Icono del sitio Revista Niú

El amor en los tiempos de Grindr

Abrí la aplicación desde mi celular y de repente me vi con la impresionante posibilidad de tener un encuentro con desconocidos. Varios de ellos. Decenas. Bueno, no tantos, pero lo suficiente para una ciudad pequeña como Managua.

Ahí estaban. Algunos con fotos públicas, otros con fotos falsas y muchos -como yo- sin foto alguna, pero con una descripción que consideraba “interesante”: hombre profesional, 29 años, independiente e interesado en viajes. Luego me daría cuenta que en los tiempos de Grindr -y quizá siempre- lo “interesante” no importa cuando de «agarre» se trata.

Grindr es una aplicación para citas entre hombres homosexuales. Cuenta con 6 millones de usuarios en el mundo y funciona, tanto en sistema Adroid como iOS, con el GPS de los teléfonos inteligentes. Se abre como cualquier juego instalado en el celular, pero lo que hace Grindr es identificar a los hombres conectados que están cerca de uno.

Primero debo admitir algo: bajé la aplicación tras leer un reportaje sobre su creador, Joel Simkhai, un joven californiano guapo, rubio, que va por el mundo con la libertad que da el dinero, porque se hizo millonario gracias a las nuevas tecnologías. El reportaje me dejó sorprendido: ¿así es que con solo abrir una aplicación en mí celular podría yo conocer a un hombre? La descargué y lo que vino después es una de las experiencias más emocionantes que he vivido.

Grindr se trata de sexo y no de amor. Tal vez hayan ocurrido historias de amor gracias a la aplicación, pero a lo que a mí respecta supe desde el principio que esto está hecho para «ligar», con muchas posibilidades de terminar en una cama, la propia o ajena.

Abrí la aplicación esperando conocer a alguien -léase: “interesante” – con quien compartir un momento agradable, salir y construir una historia romántica. ¡Pero no! Esto eso es -exactamente como lo definió alguien- como un bar de citas: entrás, vas a la barra, pedís una cerveza y esperás un hola que puede terminar en sexo.

Y con un “hola” comienza el asunto.

El primer “hola” que recibí vino acompañado de un “me gusta lo que pones en tu perfil”. Luego se desarrolló una conversación que en Grindr parece un diálogo programado por algoritmos: ¿de dónde eres? -pasa algo con los nicaragüenses registrados en la red social: la mayoría no trata de vos-, ¿qué buscas?, ¿cuál es tu rol?, ¿tienes una foto?

La misma plática sucedió en varias ocasiones, sin mucha imaginación. No sé si es que me puse exigente, pero poco a poco me fui decepcionando del asunto, porque me di cuenta de que en nuestro país la educación es un problema. Incluso hombres profesionales tienen serios horrores ortográficos que son capaces de enfriar hasta a una ninfómana.

Decidí no claudicar.

Los días siguientes me mantuve activo en la aplicación, respondiendo con agilidad a las mismas preguntas, hasta haciéndolas yo mismo. Me supe las posibles respuestas y hasta me adelanté al interrogatorio respondiendo en un solo saludo todo. Entonces llegó el momento del primer encuentro, a quien llamaremos “Felipe”.

Flaco pero definido. Atractivo sin ser guapo. De una piel lisa color caoba. Llevaba la barba corta, pero un poco descuidada y debajo de los ojos una tenue capa oscura, producto de noches acostándose tarde, porque “Felipe” era de los que pasaban las noches pegado a Internet y, claro, a Grindr, “chateando bastante”.

Nos citamos en un bar de Managua que tiene un bonito jardín. Administrado por gays, el lugar se ha convertido en un refugio para pasar un buen momento rodeado de flores y plantas. Noche de cielo despejado, con luna y estrellas y un aire fresco que movía suavemente las hojas de las plantas.

“Felipe” llegó con una camisa a cuadros, con las mangas recogidas por debajo de los codos, jeans azules ajustados y tenis Nike. Olía bien y su cara, fresca e hidratada, revelaba que se había esmerado para la cita. Pedimos un par de cervezas y comenzó la plática.

Me dijo que es de una ciudad del norte, que sus padres son productores de lácteos, que en Managua estudia veterinaria…

-¿Estudiante universitario?- le pregunté.

