La sensación de libertad le duró solo dos días a Carlos Silva Rodríguez. El 27 de febrero él fue uno de los cien reos políticos que salieron de la cárcel, para continuar presos dentro de sus casas. La noche anterior, no pudo dormir tranquilo. Les habían anunciado que un grupo “se iba”. Así, sin más. Cuando llegó a casa, esa mañana, Silva se creía “un hombre libre”. Pero 48 horas después le notificaron a su abogado que debía presentarse a las autoridades todos los 26 de cada mes. Y que continuaba preso en su propio hogar.
“No nos imaginamos que de verdad nos iríamos ese día”, dice Carlos, cuya musculatura de atleta se mantiene, a pesar de que en más de seis meses no ha comido bien y que no ha tocado un balón de baloncesto —una de sus actividades favoritas antes de ser un preso político—.
Carlos Silva fue condenado a cuatro años de prisión acusado de “derribar un árbol de la vida, hacer daños a la propiedad pública, exponer a personas al peligro y de robo con intimidación”. Lo tildaron de “tranquero” y de ser cabecilla de un «grupo delincuencial de la UNAN Managua”. Pero Silva asegura que su único “delito” fue manifestarse contra el régimen cívicamente “como todo ciudadano”, y haber subido una fotografía al lado de un “chayopalo” derribado. Esta foto, extraída por la Fiscalía de las redes sociales de Silva, ha sido una de las supuestas “pruebas” para inculparlo.
“Ellos inventaron la historia de que yo solo vivía en los tranques, cobrando veinte córdobas. Eso es falso. El hecho de que haya ido a marchas, que no me gustaba la injusticia en mi país no les da el derecho de levantarme esa calumnia, porque soy un hombre decente. Tenía 43 años de ser un ciudadano libre, no conocía la cárcel, nunca me había montado a una camioneta de la Policía y nadie me había demandado por nada”, manifiesta.
Mientras iba sentado en uno de los buses del Sistema Penitenciario que lo dejaría en casa, Silva Rodríguez temía que sus familiares continuarán esperándolo en los portones de “La Modelo”. La dictadura había permanecido hermética ante la noticia y el acto de “liberación” no fue bajo un debido proceso.
“Después que nos sacaron de las galeras nos llevaron a un auditorio donde nos hicieron los papeleos. Nos fijamos que el documento que nos daban era un documento sencillo donde nos estaban dando libertad, nosotros dijimos estamos libres”, asegura el reo.
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Casi 48 horas después recibió la noticia de que su estatus era “casa por cárcel”. También le llegó más vigilancia. Silva denuncia la presencia de patrullas frente a su casa, de hombres vestidos de civil que se pasean “misteriosamente” con un cuaderno en mano. “Por temor no quiero ni sacar la cara por la puerta. Tengo miedo de que digan que los provoqué, o que los amenacé”, cuenta.
“No crean que estoy feliz”
En la casa encontramos a Carlos Silva viendo un partido de fútbol. Mientras en el televisor tronaba la voz de un narrador deportivo, el excarcelado observaba los pases y las jugadas. Sentado, Silva lleva un pantalón flojo de algodón, unas sandalias Crocs y una camisola. Toda la indumentaria es azul: la misma vestimenta que usaba cuando estaba tras las rejas. “Es una forma de solidaridad”, dice, pero también porque no olvida los 187 días que pasó encarcelado.
“Es mi manera de protesta (vestir de azul), porque tienen que salir todos y nos tienen que cambiar la casa por cárcel”, exige. El traje es una réplica del que usaba en La Modelo. También cuenta que no ha olvidado lo que era el día a día en la cárcel, el sonido de los candados, la asfixiante oscuridad de las celdas, o cuando los hacían desnudarse.
“Cuando estoy bebiendo una gaseosa helada o cuando estoy almorzando siempre me acuerdo de ellos (los otros presos políticos) y me pongo triste porque hasta comprar hielo era difícil (en la cárcel). Lo hacíamos una vez a la quincena, y a los que no les mandaban compartíamos con ellos, había un ambiente de unidad. Pienso en ellos cada vez que puedo comer una cena caliente, o tomarme una gaseosa helada, y eso me pone triste”, asevera. En prisión, incluso ir al baño era “un privilegio” que muchos reos de conciencia no tienen.
La captura
El 26 de agosto Carlos Silva no finalizó su último juego de baloncesto. A mitad del partido fue sacado del parque Luis Alfonso Velásquez, en Managua, por un grupo de agentes de la Policía Nacional. Desde esa fecha, pasó 55 días en la Dirección de Auxilio Judicial —El Chipote—, donde su salud se deterioró. Sus familiares denunciaron que debido a la oscuridad reinante de las celdas presentaba problemas de visión.
Cuando estallaron las protestas de abril y el régimen asesinó a los primeros ciudadanos en las calles, este basquetbolista decidió manifestarse de forma pacífica. El acontecimiento que más lo marcó fue el asesinato de Álvaro Conrado Dávila, el 20 de abril, cuando el joven se había escapado de su casa para llevar agua a los manifestantes y una bala de francotirador le perforó la garganta.
Desde entonces Silva se sumaba a los “cacerolazos” y a los plantones que había en el barrio. Cuenta que esa era su única forma de protestar. Pero la dictadura lo ha procesado como el primer caso penal por derribar un “árbol de la vida”, los cuales a inicios de abril eran botados con frenesí por decenas de manifestantes que mostraban de esta manera su rechazo con la dictadura. El excarcelado niega dichas acusaciones. “No tienen derecho a hacerme esto. Me gustaría una justicia más divina que la terrenal. No tengo rencor, no quiero venganza. Voy a tratar de ser el mismo ciudadano de antes, aunque no soy el mismo”.