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Viaje a la utopía de Ernesto Cardenal
El poeta y sacerdote fue el impulsor de una comunidad de pintores primitivistas en el archipiélago de Solentiname que se convirtieron en un mito mundial.
Rodolfo Arellano canta mientras pinta. Se ubica con su silla de ruedas en una esquina de su casa, al lado de una ventana, donde la brisa del Gran Lago de Nicaragua refresca el calor y la humedad de esta mañana ardiente de finales de febrero en el archipiélago de Solentiname.
El caballete es improvisado: tres ramas secas donde descansa el lienzo que Arellano llena de colores. A sus 77 años es uno de los primeros pintores primitivas descubiertos por el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, cuando desembarcó en el archipiélago de Solentiname a mediados de la década del sesenta, buscándose a sí mismo y cargando sus ganas de renovar la fe católica.
Lo que encontró fue una comunidad de agricultores y pescadores con un gran potencial para la pintura y la artesanía. El impulso de Cardenal puso al archipiélago y sus habitantes en el mapa mundial, elevando a mito internacional la comunidad que fue, en su momento, una hermosa utopía religiosa, artística y revolucionaria.
El archipiélago de Solentiname está localizado en el sur del lago de Nicaragua. Tiene una extensión de 190 kilómetros cuadrados y está formado por cuatro grandes islas: Mancarrón, Mancarroncito, San Fernando y La Venada.
La casa del maestro Arellano —una pequeña construcción hecha de madera— está en lo alto de una pequeña colina en la isla La Venada, o isla de Los Pintores. En esta isla viven unos quince pintores, retratando los paisajes salvajes de este entorno verde.
Esta mañana, pegado a su ventana, el maestro Arellano pinta un cuadro de amor: un paisaje primitivista lleno de verde y azul, que muestra una casita de madera en cuya ventana se asoma una mujer de larga cabellera, mientras que abajo, entre flores de intensos colores, un hombre con guitarra le canta su pasión. La mano todavía firme del anciano repasa con cuidado las líneas, mientras él mismo canta como celebrando su propia creación. “Cuando pinto me olvido de todo, me olvido de la enfermedad”, dice Arellano, quien fue operado de cataratas y sufre de diabetes.
Sus pinturas se han expuesto en varios países de Europa, forman parte de colecciones privadas en ese continente, Nicaragua y varios países de América Latina. Artistas, políticos y diplomáticos viajan hasta esta remota isla en peregrinación para saludarlo, preguntarle sobre su técnica y comprar sus cuadros. Recientemente un viajero adquirió una de sus obras en 500 dólares, una enorme pintura primitivista que celebra la labor religiosa de Ernesto Cardenal: muestra al padre en la pequeña iglesia de la isla Mancarrón, tocando la campana para llamar a misa, con los vecinos acercándose al templo.
Arellano, como el resto de pintores primitivistas de estas islas, comprendió hace ya cuarenta años que la pintura, su arte, tiene valor, que es muy cotizado en el extranjero, y dejó la pesca y la agricultura para dedicarse a plasmar la vida de Solentiname en sus lienzos.
La llegada del poeta Cardenal
Fue en 1975 cuando el maestro Arellano comenzó a pintar. Antes de la pintura se dedicaba a la agricultura, sobreviviendo con su familia en la inclemencia de un ambiente hostil: las islas siempre olvidadas por las autoridades, expuestas a huracanes, sin centros de salud, escuelas o alguna oportunidad de trabajo que no fuera labrar la tierra o pescar en el lago. Hasta que un día se anunció que llegaría un padre y todos corrieron a recibirlo. Un hombre guapo, de barba, prístina sotana, joven y fuerte. Un cura que fumaba, que se sentaba con ellos a comer, que con ellos leía y comentaba el evangelio, que no cobraba un solo córdoba por bautizos o bodas, que ofrecía la misa viéndolos a los ojos. Y que una mañana entendió que estas eran islas mágicas, con sus habitantes bendecidos con un particular talento.
