Si es hermoso el espectáculo de un hombre que se enfrenta con coraje a enemigos poderosos, más hermoso es aún el de un pueblo en lucha contra sus propios demonios.
Esto revolotea en mi mente al ver los reportes que documentan la llegada de los excarcelados del 10 de junio a sus ciudades y barrios.
Jeffrey Jarquín de pie en la entrada de su casa, un local desvencijado, pobre, que se alza, sin embargo, como un templo a la dignidad y a la esperanza. La madre de Jeffrey y el resto de la familia cargan en silencio banderas de Nicaragua. Jeffrey se enfrenta al comisionado Valle, a quien extiende una mano en señal de perdón (Valle se aparta), sin dejar por eso de denunciar ante las cámaras, y frente a un grupo de unos diez soldados, que el comisionado dio la orden de torturarlo. Le muestra sus títulos académicos, le restriega la Constitución (Valle se aparta), le advierte que la gente está cansada, lo reta a arrestarlo de nuevo (Valle se aparta). El resto de los soldados calla, ve al vacío, o hacia el suelo. No puedo evitar la sospecha de que las palabras de Jeffrey, pronunciadas con convicción y serenidad de sabio, encuentran algún nervio en sus pechos.
Victoria Obando, la activista LGTB, a quien el Estado reconoce solo como Víctor Manuel Obando Valverde, su nombre de pila. Su nombre antes de que ella decidiera quién es, quién quiere ser, quién necesita ser. Narra pausadamente el maltrato al que fue sometida, similar al de todos los presos, pero estampado por el prejuicio sexual. “No podrás quitarme mi identidad”, le espetó a un guardia que amenazaba con cortarle el pelo. “Nos oponemos a la amnistía, porque las madres no olvidan, y nosotros no olvidamos a nuestros compañeros”, añade.
Amaya Coppens, la joven estudiante de quinto año de medicina en la universidad de León. Fuerte y elocuente. De padre belga y madre nicaragüense, corría el rumor, antes de su excarcelación, que el régimen atropellaría sus derechos ciudadanos expulsándola del país. No ocurrió. Ya antes habían llegado a visitarla delegados del gobierno de Bélgica que ofrecieron facilitar su salida de la cárcel a cambio de dejar Nicaragua. Amaya sintió que acogerse a ese privilegio habría sido una traición a sus compañeros. Ahora reitera su rechazo a la perversa ley de autoamnistía que la dictadura trata de legitimar con la excarcelación de Amaya y otros secuestrados. “Son ellos los que deben pedir perdón”, reclama. Y sentencia que, aunque fuera de la prisión, no está fuera de la lucha ni es libre, porque nada ha cambiado en Nicaragua mientras la dictadura no desaparezca.
Yubrank Suazo, de Masaya, estudiante de Psicología en la Universidad Centroamericana en Managua. Vocero y protagonista de uno de los actos de rebeldía más notados de los últimos meses: la rebelión de los presos políticos en la cárcel Modelo. Utilizando un teléfono obtenido subrepticiamente, Yubrank retó a la dictadura. “Le decimos a Ortega y a Murillo: no pudieron ni podrán acallar la voz del pueblo nicaragüense, que se alza exigiendo libertad y democracia; y sobre todo, ¡justicia!”. El 10 de junio se le ve en las calles de Masaya, rodeado de una multitud que desafía el terror dictatorial para recibirlo; baila una danza tradicional, toda cadencia y ceremonia; solemne los pasos, digno el porte.
No caben el resto de los nombres aquí, aunque no dejo de pensar en don Eddy Montes, asesinado en la cárcel, ni en el carismático Edwin Carcache, ni en la enorme, potente presencia de Irlanda Jerez, ni en los valientes periodistas Miguel Mora y Lucía Pineda. Tampoco cabe en este texto mi emoción por el privilegio de ver renacida la esperanza, gracias al esfuerzo de todos ellos. El tiempo dirá qué virtudes y defectos traen a la vida pública; debemos apoyarlos tanto en la lucha contra la tiranía como en mantenerse alejados del camino que corrompe. La tentación está ahí, cerca del poder que necesitan para empujar el carro de la libertad.
