Perfiles
Víctimas de la represión gubernamental narran los maltratos aplicados por fuerzas policiales y paramilitares.
La represión del régimen de Daniel Ortega, además de centenares de muertos, también ha dejado innumerables casos de secuestros, desapariciones y torturas en la peor matanza y persecución política en la historia de Nicaragua en tiempos de paz. Los testimonios de Ricardo Gutiérrez, Xavier Mojica y «Karla», proyectan un claro ejemplo de la dimensión de las violaciones a los derechos humanos y la vulnerabilidad de toda la población que vive en la zozobra y en un estado de indefensión desde el 18 de abril.
En los sótanos de «El Chipote»
A “Karla” la secuestraron paramilitares del régimen de Daniel Ortega, la trasladaron a los temibles sótanos de El Chipote donde la golpearon a puños, la amenazaban de muerte y abusaron sexualmente de ella. Su delito fue participar en algunos plantones de la rebelión ciudadana.
El día que empezó su calvario, las huestes del partido de gobierno irrumpieron en su casa mientras la Policía Nacional custodiaba el perímetro para llevársela. Cuando la trasladaban en un vehículo hacia la estación policial más cercana, ella esperaba lo peor, incluso, estaba resignada a que la mataran, “había aceptado todo lo que me podía pasar”, afirma. De seguido la llevaron a la Dirección de Auxilio Judicial, mejor conocida como “El Chipote”. Le pusieron un pasamontaña al revés, desde entonces no volvió a ver la luz durante 24 horas.
“Solo sé que subí y bajé un montón de escaleras, me llevaron a un lugar y me dijeron que me sacara la ropa. Me tuvieron desnuda, esposada, encapuchada en un cuarto”, relata.
Después la ingresaron a un interrogatorio con una agente oficial, y cuatro encapuchados que la escoltaban. Cada vez que la interrogaban le pedían que se desnudara e hiciera sentadillas. Los policías enredaban en sus puños unas tiras de esponjas y comenzaban a golpearla. “Karla” asegura que lo hicieron ocho veces durante un día y medio.
Cada vez que la llamaban, las preguntas eran las mismas: “¿Quién te paga?» «¿Quién le paga a la gente que va a los plantones?» «¿Dónde están las armas?». Su silencio enfurecía a los agentes que permanecían encapuchados y sin placa policial.
La amenazaron con matarle a su familia, y le adjudicaron delitos de posesión ilegal de armas, posesión de armas artesanales, de municiones, tráfico de influencia, terrorismo, exposición de personas al peligro, alteración al orden público, quemas de instituciones públicas y homicidios.
“Me dijeron: te vamos a sumar 120 años de condena con los delitos que has cometido», recuerdo. Entonces, les respondió: Ustedes no tienen pruebas. A lo que ellos contestaron que si no tenían pruebas ellos las inventaban y que no les interesaba convencerme a mí, sino al juez.
Después de cada interrogatorio la mandaban a “reflexionar” a una celda aislada sin la mitad de techo, expuesta a la lluvia de aquella noche, sin darle comida ni agua, y con las marcas de los golpes que desvanecían sus fuerzas sobre el putrefacto y húmedo suelo.
“Ustedes dicen que tienen pruebas en contra de mi, entonces condénenme, ábranme un proceso y ya está, para qué voy hablar y pierden el tiempo en interrogatorios si tienen pruebas a como dicen ustedes”, asegura que fueron sus respuestas.
Esa noche, antes que abusaran de ella, “no soportaba el frío y un dolor de cabeza”. Después de escuchar que estaban ingresando a más gente en la cárcel pasó un policía por su celda y le preguntó si estaba hambrienta a lo que él mismo respondió: “si tenés hambre comé mierda, y si tenés sed, tomá agua de lluvia”.
Poco después escuchó a su abusador aproximarse. “Karla” estuvo todo ese tiempo encapuchada y solo se enteraba que los agentes se acercaban por el ruido que producían los manojos de llaves que cargaban.
“Ajá perra, hablá, ¿quién te paga?”, le dijo con tono amenazante.
La amenazó con matarla, “y me dijo: O te dejás coger o te turqueo,” a lo que ella respondió: “¿vos crees que tengo opción?” lamenta.
Después la llamaron a otro interrogatorio.
“¿Te sentís que estás como en tu casa?”, preguntó la oficial.
