I
Quizá una de las razones por las que Beirut lacera hasta hacernos doblar, es porque en ella vemos el reflejo de una civilización rendida. En ella vemos reflejada a nuestra civilización avasallada: Beirut espejo, Beirut garganta, Beirut reminiscencia.
Beirut: ese lugar donde convergen el tiempo y el espacio en una gran incógnita; ese lugar inmensamente más grande que una coordenada en el mapa, ese lugar más allá de la cartografía y la geopolítica revelado como un símbolo, una misión, un enigmático mensaje. Descifrarlo no es imposible. En las humaradas de aquel hongo gigantesco perforando el cielo; en el cráter del puerto, en las grietas abiertas de las calles, y las heridas de los libaneses aquel cruel 4 de agosto; todo quedaría escrito: la historia sí se repite. Cual notas encajadas en el pentagrama, la historia se obstina: mientras sigamos arrullando cunas y sepulturas con cuentos, la historia se repetirá, aun cuando las partituras con sus Ostinatos y Rondós sean, una y otra vez, arrancadas.
II
Transcurría el otoño de 1982. Desfilaban ante mi cámara las intensamente azules aguas del mediterráneo; desfilaban mujeres cuyos ojos envueltos entre velos negros y kohl parecían lunas en la oscuridad de la noche. Posaban ante el obturador de la Nikormat FT las cosmopolitas avenidas de Beirut eternamente ultrajada, y las dulces sonrisas de niños que todavía no habían aprendido a odiar, o mejor dicho, que no habían sido adiestrados en la industria del odio sectario. Recuerdo el aroma del puerto, el polvo caliente de las calles agitadas por las bocinas de los autos, y la carcoma de otra explosión –una de tantas detonaciones, que sacudió a la hermosa capital de la vieja colonia francesa.
Recuerdo el bullicio en la concurrida sala de prensa del Hotel Commodore donde el sonido de los télex y teletipos repicando competía con las metralletas afuera en un distrito sitiado por fuerzas enemigas: por un lado las milicias cristianas apoyadas por Israel, y por otro, milicias musulmanas aliadas de la Organización de Liberación de Palestina (OLP). Recuerdo los Templos de Baalbek, los barrios a un lado y otro de la “línea verde” en Beirut, y el basto Valle del Bekaa, donde un valiente taxista libanes me salvó la vida en un retén militar evitando que, al bajarme del auto por la fuerza, elementos de las tropas Sirias de ocupación, me llevaran ‘presa’ porque cuestionaban la legitimidad de mi pasaporte.
Recuerdo el embrollo en mi cabeza de joven FreeLancer que buscaba entender el laberinto político-cultural del pasmoso país: ¿cómo era posible que miradas infantiles desbordando ternura, candor y apego, mutaran en tan pocos años para convertirse en fanales de rencor? ¿Cómo era posible que Dioses proclamados como deidades de amor por cada una de las religiones del mosaico cultural libanes, mutasen en ídolos de la muerte? ¿En qué momento los cantos coránicos que me habían arrullado dulcemente de madrugada en algún campamento palestino próximo a Sidón, habían sido reinventados como códices de muerte y persecución? ¿En qué momento los cantos gregorianos-maronitas habían sido reinventados como preludios de guerra?
III
Volviendo a aquel otoño de 1982, quedé por siempre unida al pueblo libanés cuando una bomba de 250kg de TNT estalló a escasos metros de una oficina en Beirut donde me encontraba entrevistando a dirigentes palestinos. Mientras iniciaba la entrevista, me había asomado al balcón de un viejo edificio rodeado de escombros, y al preciso momento de girar el dorso para volver a entrar, la ola expansiva de la explosión me arrojó varios metros adentro. En cosa de segundos, dos militantes palestinos me levantaron y cuidadosamente me cargaron por las escaleras para depositarme en una de tantas ambulancias de la Media Luna Roja que aparecieron por las calles de repente. Nunca pude agradecer por su brío, eficiencia y afabilidad a los paramédicos libaneses, que supieron antes que yo que mis heridas eran irrelevantes.
Pocas semanas antes de aquella explosión, las macabras matanzas de Sabra y Chatila a manos de las fuerzas de la Falange Cristiana apoyadas por Israel, habían abierto los ojos del mundo sobre la trágica realidad de los campamentos de refugiados palestinos. En esos días, durante el sitio Israelí de 1982 nacía Hezbolá (apoyado por Siria e Irán) y los grupos milicianos de diversas sectas se multiplicaban infinitamente. Los trágicos hechos en Sabra y Chatilla, que conllevaron a la renuncia del Ministro de Defensa Israelí, Ariel Sharon, y que nunca fueron juzgados en un tribunal internacional, marcarían una nueva etapa en la nebulosa historia libanesa del siglo pasado.
