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Claribel Alegría: “El amor es lo principal de la vida”

«Para amarte
de nuevo
fue preciso morir»

Claribel Alegría logró el jueves el reencuentro tan largamente esperado. La poeta, voz potente de la literatura latinoamericana, falleció en su casa de Managua a los 93 años, tras una larga vida marcada por el amor a su esposo y la melancolía (“saudade”, la llamó) que le dejó su muerte hace 23 años. De aquella pérdida Alegría nunca se recuperó plenamente, aunque se refugió en la poesía, cuya composición parecía un compás de espera hasta lograr el reencuentro con el escritor y diplomático estadounidense Darwin J. Flakoll, su amado, su cómplice en la literatura, en su compromiso político, en su pasión por contar la historia de un país, Nicaragua, tan sacudido por fuerzas naturales y desastres políticos, cuya pasión revolucionaria la embriagó.

Cuando el sol comenzaba a perderse tras las colinas que rasgan el horizonte de Managua, Claribel Alegría salía a su jardín, ese pequeño pero espeso follaje lleno de flores, donde recibía a amigos, seguidores, algunas visitas impertinentes que se escabullían por su portal para verla, escucharla, conocer a esta mujer menuda, tan frágil como un ruiseñor, que contaba sus penas de amor, sus alegrías, sus viajes por el Asia que ella hacía ver mágica, como de cuento de hadas.

Uno de esos impertinentes fue quien firma este texto, quien se quedó maravillado por aquella historia de amor, rota por la también impertinente muerte que nunca perdona, pero que jamás se acabó, porque siguió viva, como una llama eterna, en la poesía de Alegría, en sus poemas de amor, dulces, agitados a veces, intensos en su reproche a la vida, desesperados ante la pérdida, abatidos por la soledad, por los recuerdos, pero siempre como un bálsamo que cura heridas del alma, las de ellas y las de otros, aquellos que también han vivido la pérdida del amor, pasajera o arrebatada por la muerte.


Le pregunté el día que le anunciaron que se le entregaba el Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía, si se había imaginado alguna vez que sus poemas habían servido para curar heridas de abandono, para declaraciones de amor, para alimentar las almas de gente enamorada. ¡Eso me encantaría!, me dijo, tras una explosión de risa, tan común en ella, que parecía siempre feliz. Y, como un guiño, me contó que una vez un nieto, un jovencito de 15 o 16 años, había regalado a su novia un poema de Alegría, diciéndole a la chica que lo había escrito él. La joven se enamoró, atrapada en la telaraña mágica que Alegría tejía con su poesía. “El amor es lo principal de la vida”, me dijo. “Tanto darlo como saberlo recibir, porque hay gente que no sabe recibir el amor, como que lo alejan. ¡Y no hay que hacer eso! Hay que acogerlo”, aconsejó.

Lo más conmovedor era la historia de amor con Bud, como de cariño llamaba a su esposo. Uno la escuchaba hablar de ese amor y se perdía en sus descripciones. El ver apagarse a su amado, el sufrimiento, ese acercamiento a un vacío, la impotencia, la soledad que la envolvía poco a poco, como un manto gris, adentrándose con los estertores del amado en la desesperación. Y luego la perdición y su salvación.  Todo eso lo contaba Alegría. Aquella narración del viaje que hizo a Asia para tratar de huir del dolor, visitando templos antiguos, paisajes mágicos, conociendo historias increíbles, era como el relato de una Scheherazade del trópico, que narraba con el impulso dulce de quien disfruta lo vivido. Cuando hablaba lo hacía también como si estuviera recitando uno de sus poemas de amor. Y quienes la escuchaban caían rendidos, como el sultán Shahriar, a espera de la siguiente historia.

Estás vivo en mi pecho
y sólo yo te siento.
Eres el alquimista
que transforma en poesía
nuestro llanto.

Esa nostalgia inmensa que alimentaba la poesía de Claribel Alegría, ese dolor que producía su canto hondo, cesó este jueves. Como una gaviota solitaria, como ella misma se cantaba, seguramente ha volado al reencuentro de aquel que vio partir hace 23 años. Nos deja a nosotros una enorme lección: amar, reír a pesar del dolor y vivir la vida plenamente, antes de que la muerte lo sorprenda a uno por la espalda. Cada tarde, cuando el ardor de Managua se apaciguaba un poquito, Claribel Alegría abría su casa, se servía un trago de ron y convidaba amigos, seguidores y otros visitantes impertinentes a compartir su jardín, sus licores y su historia de amor con Bud. “Dame tu mano, amor, no dejes que me hunda en la tristeza”. Así, tomados de la mano, estarán ya los amantes.