“Si, todo tranquilo. Yo dándomela de la fuerte, y en eso escucho gritos terribles de una mujer. Eran gritos de dolor, pidiendo ayuda, se me pusieron los ojos llorosos, me sentía mal”, relata Karla.
“Ajá hijueputa, agradecé que estás aquí y no estás allá, pero si querés estar allá, te meto allá”, recuerda que le dijo.
Hasta ese momento, Karla llevaba más de 14 horas sin consumir alimentos ni agua, sometida a golpizas y obligada a hacer sentadillas desnuda en el imperante frío que congelaba sus huesos. Al medio día siguiente, la trasladaron a otras celdas comunes, le quitaron el pasamontaña y logró escuchar a otros detenidos con los que también habló desde el otro lado de la pared; uno de ellos le dio una pastilla para el dolor de cabeza.
Después la sacaron para tomarle sus huellas y fotos, y obligarla a firmar una página en blanco, a lo que se negó y le costó nuevamente una paliza.
A pocas horas de conseguir su libertad, a Karla le faltaba vivir lo que ella llama “la escena del policía bueno”.
Un señor, “de esos locos combatientes históricos”, se la llevó a un cuarto. Le pidió amablemente que se sentara mientras él se acomodaba al frente, tomaba su arma y comenzaba a limpiarla delicadamente. Le prometió ayudarla para salir de ahí a cambio de que dejara de asistir a protestas mientras cargaba de municiones su arma. La respuesta de Karla era el silencio, y su vista estaba congelada en el fusil.
Al anochecer le notificaron que la dejarían en libertad. A esa hora ya no soportaba un dolor estomacal, no le dieron de comer, pese a que su mamá le había llevado cuatro servicios de alimentos durante en el tiempo que estuvo en El Chipote. Al salir se los entregaron todos, “los del día anterior ya estaban dañados”.
Cerca de las seis de la tarde de ese jueves, ponía fin al martirio de ese lugar, y empezaba sufrimiento de la persecución y el aislamiento. Desde entonces no volvió a su casa.
Asegura que la ingresaron a El Chipote por la parte trasera, cerca del centro comercial Plaza Inter. La metieron primero a un cuarto lleno de espejos, después a celdas preventivas, y a otras más a las que no pudo observar porque estuvo encapuchada, pero en algunas “con costo te podés mover”, afirma.
Aunque ha sido una pesadilla que todavía la persigue, sueña con gozar de la libertad, la democracia y la justicia para Nicaragua. “No quiero abandonar esto, no puedo hacerlo”, dice convencida.
Sin rastros de Xavier Mojica
El estado de indefensión de los nicaragüenses no exceptúa ni separa a quienes participaron o no, de las protestas ciudadanas, todos han sido vulnerables a la ola masiva de secuestros y desapariciones forzadas como venganza política del régimen de Daniel Ortega.
El Centro Nicaraguense de Derechos Humanos (Cenidh), recibió desde el 18 de abril hasta finales de agosto, mas de trescientos casos de desapariciones y secuestros a nivel nacional de personas que han ido apareciendo poco a poco en diferentes hospitales, morgues y cárceles. Xavier Mojica es uno de los desaparecidos de quien no si tiene rastro alguno.
Este joven de 21 años, desapareció el 11 de junio a tres cuadras de su residencia. Su mamá, Lorena Centeno, espera en las afueras de “El Chipote” con la esperanza de recibir noticias de que esté ahí, pero la Policía nunca lo ha tenido registrado en sus listas. “Mi corazón de madre me dice que está ahí adentro, porque no lo he encontrado en ninguna otra parte”, confía.
Lorena ha cruzado los pasillos de Medicina Legal, hospitales y todos los distritos policiales de la capital. Una madrugada visitó la “cuesta el plomo”, porque le dijeron que apareció un cadáver abandonado, pero no era el de su hijo.
Tiene casi tres meses de vivir bajo la perturbadora zozobra de no saber dónde está. Ella cree que por ser estudiante, los paramilitares lo secuestraron, pese a que nunca participó en ningún tipo de protesta en contra del gobierno.
Lorena relata que el día que desapareció, Xavier cargaba su mochila con dos cuadernos y una memoria usb, regresaba a casa de la universidad con ella y poco antes de llegar a casa, su hijo bajó de la ruta 119 para hacer una recarga electrónica y desde entonces no lo volvió a ver. “Supongo que a lo mejor me lo confundieron”, afirma.
