En 1991, un hombre de 24 años llamado Kurt Cobain trastocó la industria musical al convertir su disco ‘Nevermind’, un fragmento de cultura punk rock, en un éxito millonario. El fenómeno hizo real una idea tan poderosa que parecía inconcebible: de la noche a la mañana, una estrella del rock masculina que pulverizaba todos los clichés de las estrellas del rock masculinas, se deslizaba con un mensaje feminista, antirracista y anti-homófobo en la conciencia de toda una generación.
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La voz de Kurt Cobain suena neutra y desafectada a través de la grabadora, como si su confesión perteneciese a otra persona, y no al adolescente asediado que él mismo había sido años atrás: “Para una sociedad que celebra las hazañas sexuales del hombre macho, yo era el inmaduro, el hombrecito que nunca tuvo sexo, y me hostigaban por ello”. Kurt tiene dieciséis años y, con frecuencia, miente a sus amigos, alardeando de una serie de encuentros sexuales que nunca llegan a producirse.
Hasta que una tarde, con las hormonas borboteando, el futuro líder de Nirvana se desliza en casa de una chica discapacitada y comienza a manosearle los pechos, dispuesto a perder su virginidad de forma drástica. De pronto, se ve invadido por una sensación de abatimiento: “Intenté tirármela, pero no sabía cómo. Me empezó a dar asco su olor corporal, así que me largué”. Pese a no haber podido consumar el coito, la doble humillación (el autodesprecio por su falta de determinación, los remordimientos tras el abuso infligido) le perseguiría durante el resto de su vida.
El episodio, registrado en los diarios del músico y reproducido por él mismo en una grabación exhumada en el documental ‘Cobain: Montage Of Heck’ (Brett Morgen, 2015), marca un punto de no retorno en la existencia de Kurt: es el inicio de un lento repliegue en sí mismo, que precipita su definitivo exilio mental de una ciudad cuya rudeza le había convertido en un torbellino de ira y miedo.
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En una posterior hoja promocional destinada a presentar el álbum ‘Bleach’ (1989), el debut discográfico de Nirvana, Cobain recordaría Aberdeen (Washington) como una comunidad “compuesta mayoritariamente por madereros ignorantes y fanáticos, mascadores de tabaco, cazadores de venado y homófobos”. Allí crece aterrado por un ambiente de masculinidad brutal que comienza en el instituto, donde sus compañeros le persiguen por su supuesta homosexualidad, y se extiende hasta los varones de su familia: un abuelo que “solía contar chistes racistas” y un padrastro que, ante la infrecuencia con la que Kurt lleva a chicas a casa, le arenga diariamente con la idea de que “un hombre necesita ser un hombre y actuar como tal”.
Poco a poco, el adolescente comienza a defenderse del mundo con las pocas armas que tiene a su alcance: llenando la ciudad de pintadas que brotan como úlceras (la más famosa, ‘Dios es gay’, sería recuperada años después en la canción de Nirvana ‘Stay Away’), y acribillando sus cuadernos con reflexiones y dibujos que reflejan un estado de aislamiento cada vez mayor.
Esos cuadernos, publicados parcialmente bajo el nombre de ‘Diarios’ (Mondadori, 2003), se integran con naturalidad en el conjunto de una obra que debemos entender, ante todo, como la gran tentativa de Cobain de transformar su marginación en arte. En una de las páginas, con estilo tosco e inflamado, Kurt esboza un cómic protagonizado por Mr Moustache: un personaje rudo y primitivo que sintetiza a todos los paletos que tanto le atemorizaban en Aberdeen.
En la primera viñeta, Mr. Moustache se acerca al vientre de su mujer embarazada y expresa sus deseos: “¡Hijo mío! El chico será todo un hombre. ¡Mira qué fuerza tiene en esas piernecitas! ¡Este va para futbolista!”. De pronto, Mr. Moustache se enciende: “Más vale que no sea una asquerosa niñata. ¡Quiero un macho americano de carne 100% pura, honrado, trabajador, y que odie a los judíos, a los hispanos, a los negros y a los maricones! Le enseñaré a arreglar coches y a aprovecharse de las mujeres”. En la penúltima viñeta, el personaje se transforma de nuevo en un falso amasijo de ternura (“Ahhh, mira qué patadas da con esas piernecitas tan fuertes”), antes de que el feto responda a sus anhelos de forma determinante: propinándole un enérgico y resolutivo puntapié en la cara.
Otras muchas anotaciones, en especial las que tienen que ver con su incipiente interés en el feminismo, proceden ya de su nueva vida en Olympia (Washington), hacia donde Cobain escapa en 1987, tratando de borrar cualquier rastro de su paso por Aberdeen. En esta pequeña ciudad universitaria, donde el punk rock florece dentro de una escena tan reducida como entregada, Cobain entra en contacto con las mujeres que están empezando a sentar las bases del movimiento riot grrrl: una intensa corriente que, estimulada por la ética punk, lucha colectivamente por el empoderamiento femenino, partiendo de la intervención activa de las chicas en la música rock.