Pero es alentador ver en todos ellos una cierta altivez sin arrogancia, y una severidad libre de odio. Es notable esto último, porque en el pasado –el que yo conozco por mis pupilas y mis estudios– nuestros luchadores guardaban como espada sobre la mesa, al lado de cualquier motivo noble, una emoción cercana al odio, ya fuera visceral o producto de lecturas en las que ‘triunfo’ era frecuentemente sinónimo de ‘exterminio’.
Quizás sea porque a la lucha actual la cubre un bálsamo de cohesión social. Los activistas excarcelados no regresan al seno de ninguna escuadra de militantes a rendir cuentas a su superior o a un grupo de camaradas que los reciben con protocolos ideológicos. Regresan a sus comunidades, con su gente, incluso cuando salen del país, y regresan a sufrir y vivir con ellos el rechazo al autoritarismo, que estos días es envolvente y suprime—al menos hasta hoy—la tendencia presuntamente atávica al caudillismo.
La cohesión social alrededor del objetivo de democracia es extraordinaria, aún en el reflujo—más aparente que real—de la protesta. Solo así se explica el éxito del paro general de fin de mayo, en contra de las maquinaciones de la dictadura y a pesar de la precariedad del liderazgo nacional, particularmente aguda en ese momento.
Para mí, angustiado estudioso, o curioso, de la historia de Nicaragua, todo esto suena como un río que baja por primera vez del monte; las primeras corrientes se abren paso, limpias, alegres, en medio de las piedras; suena, huele como a nacimiento de nación, como eso que significa un ser y un hacer ‘entre todos’.
Fe, pero con realismo.
Lamentablemente, por mucho que en el aire flote el aroma y se escuchen los sonidos que marcan el despuntar de ese ‘entre todos’, no podemos engañarnos: aún no estamos ‘todos’. Faltan algunos.
En primer lugar, falta la pequeña minoría (dicen las encuestas que son alrededor del 18%) que se siente representada, protegida o beneficiada, por la dictadura. Ya sabemos que algunos de ellos son irredimibles, que están donde están porque son parte de la claque criminal. De la mayoría puede decirse que son –me perdonan—una especie de sanguaza social, gente que quizás no comete crímenes, pero los apaña o disimula sin remordimiento visible. Son también víctimas, y de varias maneras: víctimas crónicas de la marginación social, víctimas de la extorsión sin escrúpulos del orteguismo, víctimas incluso de la mitología sandinista que sostuvo a Ortega por mucho tiempo. El primer grupo debe ser sentado en el banquillo de los acusados, y recibir castigo de la justicia. El segundo no puede ni debe tratarse de la misma manera. Y aunque es difícil, por no decir imposible, esperar que se lancen con nosotros a buscar una transición democrática, deben estar entre sus primeros beneficiarios. Especulo, porque en verdad no tengo suficientes datos, que se trata de algunos de los individuos y hogares más vulnerables del país, por pobreza y falta de educación. Su progreso debería medir el éxito o fracaso de las políticas económicas y sociales en una Nicaragua democrática. A través de la subscripción popular de candidatos, y de los nuevos partidos que emerjan, estos ciudadanos deben ser, y deben sentirse, representados.
Otros ausentes del ‘todos’, pero en el extremo opuesto de la distribución del poder y del ingreso, son los grandes propietarios. Hablamos aquí de un puñado de individuos y familias, una porción minúscula de la población, que sin embargo tiene un peso político desproporcionado debido a la alarmante desigualdad económica que arrastramos. Para nadie es secreto que este grupo cogobernó con Ortega durante doce años; ni es secreto que su prioridad, antes que el establecimiento de la democracia—a la que a veces parecieran temer más que al tirano—es restaurar el ‘ambiente de negocios’.
