transparencia, que exigen firmeza, y sobre todo que advierten acerca de la deriva antidemocrática de las “negociaciones”.
La defensa ‘victimista’
La postura del escritor Sergio Ramírez es un ejemplo impecable de este comportamiento. Al responder al comentario de un periodista de que el régimen de Ortega “sigue atacando a la Alianza Cívica”, Ramírez coloca a don Carlos Tünnermann, quien por su edad y semblante concita un respeto casi instintivo en nuestra cultura, como el verdadero blanco de los “ataques”, y astutamente amplía el cohorte de los ofensores: “El doctor Carlos Tünnermann, que no sabe ni disparar un arma, está bajo el fuego del Gobierno y el fuego de gente que, seguramente desesperada de no ver resultados, — eso puede ser una justificación — dispara contra la Alianza. Es decir, disparan contra quien deberían no disparar.” “Mucha gente”, dice también Ramírez, “le dispara a la Alianza Cívica por estar negociando.”
Es decir, la bondad y la sabiduría, el afán humanitario por buscar una salida negociada, sometidas a un irracional e injusto ataque. Esto, por supuesto, es una simplificación tendenciosa de los hechos. La lluvia de críticas contra la Alianza no es por “negociar”, sino por lo que esconden y pretenden las negociaciones: un pacto antidemocrático cuya motivación suprema es la estabilidad de los grandes grupos económicos que se enriquecieron en el concubinato FSLN-COSEP; un magno acuerdo que, al juzgar por los textos que ambas partes ya han firmado, y por los descubrimientos y revelaciones de muchas fuentes fiables, sacrifica la esperanza democrática del país en el altar “idolátrico” –para usar la expresión del exiliado Monseñor Báez– de los grandes propietarios de ambos bandos.
El teatro del INCAE, el caldero de la impunidad
Y así prosiguen, entre quejas y manipulaciones, el absurdo y la exuberancia surrealista del “diálogo”: anuncios diarios sobre las conversaciones entre la Alianza y la dictadura se combinan con declaraciones igualmente cotidianas de que las pláticas están “suspendidas”.
Hasta que, de súbito, salta la palabra amnistía en ambos lados de la mesa. El gobierno “la propone”, y la Alianza “la rechaza”. A este tema de horror habrá que regresar, desgraciadamente. Pero, por hoy, interesa más insistir en el conflicto esbozado al inicio de este artículo, el de lo viejo y obsoleto versus lo nuevo, versus aquello que quiere ser, que causa escozor a lo viejo, y sus implicaciones de corto plazo.
¿Qué es lo nuevo?
Ojalá se haga eterno en la conciencia el momento del despertar democrático, abril de 2018. Hagamos memoria: en cuestión de unos pocos días los poderosos de la tierra, que llevaban ya más de una década en feliz maridaje, vieron el control que conjuntamente ejercían sobre la sociedad deshacerse como un terrón de azúcar. No olvidemos quiénes eran los que fueron sorprendidos en ardiente intimidad al caer las paredes: los empresarios de la vieja oligarquía y los nuevos ricos del orteguismo. No olvidemos—es preciso investigar esto a fondo y establecer responsabilidades—que su feliz unión fue lubricada con cerca de cuatro mil millones de dólares provenientes del patrocinio político chavista, flujo enriquecedor para, entre otros, los bancos controlados por un puñado de milmillonarios. No olvidemos el entusiasmo con que estos señores elogiaban al ‘buen gobierno’ del comandante y su amorosa compañera, ni olvidemos que incluso después del estallido social continuaron cabildeando a favor del régimen en Estados Unidos.
Para el resto de los nicaragüenses, abril fue despertar de un profundo coma. El país apagado y gris de los años anteriores ondeaba azul y blanco, las gargantas temerosas que rumiaban sus quejas estallaron en gritos; una generación entera de nicaragüenses, la misma que los más politizados criticaban por apática, saltó a las calles. Resurgió la creatividad de un pueblo sofocado por la cursilería del chayismo, y tras un forcejeo inicial en el que el régimen aplicó torpemente sus formulas rutinarias de represión, las calles fueron del pueblo otra vez, el espanto hizo desaparecer a las turbas de la Juventud Sandinista, y mandó a sus covachas a la policía. Lo nuevo parecía a punto de triunfar sobre el árbol podrido.