-Sí.

-¿Cuántos años?-Volví a preguntar.

-22

¡No podía haberlo adivinado! Supe por las primeras fotos compartidas en Grindr que era más joven que yo, pero fallé en preguntar unas de las cuestiones claves de la aplicación: la edad. ¡22 años! ¡Eso me hace siete años mayor! “¿Qué tiene de malo? ¿Acaso importa la edad?”, me preguntó.

Constaté entonces lo que las estadísticas afirman: que este es un país joven. Muy joven. En los días siguientes a mi cita con “Felipe” hablé con hombres cuya edad promedio eran los 24 años. Una vez le pregunté a un amigo mientras tomábamos un café: ¿dónde están los hombres homosexuales mayores de 30 en este país? Y su respuesta fue brutal: casados y con hijos, llevando una doble vida.

Entonces exploré en los perfiles sin fotos: fui de uno en uno, preguntando edades y condiciones: estaban casados y se definían como “discretos”, lo que corroboraba la teoría de mi amigo: llevaban doble vida, una vida de hombre con esposa y familia, como lo espera la sociedad, y otra de encuentros casuales para aliviar sus verdaderos deseos.

“Relajate”, me dijo mi amigo. “Vos disfrutá, que para eso es Grindr”.

No lo escuché y eliminé la aplicación de mi celular. Pero no pasó mucho tiempo antes de regresar a la tienda de Android para descargarla de nuevo. Acepté el hecho de que la mayoría de quienes se conectaban eran más jóvenes que yo y decidí organizar encuentros con quienes al menos me parecían interesantes. Así quedé con “Roberto”.

También nos citamos en un bar, porque estoy convencido de que antes hay que platicar, conocer un poco más a la otra persona. “Roberto” era un muchacho muy delgado, de 25 años, cabello negro con un copete a lo Elvis, pero tan alto que parecía rozar el techo cuando se levantaba del asiento para ir al baño. La piel muy blanca, los ojos cafés; una camisa celeste holgada que parecía tragárselo, pantalón apretadísimo y zapatos blancos.

Un muchacho con rostro bonito (luego noté que iba maquillado). No me interesó, pero decidí continuar con la cita. Hablamos de viajes. Mencionó seis veces Miami. Se emocionó al hablar de la ciudad: que se iba de compras, que las discos le encantaban aunque los tragos eran muy caros, que los restaurantes eran los mejores, que la moda, que los hombres musculosos y de “paquetes” tremendos.

Yo le dije que no conocía Miami. Pero no me escuchaba. Yo casi no hablaba porque él no paraba. Me limitaba a hacer preguntas o a asentir. Luego pasamos a la música. Y sucedió algo que no pude soportar: el muchacho era fanático de Britney Spears y mencionó todos sus discos, y comenzó a cantar no sé qué canción de ella, además de hacer la coreografía. Estaba tan emocionado que daba pena dejarlo, pero por mi parte cancelé mi cuenta y me fui.

Al salir del bar, “Roberto” me siguió y me dijo que no podía dejarlo plantado, que nadie ¡nunca! lo había plantado. Entré en pánico. Había estacionado mi carro a unas cuadras y corrí para subirme y arrancar lo antes posible, sin pagarle al pobre hombre al que le había pedido que me lo cuidara. Una vez al volante respiré aliviado. Abrí Grindr y lo bloqueé. Adiós, “Roberto”.


Les tengo que contar que Grindr ha sido también un acompañante en mis viajes. Me gusta mucho viajar e intento ahorrar para hacerlo. Gracias a Grindr he conocido a gente con quien me he divertido mucho. Pero también viví momentos que a ustedes les pueden resultar increíbles. Todo lo que cuento aquí es cierto. Se los prometo.

En una ciudad sudamericana conocí a un hombre guapo. De cuerpo atlético sin ser un saco de músculos, con barba rubia de tres días y vivaces ojos verdes. Un Harrison Ford latinoamericano pero con treinta años menos. Estaba en el mismo hostal que yo, pero él no de vacaciones, sino por “negocios”. Venía de otra ciudad de ese país. Nos contactamos por Grindr y quedamos en ir a cenar.

