Hay estruendos causados por la naturaleza.
Como el de la erupción del volcán de la isla de Krakatoa, el más potente del que se tiene registro. El del terremoto de Managua en 1972 y su cruel manera de acabar con el silencio de la noche. El del volcán Casitas y la avalancha de lodo que se tragó a Posoltega. El del tsunami de Sumatra que no dejó piedra sobre piedra en las costas de Indonesia, Sri Lanka, India y Tailandia. El del huracán Katrina ahogando Nueva Orleans. El del hielo partiéndose y desprendiéndose en el Ártico. El de los truenos de una tormenta tropical cualquiera. El de dos agujeros negros colisionando. El de una supernova en plena explosión.
Hay estruendos causados por la humanidad.
Como el de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, o las que cayeron sobre las cabezas de los nicaragüenses durante la guerra de los 80 o las que hoy estallan en Siria volando en pedazos a hombres, mujeres y niños por igual. El de las enormes motosierras despalando la selva indefensa, los árboles inocentes. El de las plataformas de explotación petrolera, penetrando la tierra con violencia o hundiéndose hasta lo más profundo del mar. El de las armas nucleares. El de las balaceras entre carteles de droga. El del arma del suicida que solo dispara una vez.
Ya bien lo dijo Vallejo en «Los heraldos negros»: hay golpes en la vida tan fuertes, golpes como del odio de Dios y, de igual manera, hay ruidos ensordecedores en la vida, pero ninguno, te lo aseguro, como el que se escucha cuando un adorado ídolo cae de su alto pedestal. Cuando esa figura, vuelta añicos, queda despojada de su forma divina y pasa a ser simplemente un humano más.
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