Catalina y Héctor, madre e hijo, fueron brutalmente asesinados en una comunidad rural de Quilalí ¿Por qué alguien iba a asesinarlos? Habitantes de la zona viven con miedo.
La paz que alguna vez recorrió los senderos rurales de la comunidad Linda Vista del Socorro, en Quilalí, ya no existe. Las mujeres caminan de prisa y asustadas por las angostas carreteras sin asfaltar, cargando la ropa que vienen de lavar en los ríos. Los niños miran con desconfianza a los extraños que se acercan y los mayores los abrazan en un gesto de protección. El temor recorre la zona como un fantasma, al que todos sienten, aunque nadie ve.
Hace cuatro meses, el 20 de mayo, una mujer común, una campesina sencilla de 34 años, llamada Catalina Jeanet García Navarrete y su hijo Héctor Josué Calero García, de siete años, fueron brutalmente asesinados.
Catalina fue estrangulada y apuñalada numerosas veces. Héctor Josué, asfixiado y torturado. Sus cuerpos fueron encontrados seis días después del hecho, tirados en un saco rojo junto a un arroyo.
Para mantener a sus cuatro hijos, Catalina se dedicaba a lavar ropa, cortar café y ayudar en labores domésticas en fincas aledañas. “¿Por qué alguien iba a asesinarla?”, se preguntan tanto familiares, como vecinos de la zona.
“Yo quisiera que me digan que quién inventó eso de mandar a matar a mi prima, porque nosotros tenemos miedo. Yo en la casa no duermo porque me da miedo. Yo pasaba por el mismo camino que ella pasaba. Somos gente pobre, caminamos buscando la vida. Ella era una mujer humilde, campesina ella, no se metía con nadie. Si es que la han mandado a matar, yo quisiera saber por qué”, expresa Doribell Navarrete, su prima.
La vida de Catalina siempre estuvo marcada por la violencia que los hombres ejercieron en ella. Fue violada a los 14 años por un hermano de crianza “que se volvió loco”. Así nació su primera hija. Luego tuvo dos parejas, con cada uno procreó un hijo. Ninguno de los padres se hizo cargo o estuvo interesado en ayudar a solventar los gastos de los niños.
A los 26 años, y con tres hijos (dos niñas y un niño), Catalina conoció a José Evaristo Calero, el padre de su último hijo, Héctor. La relación era tóxica y violenta, según relata Amada Navarrete, madre de Catalina.
Vivían a unos 200 metros de la casa de Amada, que se encuentra en una especie de valle, en medio de varias montañas. Durante el invierno la zona se convierte en un lodazal inmenso donde florecen árboles frutales y plantas de café. Usualmente la zona es silenciosa y solo se escuchan ruidos propios de la selva.
Sin embargo, cuando José Evaristo llegaba a casa, después de tomar alcohol, se oían sus gritos que resonaban en el pequeño valle.
“Cuando estaba con ese hombre ella ni aquí venía porque la golpeaba, le daba una tremenda vida, la ‘pimporreaba’”, expresa Amada, una mujer pequeña y de rostro apacible.
La relación alcanzó su punto más alto de violencia, cuando José Evaristo violó a la segunda hija de Catalina, quien en ese momento tenía 14 años. La niña quedó embarazada y aunque la familia tuvo miedo de denunciarlo, una vecina contó el caso a la policía.
Él fue condenado por abuso sexual a menores y se encuentra preso en el penitenciario de Ocotal, cabecera departamental de Nueva Segovia.
Catalina se mantuvo fuerte, a pesar de todos los golpes que la vida le daba. Cuando José Evaristo se fue de su vida, ella parecía tomar un mejor rumbo. Aunque trabajaba incansablemente para mantener a sus hijos, y a su nieta (la niña que nació producto de la violación de su expareja) se había acercado nuevamente a sus padres y hermanos. Departía con ellos, cocinaban juntos e iban a la iglesia.
“Ella salía a todos lados, a lavar para ganarse la vida. Trabajaba arrancando frijoles, hacia todo para sobrevivir y ayudarme. Cuando a él (José Evaristo) lo echaron preso, a la niña se la llevaron para un albergue en Ocotal, cuando regresó me la entregaron a mí, pero ella (Catalina) venía a lavar para que yo no hiciera nada, venía a hacerle todo a la ‘chigüincita’”, cuenta la campesina.
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El sábado 20 de mayo, Catalina y Héctor salieron muy temprano de su casa hacia la comunidad La Palanca, a unas dos horas a pie desde su hogar. Iban a visitar a Esmeralda Caballero para entregarle unas rosquillas que Amada, había preparado el día anterior. Catalina quería llevarlas como un gesto de afecto a Esmeralda, quien la contrataba para lavar ropa.
“Yo me había ido para el pueblo tres días antes, había traído una media (libra) de harina y una cinco libras de cuajada, y le dije vamos a hacer unas rosquillitas. Estuvimos alegres. Ella me dijo que quería ir al día siguiente donde doña Esmeralda a dejarles una rosquillitas”, recuerda Amada.