Salimos en una noche fría, él vestido con una de esas camisas de rayas azules y blancas, de mangas largas, como las que usan los marineros, jeans azules y zapatos de cuero. Llevaba encima una chaqueta con el cuello levantado. No me derretí en el momento por pudor. Fuimos a un restaurante de carne y pedimos una botella de vino.

Después del intercambio de información de rigor (de dónde era, qué hacía, cuánto tiempo me quedaría) hablamos de su ciudad, de lo aburrido que era y de que el viaje a esa capital era un escape para él. Luego comprendería por qué. Nos tomamos dos botellas de vino. Borrachos decidimos que lo mejor era tomar la última copa en su habitación, un piso arriba de la mía. Compramos una tercera botella de vino barato que no abrimos, ustedes entenderán por qué.

Al despertarme un rato después él se estaba bañando. Todavía no amanecía. El vino seguía intacto en la botella y en mi cabeza. Cuando salió del baño me dijo que si quería bañarme. Le dije que no y se sentó a mi lado a hablar. Entonces le pregunté si estaba soltero. “No”. (¡Lo sabía!) Y sin verme a la cara sacó de la gaveta de la mesita de noche un anillo. “Estoy casado”, me dijo. “Y tengo dos niños”. Para ser exactos: una niña y un niño. Y una esposa guapísima. Llevaba en la cartera una foto de su familia. Dos adultos jóvenes que habían traído al mundo dos criaturas preciosas.

“No me juzgues”, me dijo viéndome a los ojos. “En este país es difícil”.

Me vestí y me fui del cuarto con un sentimiento de culpa, no era por lo que había hecho, no por esa mujer ni por sus hijos, sino porque me sentía superior a ese hombre: libre, sin ataduras, sin necesidad de esconderme ni engañarme. Durante los días siguientes el Ford latino me mandó mensajes, pero no le contesté.

En otra ocasión, en Estados Unidos, quedé de cenar con un tipo 20 años más viejo que yo. Me citó en un restaurante localizado en el último piso de un hotel lujoso. Del lujo me di cuenta cuando estuve en el lugar y me arrepentí de no haberme arreglado mejor: camiseta desteñida, jeans y tenis eran todo el atuendo. Lo bueno es que esa mañana había comprado una chaqueta en las tiendas de ropa barata, que me parecía bonita y al menos me daba un aire de “cuidadosamente descuidado”.

Cuando llegué al hotel el hombre me esperaba en el lobby. Era alto, chele, con una barriga cervecera pero atractivo. Iba vestido como un británico adinerado: chaquetea de tweet, jeans caros, suéter y una camisa celeste de la que solo sobresalían cuellos y mangas. Para rematar una bufanda a cuadros. Nunca había estado con un hombre tan elegante.

https://play.spotify.com/user/22sz6fiq3qpa7p5wfvxwgaujy/playlist/7gb4Wd9Iy3CNwAI9MAoHez

Subimos al restaurante que tenía una vista impresionante de la ciudad. Pidió una botella de vino espumoso, de un precio que me dio vértigo y que era el equivalente a mi presupuesto de tres días de comida. Me negué a aceptar la botella, pero insistió para que aceptara la invitación. Descorchado el bote, comenzó la plática. Era abogado, con 49 años y vivía en un amplio apartamento con su pareja.

-¿Pareja?-pregunté. Sí, me dijo. Tenía una relación de 14 años con otro hombre.

-¿Qué haces buscando citas en Grindr?-

-Mira, estoy en esta relación, pero en realidad nunca tenemos sexo.

-¡No tienen sexo!

-Desde hace cinco años no.

-Pero cómo, si son pareja-, le pregunté. -Las parejas se desean, tienen sexo- agregué.

-Yo lo amo, pero es un amor diferente. Compartimos la vida juntos, es mi mejor amigo, hemos vivido muchas cosas juntos, pero ya el deseo se apagó.

-¿Y él sabe que buscas citas en Grindr?

-Él sabe que estoy aquí-respondió.

Nos sirvieron la cena, mariscos, y me contó su relación. Cómo se conocieron, cómo han soportado pérdidas, problemas financieros, las veces que se habían mudado y cómo durante años se fueron acostumbrando el uno al otro, hasta que la relación se convirtió en un mundo en el que los códigos cotidianos se sabían de memoria: el lado de la cama de cada quién, el arreglo de la ropa, los pagos de la hipoteca de la casa que ya es propia, las fiestas de cumpleaños.

