“A veces los delfines me parecen mucho más sensibles
que los seres humanos y más inteligentes”.
Luis Sepúlveda
Al referirnos “al fin del mundo”, podríamos hacerlo al menos desde dos inagotables connotaciones. Por un lado con respecto al tiempo, ¿cuándo?, para atender nuestra perenne inquietud del momento en el que llegará nuestro apocalíptico fin junto al lugar que habitamos y conocemos. Y por otro, a partir del espacio, ¿dónde?, para referirnos a sus límites o fronteras físicas. Ambas categorías, aceptadas ahora como relativas, tienen infinitas consideraciones que no podrán ser atendidas en la restricción del texto que pretende tan solo insinuarlo desde el título del artículo.
Puede ser que los límites estén vinculados a la imaginación, a otra dimensión ignorada de la existencia, consciente o inconsciente, tal y como, desde la ficción, el japonés Haruki Murakami narra en la novela surrealista El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (1985), en la que incursiona en las cavernas humanas de la imaginación, misteriosas y oscuras, capaces de crear una infinita cantidad de escenarios futuros, presentes y pasados, en donde el tiempo tiene múltiples direcciones.
Sin embargo, a pesar de la tentación por divagar, nos enfocaremos a lo más tangible –aunque parezca irreal o inexistente-, a lo que el escritor, periodista y cineasta chileno Luis Sepúlveda (1949), tituló Mundo del fin del mundo (1996), un relato en el que un joven de 14 años, a partir de las lecturas de Moby Dick (1851), aprovecha las vacaciones de verano y se embarca en un ballenero que lo lleva a los confines australes, en el extremo sur del continente americano, allá por la Tierra del Fuego.
La emblemática novela del escritor norteamericano Herman Melville (1819-1891), que se refería a la travesía de un barco en la obsesiva persecución y caza de las ballenas en el siglo XIX e incluyó numerosos relatos de la vida marinera, vuelve, en las postrimerías de la postmodernidad del siglo XX, en el texto de Sepúlveda, consecuencia de su afición apasionada por los viajes a lugares exóticos de la geografía.
Aquel adolescente salió de Santiago y viajó como ayudante de cocina en el barco ballenero Estrella del Sur, cruzó el Estrecho de Magallanes. Después abordó, como “radioescucha”, un barco pequeño, El Evangelista, de quince metros de eslora, vio los defines respondiendo a los gritos y silbidos con mayores saltos, a cientos de focas, elefantes marinos y pingüinos que ocupaban las rocas que bordeaba el mar.
Frente a las Islas Christmas, en esas aguas peligrosas por las corrientes y los traicioneros bloques de hielo, solían aparearse ballenas bobas. Un cachalote (como el de la historia de Moby Dick), fue alcanzado, por su fuerza se llevó los cien metros de cuerda y la frenada del animal estremeció al barco, al acercarse, le hundieron el arpón, comenzó a dar violentas sacudidas hasta que fue vencido, se tiñeron de sangre las piedras; las gaviotas y otros animales, sobrevolaban enloquecidas por el olor acercándose osadas hasta ser eliminadas por los marineros con una cuchillada en pleno vuelo.
Solo una parte del inmenso mamífero marino que posee el cerebro más grande que cualquier animal existente, fue salada y metida en barriles, el abundante resto quedó tirado en la playa en un panorama fantasmal de la Isla Londonderry. El espermaceti, el órgano que contiene aceite o cera blanquecina en su enorme cabeza, le permite generar sus rugidos y ajustar la flotabilidad, y el aceite de cachalote, extraído de la grasa corporal, fueron muy buscados durante los últimos tres siglos por la industria cosmética y para velas, jabones, aceites industriales, lubricantes y otros. La caza de ballenas redujo su población, convirtiendo al hombre en su principal amenaza, hasta que, ante el peligro de extinción, su pesca fue prohibida, es una de las especies protegidas en casi todo el mundo.
Varias décadas después, regresó a los confines del mundo. La noticia que el barco factoría Nishin Maru, de bandera japonesa, reportó la pérdida de dieciocho tripulantes en aguas magallánicas, fue censurada por las autoridades chilenas. Una joven corresponsal chilena en la zona, Sarita Díaz, había pasado el mensaje, misteriosamente la joven fue intimidada y golpeada. ¿Qué escondía la historia? Al barco ballenero el gobierno de Chile le concedió licencia anual para cazar cincuenta ballenas azules, con fines científicos, violando la moratoria impuesta.
Nadie evitaba las matanzas de las especies animales en extinción. Durante las últimas décadas del siglo XX, rusos, noruegos, islandeses, japoneses, practicaron la caza indiscriminada. ¿Cuántos sobornos deben pagar, cuantas arbitrariedades públicas y privadas ocurren en la gran industria de la destrucción?
El mismo joven, ahora adulto, laborando en Europa producto del exilio que lo sacó de su origen, regresó a averiguar el asunto, según su oficio de corresponsal e interesado en el medio ambiente, vinculado con Greenpeace ¿Qué sucedió con el Nishin Maru? Un viejo, descendiente de un danés y una de las habitantes originarias, quizás una de las sobrevivientes al exterminio, le recordó: “estamos en territorio de brujos, leyendas y barcos fantasmas”.
Afirmó: “chocó contra el mar”. El infierno está tan cerca del hombre. Vio de lejos, desde su lancha, llegar al barco a una ensenada donde se refugiaban varios grupos de ballenas, comenzaron a ametrallar a las que se atrevían a acudir curiosas ante los reflectores. Los japoneses subían al barco las numerosas ballenas muertas, “he llegado al final de un largo viaje. Ya no me quedaban infamias por ver”.
Entonces ocurrió una llamada del mar que estremeció el tímpano humano, una multitud de ballenas y delfines, treinta, cincuenta o más de cien, nadaron veloces hacia la costa y estrellaron sus cabezas contra el barco, muchas murieron, y sin importarles, continuaron hasta inutilizar la nave y derribar a la tripulación. Solo quedaron los restos de la batalla de aquella historia increíble.
Estamos en los confines del mundo, el mundo ha comenzado a acabarse. Con cada especie que desaparece, el mundo se extingue: en el bosque que se despale, las aguas que se contaminan, los ríos que se secan, el hielo de los témpanos y las cumbres se derrite, no sólo por el ciclo natural, sino por la incidencia acelerada de la “inteligencia humana”, los animales no encuentran espacio para subsistir, la violencia daña la Tierra y contamina la sociedad… Hay menos abejas, los garrobos que llegaban al patio y subían a los árboles, desde hace algún tiempo se ausentaron, los pájaros que abundaban y con su piar adornaban cada mañana, son más escasos.
Con su extinción, siento que me extingo.
El ser humano destruye a los otros, a los de su especie y a los de otras, y no se percata que, al hacerlo, cava el hoyo de su propia extinción. El fin del mundo ya comenzó, es asunto del tiempo que pasa pronto o ¿ya pasó?