IV
En aquellos días, y ya desde la Convención Nacional de 1943, muchos seguían pensando que una posible solución al desequilibrio y embrollo de las pugnas religiosas en el Líbano, sería el reparto sectario y la distribución por cuota de los poderes del estado: el trono de la presidencia y el control del ejército serían para los Cristianos, el trono del primer ministro, para los Sunis musulmanes, y la presidencia del Parlamento, para la comunidad Chiita musulmana.
La explosión del 4 de agosto 2020 confirmó una vez más, que esta fórmula no era viable, y que un estado multi-confesional, fraccionado como pastel en rebanadas, llevaría al ocaso del país árabe: cuando la corrupción y ambición política se cobijan en la religión, cuando los gobiernos consisten de mafias legitimadoras de cleptocracia, cuando las sectas operan como carteles de mafia escudados en Caballos de Troya y son comandados por jerarcas corruptos que dicen actuar por los dictados del cielo; no hay estructura económica-civil que sobreviva en la tierra. Eso fue lo que reveló la masiva explosión del 4 de agosto.
Fue en una trágica detonación causada por la combustión de casi tres mil toneladas de nitrato de amonio negligentemente almacenadas en el puerto, que la profecía de un estado confesional transformado en crimen organizado, devino en barbarie. Un estado confesional conformado por sectas que se ostentan como religión pero que en realidad parecerían operar a nivel de la superstición, y cuyo único objetivo sería la repartición del poder entre camarillas; estaba destinado a fracasar.
V
¿Quiénes pues se robaron los textos sagrados de todas las religiones que antaño habían coexistido fraternal y pacíficamente en el Mediterráneo? ¿Quiénes despojaron de su esencia a toda escritura sagrada para convertirlas en trapos salpicados? ¿En qué momento los líderes de todas las religiones mutaron en verdugos? ¿Cuándo decidieron que había que violar el derecho ajeno a la libertad de credo para ejercer el propio? Líbano, antiguo maestro del ecumenismo, en su soledad sería acribillado por la espalda a manos de camarillas profesando fanatismo. ¿Sería verdad, como sostienen algunos, que potencias extranjeras como Estados Unidos, Irán, Arabia Saudita, Israel, Rusia y Siria, apadrinando a las oligarquías financieras locales, se han dedicado todas estas décadas a mover los hilos del terror?
VI
Regresando una vez más el año 1982, recuerdo aquel terrible día en que la detonación en Beirut me dejó imágenes indescriptibles que jamás he mostrado o comentado con nadie; recuerdo la profunda tristeza y desolación en los ojos de los ancianos palestinos refugiados, recuerdo la infinita gentileza y valentía de los libaneses que me hermanaron a ese pueblo maravilloso (cierto presidente mexicano aconsejó alguna vez que, “quien no tenga un amigo libanes, que se lo busque”). Recuerdo las uvas, el queso y el pan que comía de madrugada, los estudiantes libaneses en la Universidad Americana de Beirut que me compartían sus ilusiones, y las estoicas mujeres palestinas trabajando por el retorno a su tierra prometida.
Pero quizá lo que más conservo en la memoria del flagelado país mediterráneo son los, olivos, los cedros, los viñales, y, la bandera libanesa. Curiosamente, son pocas las banderas del mundo que contienen imágenes asociadas con la tierra. Es revelador que la enorme mayoría de banderas del mundo muestren imágenes abstractas. Pero la bandera libanesa (y sólo un puñado más en el mundo), rompe el molde.
VII
Un generoso árbol la adorna y la colma: el cedro exalta. No es el roble, ni el sicómoro, ni el olivo. Es el cedro el que nos habla, el cedro murmura dulcemente. Junto con sus mágicas coníferas, el nombre de Líbano ha perdurado por miles de años. Imposible no abundar sobre su significado; el cedro, de raíces, tronco y ramas robustas y magnánimas, invoca generosidad, fortaleza, belleza. Se trata de un árbol baluarte que navega libremente entre referencias bíblicas y referencias científicas.
Pero la posición de un cedro al centro de una bandera roja y blanca, y la rareza de una bandera con un icono de la naturaleza, intriga todavía más en esta nuestra era de colapso bio-climático: quizá los libaneses siempre entendieron que había que aferrarse a la tierra. Quizá siempre supieron que no debían cometer uno de los peores errores que la epistemología occidental ha cometido: segregarnos y apartarnos de la naturaleza.
Por eso es una gran tragedia que este país que siempre llevó un cedro en el alma no haya logrado la paz y se haya hundido en corrupción y pobreza. Pero no dudemos que estamos ante es un pueblo que sabe perdurar como sus bosques.
(A manera de epilogo, permítaseme una ocurrencia para la reconstrucción de Beirut: ¿se imaginan la conformación de brigadas nacionales e internacionales de voluntarios para para sembrar miles de cedros, y, para erigir en el puerto de Beirut una nueva Hagia Sofía rescatando el espíritu original de diálogo ecuménico, científico y cultural de aquella que nos ha cerrado sus puertas del otro lado del Mediterráneo?).