Responsabilidad del Estado
La incertidumbre, y la falta de respuesta de las instituciones públicas incrementa el sentimiento de zozobra en los familiares de los desaparecidos. Pese que en el caso de Xavier existe una interposición de denuncia ante la Policía Nacional, “no se ha contado con la debida diligencia, ni se ha dado parte ni por los órganos de investigación de la unidad contra la trata de personas, ni por parte de auxilio judicial de la policía nacional”, explica Braulio Abarca, abogado del Cenidh.
Para su madre, el Estado y la Policía Nacional tienen cuotas de responsabilidad pues “ellos deberían de salvaguardar la vida de las personas y no he tenido ningún apoyo de ellos”.
“Ya se me perdió uno” relata mientras llora. “Mi preocupación es que así como Xavier se me perdió de la nada sin andar en protesta, ni andar en política, ni nada, así temo por la vida de mis otros dos hijos”, concluye.
Ricardo, torturado y encarcelado
Las familias que logran encontrar a sus seres queridos enfrentan otro tipo de zozobras. Ricardo Gutiérrez, de 24 años, desapareció el 15 de junio. Lo encontraron dos días después en el Hospital Lenín Fonseca con graves golpes en su rostro, un trauma craneoencefálico y con un dedo del pie cercenado.
El día siguiente a su desaparición, su hermana, Ángeles Montenegro Gutiérrez lo buscó en el Hospital Vélez Paíz, “ahí nos dijeron que la madrugada del sábado un carro había llegado a tirarlo en las afueras del hospital en un estado crítico y lo trasladaron al Lenín Fonseca”, cuenta.
Ricardo Gutiérrez ha trabajado como mécanico en un taller automotriz en las cercarnías del mercado Israel Lewites. Como era de constumbre viajaba en moticicleta de su casa al trabajo, pero la tarde de ese viernes no regresó.
“Un doctor del hospital estaba diciendo que mi hermano contó que las turbas lo habían golpeado con una pistola, y que le habían robado. Del hospital le sugirieron que no dijera nada, porque no estaba en un lugar seguro, que esperara salir del hospital para hablar afuera”, relata su hermana.
Ricardo tuvo fuertes crisis nerviosas en el hospital y también en su casa. Su familia decidió no preguntarle nada sobre lo que le había pasado por las condiciones psicológicas en las que se encontraban.
“En las crisis que a él le daban decía: – saquen mi moto, saquen mi moto-. Tal vez él estaba dormido y amarrado, él se quería levantar y decía “abrí la cajuela, sacame la moto, dame mi moto, no me mates, no me mates”, cuenta su hermana
Su pesadilla continúa. Pese a las condiciones en las que se encontraba, 11 días después de salir del hospital mientras reposaba en su casa, la Policía Nacional irrumpió en su vivienda para llevárselo en una patrulla sin presentar ninguna orden de captura. Llegaron con la excusa de que él había participado en un robo con intimidación. Su mamá expresa que hasta la fecha desconocen quién interpuso la denuncia y quién es la “supuesta víctima” del robo.
“Lo treparon a la tina, y en la tina lo rodearon como si era un narcotraficante o un asesino, y no dejaban que uno arrimara a verlo y a hablar. Se lo llevaron y tenía el pie infectado y nunca nos permitieron verlo para curarlo”, asegura su hermana.
Su madre asegura que Ricardo nunca estuvo metido en asuntos políticos, ni en las protestas ciudadanas, mucho menos era un delincuente.
La desinformación intencional, en contra de la víctima y su familia, es una característica de este estado de indefensión. Para el Cenidh, este es un caso más de desapariciones forzadas ejecutada por la Policía Nacional.
“No le permiten a la familia observarlo, ni tener contacto con él, lo cual determina una desaparición forzada porque por más de 30 días no se determina nada sobre su caso y la acusación en su contra”, afirma Braulio Abarca, abogado del Cenidh.
En las últimas semanas, su familia solo vive de la especulación y la esperanza de que Ricardo esté bien y se haya recuperado. Las únicas noticias que han tenido es que está en el Sistema Penitenciario de La Modelo.
“No sabemos nada de él, porque por lo menos si supiéramos algo, que está bien, fuera distinto. Saber que uno está luchando pero que él está vivo. Eso es injusto lo que hacen”, lamenta su hermana.