El día en que Kurt conoce a Tobi Vail, impulsora del destacado fanzine riot Jigsaw e inminente cofundadora de la banda Bikini Kill, se siente tan abrumado por la solidez de su discurso (y por su inabarcable colección de discos) que acaba vomitando de puro nerviosismo. Poco tiempo después, con ambos unidos en una fugaz relación de pareja, los diarios de Kurt revelan ya la intensa construcción del icono feminista que hoy conocemos.
La inspiradora influencia intelectual de Tobi y otras riot, como Kathleen Hanna, se hace patente en las abundantes listas de discos favoritos elaboradas por Cobain, que comienzan a llenarse de referencias hacia el pop femenino, subterráneo y de vanguardia facturado entre los años 70 y 80: The Raincoats, The Slits, Marine Girls. Además, la conciencia del músico parece estallar en cualquier página, en cualquier rincón: “La gente no puede negar ningún ismo ni pensar que hay unos más subordinados que otros. Salvo el sexismo. Él manda. Él decide. Sigo pensando que, para que se desarrollen los demás ismos, hay que poner al descubierto el sexismo”. O: “Me tranquiliza el consuelo de saber que las mujeres son generalmente superiores y por naturaleza menos violentas que los hombres. Me tranquiliza el consuelo de saber que las mujeres son el único futuro del rock’n’roll”.
En enero de 1992, tras fulminar a Michael Jackson en el Top 1 de la lista Billboard con el álbum de Nirvana ‘Nevermind’ (1991), Kurt Cobain se convierte en una de las dos estrellas del rock masculinas más famosas de los EEUU. La otra es Axl Rose, el líder de Guns N’ Roses, una banda ultraconservadora que encarna todavía los valores más feroces del reaganismo. La tensión entre ambos no tarda en estallar públicamente, escenificando un conflicto en el que se difuminan los límites de lo personal y lo político: ante Cobain, convertido ya en el eventual portavoz de la juventud azotada por el neoliberalismo salvaje de las administraciones de Reagan y Bush, Axl se presenta como una ampliación monstruosa de todos los matones de Aberdeen: la metáfora de una Norteamérica de pesadilla. Tanto que la simple idea de compartir una audiencia común comienza a aterrarle.
Sin embargo, los discos superventas que ambos entregan casi al mismo tiempo no pueden ser más opuestos. Con ‘Use Your Illusion’ (1991), un doble álbum barroco y desmesurado, Guns N’ Roses persisten en la tradición del rock androcéntrico, con canciones que acolchan a las mujeres entre algodones románticos o las presentan como simples bitches. Al mismo tiempo, Cobain logra algo que hasta el momento parecía improbable: introducir un puñado de oscuras reflexiones sobre la alienación, el abuso sexual o el machismo en los canales de difusión musical de mayor audiencia. En menos de cuatro meses, ‘Nevermind’ alcanza los tres millones de copias vendidas. Hoy lleva más de treinta y cinco.
El crítico Charles R. Cross, que años después firmaría la biografía definitiva de Cobain (‘Heavier Than Heaven’, Random House, 2005) recibe el “fenómeno Nirvana” con escepticismo, argumentando que la banda “tiene audiencia, pero ojalá tuviera un mensaje”. Cross apenas rascaba en la superficie de ‘Nevermind’ –un gran disco de pop distorsionado, insuflado con el aliento poético de un bicho raro- sin llegar a percibir que Cobain estaba detectando las llagas adheridas a su época con una eficacia inédita en sus contemporáneos.
En ocasiones, como en el descarnado terremoto punk de ‘Territorial Pissings’ (“Nunca he conocido a un hombre inteligente / y si lo era, era una mujer”), el músico se revuelve explícitamente contra el machismo, reclamando atención hacia el enfoque feminista que tanto le había estimulado en Olympia. A veces, como en ‘Polly’, una canción abstracta sobre la violación que Kurt había escrito desde el punto de vista del agresor, su tendencia a los textos oblicuos provoca malinterpretaciones con consecuencias fatales. ‘Polly’ se basaba en un suceso real ocurrido años antes en Tacoma (Washington) y desencadenó otro terrible, cuando dos fans de Nirvana asaltaron sexualmente a una mujer mientras tarareaban la canción, ajenos a la angustia punzante que transmitía la letra.