A pesar de no estar muy convencida de que su hija y nieto emprendieran ese viaje, esa noche Amada aceptó y entregó una bolsa con los alimentos. Les recordó que el clima podría estar lluvioso y que salieran temprano para que pudieran volver antes del anochecer.
En la madrugada, Amada vio a Héctor por última vez, cuando el niño bajó a su vivienda a llevar comida a sus hermanas mayores.
Ese sábado llovió, y Catalina y Héctor no regresaron. Tampoco lo hicieron los días que siguieron.
“Yo comencé a sentir temor y angustia en mi vida. El domingo mandé a comprar una recarga y comenzamos marque, marque. ´Grabe su mensaje´, ´Grabe su mensaje´, eso es lo que salía. El lunes, igual, y el martes, el miércoles, ya salía el mensaje de: ´este chip no está disponible´”, relata Amada.
Seis días después la alerta estaba por todo el pueblo. Mientras Amada se dirigía a la iglesia evangélica a rezar, una amiga se le acercó a darle la primera pista sobre el paradero de su hija:
“Doña Amadita, no se da cuenta que mataron una mujer en La Palanca, con un niño. En ese momento, yo sentí que era mi criatura y pasé la noche angustiada”, dijo Amada.
Muy temprano al siguiente día, el sábado 27, un vecino bajó hasta la casa de Amada a avisarle que los policías la andaban buscando, no dijeron para qué la requerían, pero pidieron que llevara su cédula y la de su hija Catalina.
“Me llevaron al punto, ahí estaba todita la autoridad, y yo inocente, llegamos cerquita, y ahí fue donde me preguntaron cómo era la ropa que andaba mi hija, yo les dije que no sabía, luego me preguntaron por el niño y me dicen: anda con unas botitas y medias azules. Hasta ese momento pude saber que era mi hijita”, dice Amada, entre sollozos.
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De acuerdo a la información que la Policía Nacional brindó a medios oficiales, los presuntos responsables del crimen contra Catalina y Héctor son: Nedic Yadiel Cruz López, de 39 años; Pedro Joaquín González Cruz, de 40; Santos Meza Duarte, alias «Cara de vaca», de 36; y José Santos Peralta Rivera.
Ellos interceptaron a madre e hijo desde la mañana, cerca de la comunidad La Palanca, con la intención de abusar sexualmente de ellos y robarles. Según el relato de la Fiscalía, los mantuvieron en la casa de Nedic Cruz retenidos por varias horas hasta que finalmente los golpearon y les propinaron varios machetazos hasta causarles la muerte. Luego metieron sus cuerpos en un saco, y fue hasta dos días después que los tiraron en el arroyo.
“Los cuerpos estaban envueltos en un plástico. Estaban el niño y ella, estaban como abrazados, después los movieron y vimos que estaban en avanzado estado de descomposición”, relata Santos García, hermano de Catalina.
En la audiencia inicial ocurrida a principios de junio, la Fiscalía indicó que los hombres serían procesados por asesinato y violación en grado de tentativa, pues tanto Catalina como Héctor fueron despojados de su ropa interior. El juicio empezó el dos de agosto y ninguno de los presuntos asesinos ha confesado el crimen.
La madre de Catalina, explicó que uno de los hombres acusados de asesinar a su hija y nieto, era un conocido de la familia: Nedic Yadiel Cruz López, es esposo de la hija mayor de José Evaristo Calero, la expareja de Catalina y padre de su hijo, quien se encuentra preso por violar a una de las niñas de la víctima. Esa es la única conexión que existe entre ellos.
Sin embargo, la familia desvincula a José Evaristo del crimen y aseguran que Nedic era conocido por su afición a las drogas.
“Yo no puedo decir lo que yo no he visto, él (José Evaristo) le daba maltrato, porque él era ‘bolo’ y después me le violó la ‘chigüincita’. Nosotros decimos que él no tiene que ver porque le mataron hasta el niño a él”, expresa Amada.
Los hermanos de Catalina y sus padres, esperan que las autoridades castiguen a los culpables. Aseguran que no comprenden mucho de los términos legales, pero que abogan por que la Fiscalía les de la máxima pena a todos los implicados.
“Yo como hermano lo que exijo es que se haga justicia, que las leyes se cumplan, que eso no vaya a quedar impune, que no vaya a quedar eso tapado o callado, que no haya abogado para defender a un asesino”, manifiesta Santos.
El defensor de Derechos Humanos del Instituto de Liderazgo de las Segovias, Fleder Flores, acompañó a la familia desde la audiencia inicial.
“Lo que pude observar dentro de la audiencia, era que los acusados estaban con una frialdad total, como si no habían cometido ningún delito, aun teniendo enfrente a la mamá de la muchacha, ellos no mostraban ningún temor de nada”, indica Flores.
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La casa donde vivía Catalina junto a sus dos hijos menores yace en ruinas. La pequeña edificación de taquezal luce sin techo, y ya la vegetación alrededor empieza a entrar en lo que queda de las paredes. Sus familiares la destruyeron por miedo a que alguien intentara ingresar a la vivienda y hacer algo con las pertenencias de ella.