Elba Jiménez es una anciana menuda, bajita, de pasito lento, tan frágil que uno tiene miedo de que se quiebre cuando se levanta del banco donde pinta. Elba es la esposa de Rodolfo Arellano y fue una de las primeras pintoras que “descubrió” el padre Cardenal, cuando vio los dibujos que plasmaba en guacales de jícaro. También fue ella quien alentó a su esposo para que se convirtiera en pintor. Lo cuenta con una voz tímida, una vocecita gastada por el tiempo, los pequeños ojos oscuros pero chispeantes fijos en un punto del horizonte, mientras se esfuerza por recordar aquellos días lejanos cuando el joven de sotana blanca le cambió la vida.
“Antes horneaba pan para criar a mis hijos, cuando vino el arte, yo dejé todo”, asegura la anciana, quien cuenta su historia sentada en el centro de su pequeña sala apenas amueblada con unas cuantas sillas, una larga mesa que sirve para exponer las pinturas acabadas y los bancos en esquinas, junto a las ventanas, donde ella y su esposo pintan sus cuadros.
“Visité al padre donde él vivía, en su casita, y le llevé unos dibujos que había hecho. Él me dijo que estaban buenos. Luego llevé dibujos de Rodolfo y Ernesto me dijo ‘esto no parece nada, pero los tuyos sí. Pintame una pinturita y traémela’. Así fue que hice mi primera pintura. Cuando la terminé se la llevé y me dijo: ‘está bonita’. Él agarró mi cuadro. Yo al padre le tenía mucha vergüenza, tenía mucha pena de que viera mis dibujos, pero después me consolé cuando él tomó el cuadro. Me puse muy alegre porque vendí mi pinturita. Yo no lo hacía por interés, porque a mí me gustaba pintar. Fue desde ahí que vine poniéndole amor a la pintura, sigo siempre trabajando mi pintura”, cuenta Elba.
Pérez de la Rocha: “copiar la naturaleza”
Esas primeras expresiones artísticas intuitivas más tarde se convertirían en una técnica mundialmente famosa, cuando llegó a estas islas el pintor Róger Pérez de la Rocha. Fue un encuentro fantástico. El joven Pérez de la Rocha pasaba por un momento difícil de su vida y Solentiname fue su salvación. El maestro lo cuenta en su estudio de Managua, entre pinturas en proceso.
«Yo llego a Solentiname a raíz de una crisis nerviosa de juventud. Tuve un intento de suicidio, delirio de persecución. Gracias al poeta Pablo Antonio Cuadra y Dios, que me conectaron con Ernesto Cardenal, quien en esos días andaba por Managua. Ernesto me dio refugio, porque realmente estaba en peligro mi vida. Él me dio hospitalidad. Fue un hecho determinante en mi crecimiento como artista educarme a la sombra de Ernesto Cardenal. Fue mi guía en esos años de juventud», explica Pérez de la Rocha.
En estas islas Pérez de la Rocha encontró un motivo para seguir viviendo y los agricultores y pintores a un maestro que les enseñó a amar su arte, a mejorar su técnica, a comprender la importancia de la pintura.
«La filosofía de Ernesto era día que se trabaja, día que se come. Él enseñó el sentido de la disciplina y del trabajo. Había muchas labores que hacer: desde trabajar al machete o alfabetizar y por la tarde yo pintaba, me estaba permitido dedicarme a mi pintura. En esas tardes que hacía mi creación llegaban a asomar(se) algunos campesinos y en especial uno, Eduardo Arana. Noté el interés en él. Después me llevó una jícara que él hacía labrada a mano con navaja. Le di lápices de colores y me llevó algunos bocetos, lo que después serían los primeros cuadros primitivistas de Solentiname», cuenta el pintor.
