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¿Cuál es la ruta?

Carlos Herrera | Niú.

Lo que ocurre en Nicaragua desde abril 2018 es, para este ciudadano, uno de esos procesos misteriosos de la conciencia, como el dormir, el despertar, el pasar, de la infancia en que poco se recuerda, a una pubertad en la que todo nos parece digno de grabarse para siempre en la memoria.

Algo así, experimentado de la misma manera, sin manual de instrucciones.

Y como todas esas experiencias humanas individuales, la de la sociedad nicaragüense actual está abrumada de incertezas, plagada de angustias, pero llena a reventar de esperanza.  Sentimos, intuimos, como intuye un alma joven, que hay mucho por pasar, y debemos vivirlo. Sabemos que nos aguarda un buen puerto, y sin saber cuál es el camino nos lanzamos en su busca.  Vamos llenos de dudas, pero sin poder ni querer detenernos.

Quizás por eso la palabra “ruta” se ha colado en la conversación social por todos lados, en ambos lados del conflicto.  El pueblo ha dado una respuesta clara, típicamente jocosa y procaz, para la pregunta “¿cuál es la ruta?”.  Los dialogantes del establishment, al servicio de los poderes viejos, pasaron días, según ellos, acordando una “hoja de ruta” para las negociaciones.

Tras el fracaso de estas (su segundo intento de diseñar una salida conveniente a la crisis) la pregunta pasa a ser más que el blanco fácil del libérrimo sarcasmo popular.  Porque en estos momentos empieza a disiparse el espejismo con el que los poderosos intentaban, no solo tapar el camino que construían en secreto, sino las huellas de su recorrido hasta la tragedia actual.

Es un momento apto, con el desierto delante, y detrás de él la tierra prometida, de preguntarnos qué hacer para llegar, tan pronto como sea posible, y al menor costo.

¿Qué hacer?

Reitero, de entrada, que no creo ni en mesías ni en mesianismo políticos, en ungidos que conocen con precisión los pasos necesarios.  La historia no es predecible en tal detalle; la recorremos a media luz, y nos guía en gran parte la intuición.  Sí, creo en el ilimitado ingenio de los pueblos en lucha, en el poder de la necesidad, y en el impulso imperecedero de la libertad.  Por eso estoy convencido que los nicaragüenses democráticos van a ir, por prueba y error, encontrando la ruta.  Yo, como uno más que busca, dejo aquí mi contribución en medio de la cacofonía hermosa de la discusión democrática—el único diálogo en que creo de corazón.

Esbozo de mapa

Lo primero que hace falta es reconocer que la salida negociada que desean los empresarios y sus aliados de la Alianza es un espejismo.  Y ha sido puesto ahí por la dictadura, y es una trampa.  No permitamos que se insista en él.  La evidencia es abrumadora: la única negociación con Ortega y Murillo que serviría de algo al país sería una en que la dictadura aceptara rendición como alternativa a exterminio.  Pero una negociación de esa naturaleza no puede darse a menos que el pueblo retome la ofensiva, reactive la protesta en múltiples formas, y arrincone a la dictadura.  Estuvo cerca en abril, y perdió la batalla en plena victoria, por decirlo así, cuando los viejos políticos hicieron del diálogo el centro de la lucha, se pusieron a sí mismos en el centro del espectáculo, y se sentaron a conversar con Ortega sin condiciones.  Después ocurrió lo que ya todos sabemos: una pausa fatídica seguida por la represión implacable del régimen que aprovechó para aniquilar a la gente en los tranques, sin que los poderosos hicieran nada por defenderlos.

No debe cometerse el mismo error.  Es esencial estar claro del papel secundario, subordinado, y probablemente notarial, de la negociación con Ortega y Murillo. Lo que cuenta es la correlación de fuerzas, y esa no se crea en una mesa de diálogo.  ¿Cómo volverla favorable a los ciudadanos demócratas?

La cuerda de tres hilos

Una cuerda así–dice el texto bíblico–no se rompe fácilmente. Estos son, a mi entender, nuestros tres hilos:

1. El internacional: sanciones, divulgación de los crímenes, e invalidación de la deuda orteguista.

El régimen no puede sobrevivir por mucho tiempo en aislamiento financiero.  Sin recursos, el vacío de legitimidad del orteguismo lo arrastra al colapso.  No tienen de su lado los principios, ni la moral.  La experiencia humana sugiere que poco a poco irán surgiendo “arrepentidos” que calladamente dejarán el uniforme y se irán a sus casas.  Siempre quedarán los fanáticos de última línea, pero esos siempre son pocos, y al final se volverán estorbo, carga y prisión para Ortega mismo.

Por eso el régimen ha reclamado–¡qué cáscara!, dice la gente—que los opositores gestionen el fin de “las sanciones al pueblo de Nicaragua” como condición para soltar algunos de sus rehenes, ni siquiera todos.

Evidentemente las sanciones dañan la economía en general, pero en la tercia cruel impuesta por la dictadura son esenciales.  No queda más remedio. No hay que permitir que los empresarios y sus aliados intenten detener a las organizaciones de la comunidad internacional que han puesto un plazo a Ortega.  Más bien hay que presionar, desde Nicaragua, y también a través del esfuerzo de los nicaragüenses de la diáspora, para que caiga el mazo de una vez.