Cobain, que consideraba la violación como uno de los crímenes más graves que podían cometerse, redacta las siguientes notas, destinadas a incluirse en el libreto del álbum de rarezas ‘Incesticide’ (1992): “El año pasado, una chica fue violada por dos desperdicios de esperma y huevos mientras cantaban la letra de nuestro tema ‘Polly’. Tengo dificultades al pensar que hay plancton así en nuestro público (…) Llegados a este punto, tengo una petición para nuestros fans: si alguno de vosotros odia a los homosexuales, a la gente de otro color o a las mujeres, hacednos un favor: dejadnos en paz. No vengáis a nuestros conciertos y no compréis nuestros discos”.
Una entrada en su diario, escrita en la misma época, incide así en el asunto: “Recuerdo lo que contaba Kathleen Hanna sobre el instituto. Que había una clase en la que enseñaban a las chicas a prepararse para una posible violación. Y cuando te asomabas fuera y veías a los violadores allí jugando al fútbol, decías: “Es a ellos a quienes deberían enseñar estas cosas”.
Ya en 1993, Cobain graba ‘Rape Me’ (‘Viólame’) una especie de respuesta a la controversia suscitada por ‘Polly’, en cuyo título recicla una provocadora consigna empleada habitualmente en el círculo de las riot grrrls. La canción podía haber sido doblemente eficaz. Por un lado, desde su privilegiado estatus de celebridad pop, Cobain ayudaba a amplificar el discurso de las grrrls. Por otro, legaba su definitivo himno antiviolación: una composición de cruda justicia poética, en la que “un hombre viola a una mujer, es enviado a la cárcel, y termina siendo violado allí”. Sin embargo, vuelve a ser malinterpretado, esta vez por asociaciones feministas que se estrellan contra la ambigüedad del título. Cobain se convierte en una bomba que, caiga donde caiga, provoca reacciones encendidas, a menudo encontradas, y no siempre limpias.
Con frecuencia, la prensa conservadora y sensacionalista comienza a disparar contra él, pero utilizando como blanco a su nueva pareja, Courtney Love, una presa aparentemente más fácil. Procedente de la prehistoria del movimiento riot, aunque nunca llegó a integrarse en su dinámica, Love era una mujer fuerte y autosuficiente que construía su propia carrera luchando bajo la sombra de Nirvana. Los discos de su banda, Hole, que exploraban sin complejos los tabúes de la feminidad, eran difícilmente asimilables por la cultura patriarcal en la que continuaba diluyéndose la industria del pop, pero ella persistía con fe ciega en el poder de la discrepancia.
Muy pronto, la suma de una mujer sin pelos en la lengua (“parece que nosotras sólo podemos llegar a alguna parte utilizando nuestro coño, mientras que ellos lo consiguen tocando buenas canciones”) y un hombre feminista se convierte en una veta irresistible para los medios: un canal idóneo para intoxicar la imagen pública de ambos. Tanto, que, poco a poco, Kurt comienza a ser percibido como un ser pusilánime, manejado por una bruja sin escrúpulos. Una versión que Brett Morgen, autor de ‘Cobain: Montage Of Heck’, desmentía recientemente en una entrevista concedida al diario El País: “Kurt era un gran feminista. Hace 20 años todo el mundo se sentía amenazado por una mujer de fuerte personalidad como Courtney, pero él no. Supo darle su sitio y convivir con igualdad de poder en su relación. Eso hacía que muchos le vieran como un títere ante una mujer manipuladora. No creo que fuera así”.
Aunque el centro de la tormenta se desplazase de un lado a otro, aunque el poder de Kurt detonara en los escenarios de todo el mundo, es fácil concluir que la estrella nunca logró salir de Aberdeen. Cuando, en enero de 1992, en una emisión televisiva de máxima audiencia, el músico introduce su lengua en la boca de Krist Novoselic, bajista de Nirvana, lo hace regodeándose en la posibilidad de que al otro lado de la pantalla estén congregados “todos los paletos y homófobos” de su pueblo. Cuando entra en escena, atascado en un vestido corto de Courtney, hay algo de gozosa exploración en su lado femenino, y a la vez un acto de venganza contra un pasado que no acababa de diluirse.
Todo ello, sin embargo, escondía una poderosa carga simbólica que estimuló a millones de personas en todo el mundo. Una de ellas fue la periodista londinense Amy Raphael, que en su libro ‘Never Mind The Bollocks: Women Rewrite Rock’ (Virago, 1995) escribiría el más hermoso resumen del legado de Kurt: “Cobain reconoció lo femenino en sí mismo más que cualquier otro artista de los 90. Él fue, para nosotras, un modelo de conducta más subversivo de lo que [la teórica feminista neoyorquina] Camille Plagia jamás hubiera esperado ser”.
Este artículo fue publicado originalmente en Píkara Magazine y ha sido re publicado en Niú bajo licencia Creative Commons