“El padre Ernesto miró que había talento en Solentiname”, recuerda por su parte Rodolfo. “Él trajo al pintor Róger Pérez de la Rocha, quien comenzó con un primer grupo a hacer unos talleres. Yo me integré al grupo porque era diferente la vida a estar volando machete, pero le dije a Elba que fuera ella primero, porque quién sabe qué iba a pasar si yo desatendía los cultivos. A la semana le pedí que me enseñara lo que estaba haciendo y trajo un cuadrito pequeño. Yo lo miraba bonito, con aquellas hojas pequeñas, aquellos colores. Entonces yo comencé a pintar también, mis primeras marañas. El padre era bondadoso, te daba un adelanto para sobrevivir en esos tiempos. Róger Pérez de la Rocha nos decía: ‘ustedes viven en un paraíso y lo que tienen que hacer es copiar la naturaleza, lo que están viendo”, recuerda el pintor primitivista.
Fue así que estas islas se convirtieron en un gran taller de pintura, con sus habitantes encerrados en sus casitas coloreando el mundo que los rodeaba. «Tuvimos que instalarnos en la iglesia, que fue el primer taller donde yo impartía clases. Era procurando conservar la inocencia, no incidir en clases académicas o que distorsionaran el encanto, naif, conservando la pureza, la ingenuidad. Les enseñaba a ver, que cada árbol tiene una personalidad. Eran ejercicios de observación. Mi trabajo era enseñarles a ver la vida», recuerda Pérez de la Rocha.
El arte primitivista tomó fama mundial, con reconocidos nombres como el pintor Julio Sequeira, fallecido en 1992, cuyas obras han llegado a venderse en más de cinco mil dólares en subastas internacionales; Silvio Guillén, Adela Vargas, Luis Alvarado, Álvaro Gaitán, Olga Maradiaga o Mario Marín.
Luz Marina Acosta ha sido asistente de Ernesto Cardenal durante décadas. Ella ha conocido de primera mano el proceso de desarrollo del arte primitivista desde que fue descubierto por Cardenal y Pérez de la Rocha. Y cuenta cómo fue, tras el triunfo de la Revolución Sandinista y el nombramiento del poeta como ministro de Cultura, que se apoyó y promocionó desde el Estado el arte primitivista.
«Desde el ministerio de Cultura se crearon talleres en Matagalpa, en Boaco, en Masaya, aquí se creó todo un movimiento de pintura primitivista. Hay un legado y el mayor legado es que pintan nuestro entorno, nuestra Nicaragua, nuestros colores, nuestra vida, lo que somos, esa naturaleza verde, de lagos y volcanes. Es un registro de Nicaragua lo que hacen», explica Acosta.
Tres generaciones de primitivistas
La técnica ha seguido viva, mejorándose y pasando de generación a generación. Ahora, en La Venada, pinta la tercera generación de artistas primitivistas, con el mismo éxito que han logrado los primeros pintores.
De esa nueva generación forma parte Jeysell Madrigal Arellano, de 32 años, que ya ha cumplido 14 años pintando. Lo hace también en su casa, unos metros alejada de la de Rodolfo y Elba, donde además cría a sus hijos, a quienes mantiene de la pintura.
Estos días Jeysell trabaja dando los retoques a un cuadro que muestra la vida salvaje de La Venada, con sus tapires, garzas, tigres, cusucos e iguanas viviendo libres en un ambiente lleno de verde y rodeado de agua. La pintura, explica la joven, estará lista en abril, cuando espera ponerla a la venta y atraer a un amante del arte primitivista que pague 1,500 dólares por ella. Eso sí, dice sonriendo, siempre se puede negociar el precio.
“Desde pequeñita, cuando tenía nueve años, miraba pintar a mi mamá. Yo le decía que quería pintar, pero era muy difícil, porque no sabía combinar los colores. Pasé tres años intentándolo. No podía hacer la vegetación, una hoja no podía hacerla. Hasta lloré porque no podía pintar. Entonces me fui a estudiar la secundaria a Granada. Mi mamá se enfermó y yo me tuve que regresar, dejé de estudiar y me vine a Solentiname. Le dije: ‘mamá, quiero empezar a pintar’. Y a los quince años ella me enseñó y con mis abuelos seguí aprendiendo. Así fue que aprendí. Yo creo que esto nace con uno y no es para cualquiera”, explica Jeysell.
