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Si por un milagro me salvaba del coronavirus igual me recluirían en un hospital siquiátrico debido a esta paranoia. El miedo al covid se convierte fácilmente en covidnoia: la otra pandemia.
Ahora sí me contagio, pensé. El gobierno había aplazado la vacunación de los sesentones como yo para dar preferencia a algunos profesores. La directiva de ese gremio puso esta condición para dar clases presenciales. Tras nueve meses confinado y cuando casi me tocaba el pinchazo salvador ahora debía esperar que pedagogos jóvenes se saltaran la fila para vacunarse. Y mientras tanto la tercera ola de la epidemia se convertía en tsunami.
Me devoraron unos presentimientos funestos: “con mi mala suerte, fijo que me contagio durante este aplazamiento”. Me veía hospitalizado, entubado, muerto. Si por un milagro me salvaba del coronavirus igual me recluirían en un hospital siquiátrico debido a esta paranoia. El miedo al covid se convierte fácilmente en covidnoia: la otra pandemia.
Al fin llegó el postergado día del pinchazo. Muy de mañana corrí a vacunarme. Llevaba guantes de látex, doble mascarilla y un escudo facial. ¡Un día más sin vacuna y habría terminado vistiéndome de hombre rana para salir a la calle! Paradoja pestífera: los cuidados obsesivos para evitar el coronavirus bajan nuestras defensas contra la paranoia.
El vacunatorio funcionaba en un gimnasio vecino al liceo de este pueblo. Adentro hacían fila unas cincuenta personas maduras (viejas, dejémonos de eufemismos). Otras tantas reposaban en las graderías. Practiqué un civismo casi obsoleto y me puse al final de la cola. Asombrado noté que tres veinteañeros me precedían. Quise creer que serían médicos o sicólogos flamantes deseosos de vacunarse para unirse a la “primera línea” en defensa de la salud nacional. Tentado estuve de aprovechar la espera para consultarles mi caso. Me desahogaría preguntándoles: ¿Qué es peor, el covid o la paranoia desatada por el covid?
No pude hacerlo. Un chillido escalofriante me paralizó. Era una viejita flaquísima que aulló cuando la pincharon. Alguien especuló que era sorda y que no graduaba bien el volumen de su voz. Otro supuso algo peor: algunos ancianos tienen la piel tan fina y tan poca carne que la aguja de una jeringa puede tocarles el hueso. Yo atribuí ese chillido a la covidnoia: la pobre anciana había escuchado tantos rumores siniestros sobre las vacunas que cuando la pincharon creyó que la asesinaban.
Por fin llegó mi turno. Confieso que cerré los ojos para no ver la hipodérmica. Pero la enfermera tenía dedos de hada. No sentí ningún pinchazo. Y esta misma delicadeza agudizó mis aprensiones. ¿Me habían vacunado realmente? ¿O sólo hicieron la mímica de inocularme? En las redes sociales algunos conspiranoicos afirman que la rápida vacunación chilena es puro ilusionismo.
Salí de ese gimnasio-vacunatorio, doblé una esquina y pasé frente a la puerta del liceo. En ella colgaba un aviso: la dirección pedía a los alumnos que no asistieran. “No habrá clases presenciales”. ¿Y entonces para qué postergaron mi vacuna? La realidad parecía empecinada en confirmar mis paranoias.
Sabemos bastante bien cómo se trasmite el covid. ¿Pero cómo se contagia la covidnoia? ¿Qué agentes la diseminan?
Los gobernantes indecisos entre el autoritarismo sanitario y el descuido populista trasmiten confusión. Esta confusión produce miedo. El fundamentalismo de algunos salubristas profesionales o improvisados expande esa infección de temor. Los comunicadores sensacionalistas propalan aquel miedo aliñándolo con sospechas y especulaciones. Entonces la covidnoia se desata. Y muchos otros la propagan: los higienistas aficionados, los líderes gremiales más infecciosos que infectólogos, los alcaldes que se declaran paladines de la salud pública cuando fracasan en la seguridad ciudadana.
A la postre casi todos acabamos contagiados por una desconfianza que se expande más rápido que el virus. Y no hay vacunas para esta covidnoia.