En Guadalajara, México, los cinco autores finalistas del Tercer Premio Bienal de Novela Vargas Llosa esperan el fallo del jurado. Sobre el escenario están, entre otros, el premio Nobel, Mario Vargas Llosa y el presidente del jurado, y Premio Cervantes de Literatura, Sergio Ramírez. Éste abre con lentitud el sobre que esconde el veredicto… En el teatro abarrotado se impone un silencio tenso. La acústica de esta sala modernísima es tan buena que, me temo, en ella podría oírse incluso la caída de una lágrima.
El finalista en una de estas bienales necesita armarse de valor. Los autores son, normalmente, peces de aguas íntimas y solitarias. Todos pasan largas temporadas empozados en sus estudios. Si escriben es porque, muchos de ellos, no pueden comunicarse bien de otra manera. Pero ahora estos cinco autores están expuestos y en vilo. Un millar de personas los rodea, y enfrente tienen al jurado que anunciará cuál de ellos recibirá el premio, con sus cien mil dólares y –lo que vale más– su prestigio.
El Premio Bienal Vargas Llosa es, hoy por hoy, el galardón más importante que puede ganar una novela publicada en español. Es similar al Booker Prize británico o al National Book Award para ficción, en los Estados Unidos. En esta tercera versión del premio concursaron más de cuatrocientas obras editadas en Hispanoamérica y en España. Examinada esa abundancia de ficciones, la fundación organizadora anunció una “lista larga” de diez novelas favoritas. Un mes más tarde, el jurado acortó esa lista, dejando sólo cinco novelas finalistas. Por último, los cinco autores de esas obras, junto a otros veinte escritores, fueron invitados a Guadalajara para participar en un festival literario, al término del cual se reveló la novela ganadora.
Durante los cuatro días de ese festival, los autores finalistas, así como los demás escritores, compartieron las mismas sesiones, comidas y fiestas. Sólo los miembros del jurado desaparecían diariamente durante largas horas. Encerrados en algún lugar secreto, debatían para dirimir el premio.
Con esa espera, esos preparativos y esta gala final, cualquiera se pondría nervioso. Con mayor razón, si ese “cualquiera” es un novelista. La imaginación de los novelistas, normalmente inflamada por el ejercicio constante de la fantasía (don y maldición de nuestro oficio), suele descontrolarse. Incluso yo, que participo en esta bienal sólo como testigo, me pongo nervioso y fantaseo. Se me ocurre que esta reunión de escritores y jurados, todos conviviendo en el mismo hotel, daría tema para una novela de crímenes.
Imagino una trama similar a Los diez indiecitos (And then there were none), de Agatha Christie. Durante los días previos al anuncio del fallo varios escritores concursantes mueren de maneras misteriosas. El primer día un finalista español cae desde la ventana de un quinto piso. Unos dicen que se suicidó debido a la ansiedad. Otros, que lo empujaron. La segunda noche una finalista argentina es aplastada por un riel de luces desprendido desde lo alto de un escenario. Un accidente, sin duda. No obstante, alguien asegura haber visto una sombra escapar entre bambalinas.
El miedo cunde (pero la ambición también). Algunos concursantes anuncian su intención de retirarse de esta “Bienal mortal” (así podría llamarse la novela). Sin embargo, las bases exigen que los finalistas asistan a la Bienal si quieren ganarla. Ninguno desea ser el primero en partir dejándole el premio a un rival. Sobre todo ahora, cuando esas muertes “accidentales” han reducido la competencia y aumentado las posibilidades de los sobrevivientes.
Atormentados por ese dilema, tironeados entre la salvación y la ambición, varios escritores recaen en su proverbial apego a la bebida. El tercer día un finalista mexicano sufre un coma etílico; o quizás alguien envenenó más su ya venenoso mezcal. El mexicano yace en su cuarto, agonizante. Está inconsciente pero aún presente, así que podría recibir el premio. A menos que alguien le de el golpe de gracia…
Los autores sobrevivientes comprenden que alguien los metió en la trama de una ficción perversa: incluso el que gane, perderá. El último sobreviviente sería el sospechoso más probable. Aunque, pensándolo mejor, el asesino también podría ser un miembro del jurado: esta eliminatoria criminal recuerda el modus operandi de varios críticos literarios.
Por fin, la lectura del veredicto del jurado me saca de esa novela de crímenes que imaginaba. El ganador de esta bienal verdadera es Rodrigo Blanco Calderón, de Venezuela. Con gran estilo e inteligencia su novela trata, entre otras cosas, de unos crímenes en serie.
La imaginación triunfa cuando se dispara. Entonces la fantasía se convierte en un arma cargada y peligrosa. Las buenas novelas siempre cometen un crimen (delicioso): asesinan a la realidad, al menos durante unas horas o unos días. Ese es el gran premio. Un premio invaluable cuyo ganador, al final, es el lector.