También hay que intensificar la campaña internacional contra el régimen, que fue debilitada por el diálogo.  En esto la diáspora trabaja incesantemente.  En su momento, dicha campaña puede ayudar a que se haga justicia por el genocidio orteguista, a que los culpables no tengan escapatoria ni escondite.

Como parte de la campaña internacional, quienes representen a los nicaragüenses en lucha deben dejar claro que todas las deudas contraídas por el gobierno de Nicaragua desde abril a la fecha son ilegítimas, y que todas aquellas relacionadas con lavado de dinero y fraudes asociados a la cooperación venezolana serán también desconocidas.

2. Organización para el derrocamiento de la dictadura.

Es verdad: no sabemos cómo será el último acto en el drama de salida de la dictadura.  Bien podría ser en una mesa de negociaciones.  Pero para que se llegue hasta allá, es necesario arrinconarlos.  Y para arrinconarlos, el propósito de la lucha no puede ser dialogar, sino derrocar.  La experiencia traumática de discontinuidad que nos dejó el fracaso de la llamada revolución sandinista hace que entre nosotros muchos teman esa consigna. Otros la piensan irrealista.

Pero no hay que temerla.  Por supuesto que derrocar a la dictadura nos deja con la responsabilidad de manejar el cambio con mucha sensatez, para evitar que la avalancha nos lleve al caos o a una nueva forma de autoritarismo.  Afortunadamente, creo que vamos madurando; he visto desde abril ejemplo tras ejemplo de que la mayoría de los nicaragüenses se oponen al autoritarismo, y pueden actuar cívicamente.

Tampoco es una meta irrealista, inalcanzable.  El de Ortega-Murillo es un reinado podrido, cansado, sin futuro, decrépito, con tintes de ridiculez.  Caerá.  Matan, pero cada vez se les hace difícil gobernar.  Si se les hace imposible—cuando los nicaragüenses se lo hagan imposible– será su fin, como es en todos los casos, sin excepción.  Y entonces veremos hacia atrás y nos diremos: “parecían tan fuertes, y ya ves…”

¿Cómo organizarnos?

Ya existen numerosos grupos, e incluso una aglutinación que debe dinamizarse, porque incluye muchas asociaciones de ciudadanos democráticos autoconvocados: la Unidad Nacional Azul y Blanco.

Ante el posible colapso de la Alianza –un grupo cuya existencia misma está irremisiblemente atada a la del diálogo que se tambalea, y que no debería darse en las presentes condiciones—la UNAB tiene ante sí la posibilidad de convertirse en cabeza de la lucha democrática.  Para que lo sean, y lo sean con eficiencia, yo consideraría lo siguiente:

3. Desobediencia civil.

Como pueblo, resistimos el llamado atávico de la lucha armada porque queremos evitar al máximo el sufrimiento de los nuestros.  Tampoco queremos que, de ganar, gane ningún grupo armado en nombre nuestro.  De tal desastre, líbranos Señor…

Pero la guerra no es inevitable.  Nuestra historia indica que probablemente vendrá de nuevo si no se logra democratizar el país por medios cívicos.  De ahí la urgencia de buscar formas efectivas de resistencia.

Desafortunadamente, por más que las busquemos, la verdad trágica impuesta al pueblo por la tiranía es que es muy improbable que lleguemos a la meta de la paz democrática sin más sufrimiento. La lucha contra un gobierno asesino es siempre de alto riesgo. Otro crimen de Ortega, Murillo y sus secuaces: hacer escoger a la gente entre esclavitud y represión.  Deben pagar.

Por lo pronto, la lucha cívica que contra toda probabilidad y pronóstico encabezan los líderes encarcelados, debe reactivarse poco a poco.  No puedo yo, ni creo que nadie pueda, dar la fórmula mágica, ni juzgar cuánto sacrificio es necesario en cada momento, hasta que en un crescendo de protesta la ola vuelva a subir.  Me limito aquí a reportar lo que ya hacen algunos, especialmente entre la juventud valiente que dentro del país mantiene la llama de la rebeldía ardiendo intensamente, preparando el incendio deseado:

Pronto, con mayor organización, el pueblo sabrá aprovechar cualquier resquicio que se abra.  Y se abrirá, porque ningún gobierno puede reprimir como lo hace el orteguismo hoy, durante 24 horas al día, 7 días a la semana, el mes entero, año tras año.  Están envejecidos, decrépitos, desangrándose. Ellos no parecen saberlo, pero nosotros somos el gato, ellos el ratón que muere lentamente.

La sabia decisión del pueblo de recurrir a la resistencia pacífica les hará más difícil encontrar un blanco sencillo para sus balas.  Para eso también nos servirá el espíritu democrático de la rebelión, sin precedentes en nuestra historia.  Por primera vez, no vamos, ni detrás de un caudillo, ni detrás de un partido, ni detrás de una utopía: sencillamente queremos lo que todo ciudadano merece: Libertad, Democracia, Justicia.