Aunque no ha tenido una relación directa con el padre Cardenal, Jeysell reconoce la importancia que ha tenido para desarrollar esta comunidad de pintores. “Todo mundo sabe que a través de él se fundó el arte aquí en Solentiname y el arte siempre continúa y no va a caer, porque ahora vienen nuestros hijos. A mí hija le gusta pintar y tiene cinco años”, dice.
Los artesanos de Mancarrón
Si La Venada es la isla de pintores, Mancarrón es la de los artesanos. Aquí hay pequeños talleres donde se trabajan piezas de madera que luego son decoradas con motivos primitivistas. Estas artesanías son comercializadas en Managua, Granada, León, pero también en el exterior.
Jaime Ortega es no de los exponentes de este arte y cuenta en su taller del barrio El Refugio el inicio de estas artesanías primitivistas.
«Gracias a Ernesto Cardenal ahora nosotros somos artesanos. El buscó una opción para trabajar en algo que permitiera a la gente de Solentiname salir adelante de una manera económica. Había un muchachito que se llamaba Alfredo Argüello. Este niño tenía curiosidad por hacer algo y había un pequeño árbol a la orilla de la costa que era suavecito como el poroplas y comenzó a hacer cositas. En una visita que tuvieron unas monjas aquí a Solentiname al padre Ernesto Cardenal, a ellas les gustó lo que había hecho el muchacho y se las compraron. Iban rumbo a San Carlos y a las monjas se les cayeron las artesanías. Ernesto las miró, les preguntó que de dónde las había conseguido y le contaron lo del niño. De ahí surge la idea de Ernesto de que la gente de Solentiname pudiera elaborar artesanías», recuerda Ortega.
Estos artistas ahora se dedican a tiempo completo a la elaboración de las artesanías. A veces tienen tantos encargos que deben juntarse entre varios para completarlos. Elaboran tucanes, garzas, peces, pavos reales, todos de vistosos colores, un retrato de la fauna salvaje de este paraíso.
Mancarrón también es la sede de la comunidad que fundó el padre Cardenal. El viaje para este reportaje comenzó en esta isla. Lo que más llama la atención al bajar al muelle es la pequeña iglesia, blanca y roja, localizada encima de una colina. Dentro de ella, pintadas en las paredes y en el altar, hay imágenes de la flora y fauna de Solentiname, dibujos de niños de la localidad que fueron reproducidos por Pérez de la Rocha a petición del padre Cardenal.
Todavía se puede ver en esta parte de la isla lo que fue aquella comunidad utópica, aunque ahora esté destinada al turismo. Cabañas de madera frente a la playa sirven para hospedar a los viajeros atraídos no solo por la belleza del lugar y la posibilidad de desconexión, sino por el mito de Ernesto Cardenal.
Ellos comen en un comedor común, comparten los alimentos que preparan en la comunidad, todos en una comunión donde se comparten las experiencias del día, ajenos a la controversia que rodea al poeta Ernesto Cardenal, quien ha denunciado una persecución política a causa de la disputa judicial por la administración de un hotel.
Aquí se había construido con fondos de la cooperación alemana una escuela para formar a líderes campesinos. En la década del noventa, la llamada Asociación para el Desarrollo de Solentiname decidió convertir las instalaciones de la escuela en un hotel, administrado por Alejandro Guevara, uno de los jóvenes a los que Cardenal miraba como un hijo, héroe de la lucha sandinista contra la dictadura somocista y más tarde líder del gobierno revolucionario en esta región, quien murió a inicios de los años noventa en un accidente de tránsito.
La disputa por el hotel Mancarrón
Cuando Guevara murió, la asociación decidió donar terrenos a sus hijos y viuda, Nubia del Socorro Arcia Mayorga, quien además fue nombrada como administradora del hotel. Fuentes cercanas a Cardenal dijeron que años después la mujer reclamó el hotel como una herencia y en 2002 decidió demandar al poeta.