Lo nuevo: un aluvión ciudadano, unido en el rechazo al autoritarismo, y por una idea novedosa en nuestra patria, que la lucha sería para alcanzar una auténtica democracia, sin que la palabra “democracia” fuera motivo de vergüenza, como lo fue en el 79; y la lucha debía ser no-violenta, sin caudillos, al margen de los partidos existentes, transparente en agenda y decisiones; no más “el fin justifica los medios”, porque no sería posible construir la democracia sin actuar democráticamente.
El espanto de las élites
Mientras a pasos alegres la gente aspiraba el aire fresco de una nueva esperanza, las fuerzas conservadoras de la sociedad quedaban expuestas en medio del estercolero, aterradas, sorprendidas por una insurrección de la que nunca creyeron capaces a sus vasallos. Cómo no recordar, por ejemplo, el rostro compungido del vocero del COSEP, Chano Aguerri, ante los reclamos de varias ciudadanas que le exigían usar su influencia para detener la represión. Hasta ese día, los empresarios hablaban con orgullo del llamado “modelo de consenso”, su pacto de cogobierno con Ortega. Ahora no tenían respuesta. Compras en mano, se ve a Aguerri cabizbajo, apenas capaz de susurrar patéticamente un ‘estamos trabajando en eso’.
A partir de ahí, los empresarios decidieron un cambio de postura. Imposible oponerse a la marea. Imposible defender la violencia cada vez más cruel de la dictadura. Había que establecer distancia del régimen. Pero también desconfiaban del movimiento cívico, con un recelo inscrito en el ADN de las castas nicas. Algunas de estas temían otro confiscatorio “19 de Julio”. Para otras, incluyendo a gente de la supuesta izquierda sandinista reformada, los muchachos universitarios eran demasiado anárquicos, incluso “machistas”.
Después del enroque, las fuerzas conservadoras hicieron todo lo posible para dispersar el vigor inicial del movimiento. Cuando Ortega, acorralado, pidió un ‘diálogo nacional’ por intercesión de la Iglesia, el cardenal Brenes aceptó de inmediato y sin condiciones, pasando por encima de la voluntad de los estudiantes. A partir de ahí, cada paso dado por las élites fue encaminado a alejar el proceso más y más de la voluntad popular, y concentrarlo, como han logrado hasta hoy, en manos de un puñado de negociadores que en secreto discuten, ¡mes tras mes!, “reformas” que presuntamente restablecerían el respeto a los derechos ciudadanos.
Mientras tanto, los líderes de la insurrección cívica están en el exilio, muertos, encarcelados o bajo acoso, el país se encuentra totalmente militarizado. ¿Y quiénes ‘negocian en representación del pueblo’? Los que hasta abril cogobernaban con Ortega, y durante más de una década se enriquecieron desde el cogobierno; los que por años toleraron la represión que la dictadura ejercía contra cualquier manifestación ciudadana de libertad; los que cabildeaban a favor de Ortega en el exterior y hablaban con esperanza del fraudulento proyecto del canal interoceánico.
“No es el momento”
Empeñados en que la historia se olvide, y se reemplace por una narrativa de heroísmo cívico que proteja su poder, las élites insisten en que “no es el momento” de discutir culpabilidades anteriores, sino de “unirnos todos” contra Ortega. Esto es una falacia y una cortina de humo, que permite que culpables de la situación actual muden de piel y adquieran una imagen benévola que aparte de inmerecida es peligrosa para la lucha por la democracia. El lobo de la fábula está disfrazado de abuelita, ¡pero que nadie se atreva a preguntarle por qué tiene los colmillos tan grandes!
Por eso la solución democrática de la crisis requiere abandonar una dócil e ingenua creencia en la Alianza, y exigir a los demás grupos de la Unidad Nacional Azul y Blanco que empujen con fuerza hacia una estrategia de desobediencia civil, huelga fiscal, paro económico, y resistencia activa. El objetivo: volver el país ingobernable, antes de que sea demasiado tarde y Nicaragua se hunda en la violencia armada. Para ello hay que inducir a los empresarios a recalcular su riesgo-beneficio: que sepan que si quieren ser parte del futuro del país tienen que contribuir a construirlo; que sepan que pierden más contra el pueblo que con el pueblo; que acepten que necesitan –porque es el futuro que las mayorías quieren– aprender a vivir en un régimen sin privilegios, pero con derechos.
Si los empresarios se niegan, la UNAB necesita romper con ellos, expulsar a la Alianza de la coalición. Por más difícil que sea levantar el ancla, si no lo hace quedará en el puerto, mientras el barco de la opinión popular, y el de la historia, la deja atrás.