“Creo que no podría vivir sin él”, me dijo. “El amor también es deseo”, le afirmé. “No. También se puede amar sin que haya sexo”, me advirtió.

Al terminar la cena él pagó la cuenta. Me preguntó qué cuál era el plan y le dije que estaba cansando. Lo abracé con fuerza y le di un beso en la mejilla. Me dijo que se quedaría en el bar tomando la última copa. Al salir hacía frío. Una pareja de jóvenes mujeres que parecían ejecutivas salía de un restaurante italiano ubicado en la acera de enfrente. Una de ellas le colocaba la bufanda a la otra, mientras la besaba en la frente. Luego bajaron la calle abrazadas.

¿Qué probabilidades tiene un gay nicaragüense que forma parte de los seis millones de usuarios de Grindr de encontrarse con un ejecutivo de la compañía? No tengo ni idea, pero eso me sucedió.

En otro viaje conocí a un hombre asiático que estaba de vacaciones. Quedamos a tomar un trago en un bar y conversar un poco. Tenía un humor contagioso y nos reímos mucho. Luego yo comencé el interrogatorio hasta llegar a la pregunta clave: ¿a qué se dedicaba, con qué se ganaba la vida?

“Trabajo para Grindr”, me dijo.

Como había pasado haciendo bromas pensé que esta era otra, por lo que casi me ahogué con el trago de la risa que me dio. Sé serio, le dije. “Soy serio: trabajo para Grindr”, insistió. “Fuck You!”, le lancé riéndome. Si no me crees investiga, dijo.

Y lo hice.

Busqué en mi teléfono información sobre la red social y di con su cuenta en Twitter y, en la zona de multimedia había una foto en la que aparecía mi cita de esa noche. ¡Alaputa!

Entonces lo interrogué sobre Grindr, le pregunté cómo funcionaba todo, quiénes hacían la magia de ponernos en contacto con gente desconocida, qué cosa era esta que estaba revolucionando el sexo, las relaciones gays y hasta el amor.

Nos seguimos viendo las noches siguientes y a la tercera me mudé a su apartamento. Me quedaban todavía un par de días de vacaciones y él me ofreció hospedaje. Tenía un apartamento pequeño, que rentaba para su estadía de un par de meses. Esa noche me acosté con uno de los magos de los algoritmos de Grindr en una habitación con las ventanas abiertas, en las que resplandecían las luces de una selva de cemento.

Grindr es una red increíble, que nos ha ayudado a los homosexuales a liberarnos más. Vemos el sexo de una forma diferente, las citas, los contactos. Para algunos tal vez nos hemos convertido en gente más superficial, pero la verdad es que entre tanta mojigatería y tabúes Grindr funciona como un catalizador. Así lo veo yo.

Conocí a un muchacho que me agrada, pero fue de la vieja forma, de la manera tradicional. Una amiga me invitó a su fiesta, que organizó en un bar de Managua en donde esa noche se presentaba una DJ que tocaba mezclas de música caribeña. Llegué antes de la hora y me senté a tomar una cerveza. Cuando mi amiga llegó me advirtió que casi no iba a conocer a nadie, porque no tenemos muchos amigos en común. No importa, le dije, las cervezas me desinhiben.

La gente comenzó a llegar a la mesa reservada y con ellos las botellas de cervezas, los tragos de ron y los cocteles. Era una buena noche en Managua, fresca, con luna y estrellada. Sonó una cumbia mezclada con ritmos electrónicos y todos comenzamos a bailar. Y en pleno bailé conocí a “C”. Y luego platicamos toda la noche, hasta que me dijo que ese lugar era muy ruidoso, que nos moviéramos a otro bar para poder conversar. Pasamos riéndonos toda la noche, hasta muy adelantada la madrugada. Me dijo que le gustaba, que estaba feliz de haberme conocido.

“Vamos al cine mañana”, propuso. “Vamos”, le dije.

Nos abrazamos y quedamos para el día siguiente. Entré en casa y eliminé la aplicación de mi celular. Hasta ahora no me arrepiento.


¿Has usado esta u otras aplicaciones para tener citas? Contanos tus historias a través de Facebook y Twitter