La propiedad quedó en un limbo legal, pero Arcia Mayorga mantuvo la administración del hotel. Su exigencia es que la propiedad pase legalmente a su nombre. Años después volvió a demandar a Cardenal por daños y perjuicios y un juez falló a su favor. Arcia Mayorga es representada por el abogado José Ramón Rojas Méndez, quien defendió al ahora presidente Daniel Ortega cuando este fue acusado por violación por su hijastra, Zoilamérica Narváez en 1998.
En un edicto judicial publicado en el diario oficial del Estado, La Gaceta, la justicia notificó Cardenal que debía pagar una multa de 800 mil dólares en concepto de “daños y perjuicios”. Cardenal acusó al presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, de desatar una persecución política en su contra. El fallo levantó una ola de solidaridad de escritores en Nicaragua y extranjeros y tras esa presión, un juez de Managua declaró nula la orden judicial que obligaba a pagar la multa. “Me alegra que el mundo entero se esté enterando de que soy un perseguido político en Nicaragua. Perseguido por el gobierno de Daniel Ortega y su mujer, que son dueños de todo el país, hasta de la justicia, de la Policía, y del Ejército”, dijo Cardenal.
En Solentiname, Nubia Arcia prefiere no pronunciarse sobre este caso. Encontramos a Arcia en el hotel Mancarrón, una hermosa propiedad dividida en varias cabañas de concreto, que da a un muelle privado sobre el lago. Aquí ella recibe a los turistas que se hospedan en el hotel. Ya no quiere dar entrevistas, dice, y remite a los periodistas a los casos que mantiene en los juzgados. “Ernesto Cardenal hizo un teatro. No siento que yo tenga que aclarar algo. Tengo todo en los juzgados, por lo que prefiero no hablar del tema”, dice Arcia.
Los continuadores de la comunidad creada con el poeta, sin embargo, acusan a Arcia de querer quedarse no solo con el hotel Mancarrón, sino con todo el proyecto de Cardenal, destruir su legado y explotar el potencial turístico de estas islas.
Bosco Centeno es uno de los colaboradores más cercanos del padre Cardenal. Lo acompaña a viajes al extranjero, pero también trabaja en la administración de la Asociación para el Desarrollo de Solentiname. Demuestra su indignación por lo que considera una persecución contra el poeta.
«Pareciera que una fuerza oscura pretende borrar el nombre de Solentiname, pretende borrar el nombre de Ernesto Cardenal, pretende borrarnos a todos, todo lo que hemos hecho», dice en la iglesia de Mancarrón, un edificio decorado con pinturas primitivistas. «Vivimos a través de los principios que Ernesto Cardenal nos enseñó, de Jesús en el Evangelio, a través de la revolución, de los libros que hemos leído. Pero hemos sido ignorados, oprimidos, ofendidos. Me siento realmente en la indefensión. No es una cuestión judicial, es simplemente la voluntad de una fuerza demoniaca. Clamo a dios y al poder: déjennos vivir», agrega Centeno.
La controversia mantiene dividida a la isla, y algunos pobladores prefieren no opinar al respecto. Ellos continúan con sus rutinas, los partidos de béisbol los domingos, el trabajo en los talleres de artesanía y de pintura, los viajes en lancha para enseñar a los turistas los atractivos de Solentiname.
Jeysell, Rodolfo y Elba, los pintores primitivistas de La Venada, también continúan sus vidas pintando, pero reconocen que sin el apoyo inicial de Cardenal el éxito logrado habría sido imposible.
“Por él vivimos con este arte de la pintura aquí en Solentiname. No teníamos nada, ninguna esperanza. Él fue el que fundó la pintura aquí en Solentiname”, asegura Elba en su casa de La Venada, pegada a la ventana que le muestra los paisajes que son la inspiración de su arte primitivista.