El hogar de Catalina estaba al borde de una bajada monumental y al final del camino se ubica la casa de sus padres, lugar donde ahora se refugian los tres hijos que dejó la mujer.
Después del hecho, la familia García Navarrete intenta orar todos los días para calmar su dolor. En la pequeña casa de tablas de madera al fondo del abismo, Amada, sus hijos y nietos se reúnen en una improvisada sala. Las hijas de Catalina, una de 20 y la otra de 15, abrazan a sus respectivos bebés, e intentan calmarlos mientras lloran. La más pequeña, abraza a su pequeña hija y la amamanta. El niño de nueve años abraza a su abuela, y se esconde en su regazo para no mostrar sus lágrimas.
Cuando terminan, Amada sale al patio y se toma un tiempo para llorar a solas.
“Mis nietos quedan motos los pobrecitos, huérfanos de su madre, pero amparados por mí, mientras yo viva yo les voy a dar el calor de su madrecita”, dice la mujer, mientras seca una lagrima que recorre su mejilla.
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La reunión de la comunidad educativa de la escuela primaria de la comunidad Linda Vista del Socorro, en Quilalí, es una práctica común que los únicos dos maestros de la zona, han instaurado para involucrar a los padres y madres de sus alumnos en la educación de los niños.
Hoy, sin embargo, los rostros de los asistentes lucen tensos y conflictuados. Los padres y madres no hacen más que hablar del miedo y la zozobra con la que conviven. Muchas madres lloran recordando el hecho que conmocionó a su pequeña comunidad rural: la muerte de Catalina, quien participaba en todos los eventos de la vida escolar.
Catalina tenía 34 años y su hijo Héctor siete. Dejaron su casa el 20 de mayo y no regresaron jamás.
Everle Salgado, habitante de la comunidad El Naranjo y madre de familia de la escuela, expresó que sus hijas salen con miedo de casa, y lloran al recordar a su compañero de clases.
“El día que hallaron a ese niño, dice mi niña, mama yo siento miedo, me da miedo porque yo soy niña. Ella (Catalina) era una madre de aquí, todas le teníamos cariño, ella venía a las reuniones. Es duro, es triste, nunca había visto eso yo”, dijo Everle.
Los maestros intentan calmar a los padres y tranquilizar a sus estudiantes, pero en el campo la paz se ha roto. Según Marta Espinoza, profesora de preescolar, primero, segundo y tercer grado, el 50 por ciento de sus estudiantes no ha asistido a clases después de los asesinatos.
“Ellos no vienen por temor, ahorita tengo una asistencia de apenas seis estudiantes, tenía 12, me quedaron 11 niños, 12 eran con Héctor. Un niño dice: ´el niño (Héctor) se va a aplazar porque ya no va a venir a clase y su hermanito que está en tercer grado viene afligido´”, relata Marta.
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*Patricia Martínez, psicóloga especialista en casos de violencia
Para Patricia Martínez, psicóloga de la Fundación para la Promoción y Desarrollo de las Mujeres y la Niñez (Fundemuni), el caso de Catalina García y su hijo Héctor, refleja la violencia con la que conviven las mujeres en el campo.
A juicio de la especialista, que está dando acompañamiento a la familia, es necesario que sea tipificado como femicidio y no como asesinato, pues aunque los acusados no tenían relación con la víctima, la manera en que realizaron el crimen refleja las condiciones desiguales en las que conviven hombres y mujeres en la zona rural.
“Es toda la caracterización es de un femicidio: hay intento de violación, hay asesinato y hay saña. Si seguimos invisibilizando esas muertes de mujeres, se queda como un asesinato más y no se analizan las situaciones que tienen que ver con la vulnerabilidad de las mujeres”, indicó.
Para la especialista, las condiciones en que viven las mujeres de comunidades alejadas al casco urbano, las ponen en mayor riesgo. Muchas deben caminar largas distancias para realizar sus labores cotidianas, como lavar ropa o recoger leña para los fogones. Un femicidio atroz, como el de Catalina, pone en peligro también a todas las mujeres que salen de sus casas.
“Hay un mensaje imaginario que sigue siendo de inseguridad para las mujeres, no pueden hacer una vida pública, hay un mensaje de mantenerse en lo privado, hay una naturalización de lo que está pasando con la vida de las mujeres”, expresó la experta.
La manera en que se relacionan hombres y mujeres, también es una señal de alerta, plantea Patricia, pues sobre todo en estas zonas, la cultura demanda que el hombre decida sobre la vida de la familia y a las mujeres les da el papel de obedecer.
Sin embargo, también en muchos casos, son las madres las que se convierten en el sostén de la familia, y deben trabajar, además de dedicarse a la crianza de los hijos.
Patricia, quien se ha entrevistado con la familia periódicamente para acompañar el proceso de sanación, asegura que el sentimiento de tristeza y miedo sobrepasa el ámbito familiar.
“En esta familia hay mucho miedo con lo que ha pasado, hay desesperanza, se sienten aislados, a pesar que han recibido apoyo de la comunidad, de los maestros, de la escuela. Pero el duelo, es un duelo general, se siente en el ambiente”, lamentó.
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