Viene de muy lejos en su historia este “pragmatismo”, como lo llaman ellos. Choca, hoy en día, con la realidad. Porque no es “pragmático” creer que un poco de repello y pintura reparan la casa después del terremoto. Los empresarios se equivocan gravemente en su prognosis. En lugar de marchar hacia adelante, quieren marchar hacia atrás, hacia 1990, y pactar con Ortega como se hizo entonces para acabar la guerra civil. Ya sabemos en qué quedó todo aquello: en una sucesión de gobiernos que, unos menos, unos más, padecieron los vicios que son “normales” en Nicaragua, pero que además tuvieron que sobrevivir en constante debilidad bajo la espada de Damocles del sabotaje sandinista. Y eso a pesar de que el FSLN salió del poder desorientado ante una realidad inesperada, sin capacidad de mantener en nómina a miles de cuadros que tuvieron que buscarse la vida, y con su mítica “revolución popular” derrotada abrumadoramente…por el pueblo. Aún así, Ortega logró cumplir su fatídica promesa de “gobernar desde abajo”.
¿Alguien cree que sería diferente ahora? ¿Alguien puede esperar que, si pierde, Ortega permitiría que el sistema judicial hiciera justicia y expropiara los canales de televisión y los negocios de todo tipo ilegalmente en manos de su familia? ¿Alguien puede imaginar que con todos esos recursos a su disposición más su control de paramilitares, policía y ejército, Ortega permitiría que un gobierno democrático construyera un estado de derecho? ¿Alguien puede imaginar que Ortega permitiría hacer justicia por los cientos de asesinatos de los que es responsable? Y, sobre todo: ¿alguien puede creer que de esta manera se construye la situación de paz estable a que aspiran, no solo los ciudadanos, sino los mismos empresarios?
Diálogo, pacto, y lucha de clases
Por difícil que sea (y lo es, porque la tradición pesa) es esencial hacer todo esfuerzo posible para que los grandes empresarios, miembros de una élite económica de vieja data, ayuden a completar el ‘todos’ en ‘entre todos’. Para ello, los demás sectores necesitan adoptar una postura más beligerante, no solo ante la dictadura de El Carmen, sino ante los dictados del gran capital en la Alianza y la UNAB. Hay que buscarle cura a la miopía de los dirigentes del sector empresarial; que entiendan que no es posible compaginar paz y pacto (en la connotación nefasta que este vocablo tiene para los nicaragüenses), que ellos mismos pueden terminar devorados por el monstruo del que tanto les cuesta separarse–irónicamente, porque temen “otro 19 de Julio”; y que, si no se busca el derrocamiento de la dictadura, si se permite que Ortega se legitime a través de elecciones sin justicia previa, podría iniciarse la cuenta regresiva hacia una guerra, como tantas veces antes.
También tenemos que hablar de lucha de clases. En gran medida, no somos un ‘todo’ político porque las distancias sociales y económicas entre nosotros son un abismo. Arrastramos cadenas de estratificación social desde la colonia, y el metal de las cadenas pesa más porque se mezcla con una aleación de prejuicios étnicos cruelmente absurdos. La mal llamada revolución sandinista, y los gobiernos posteriores, incluyendo el de Ortega desde 2007, han mantenido, si no agrandado, las divisiones. Porque convienen, por supuesto, pero también porque no hemos tenido suficiente conciencia, imaginación, y sentido crítico. Y así hemos ido de tragedia en tragedia, de dictadura a guerra y de guerra a dictadura, de desesperación en desesperación aceptando con fatalismo el fraccionamiento destructivo de nuestra sociedad. “Después de Somoza, cualquier cosa”. Y después del FSLN de los ochenta, igual.
Ya basta. Es imperativo atacar de frente estas desigualdades, que no son las que naturalmente pueden convivir en el balance deseable de eficiencia, democracia y justicia. Son claramente excesivas y son un lastre para el desarrollo por muchas razones, entre ellas que se nutren, hoy en día, de prácticas monopólicas: limitan la competencia, impiden el acceso de la gente a oportunidades. Basta.
Es de esperarse que quienes detenten la hegemonía en un sistema así tengan miedo al cambio. Eso explica la conducta de los empresarios nicaragüenses. Pero ellos deben entender que el cambio viene, que lo vamos a impulsar con o sin ellos, y que el cambio, aunque naturalmente implica un choque de intereses, o –para usar el lenguaje que los asusta—una lucha de clases, no tiene como objetivo la extinción de sus beneficios, ni la expropiación de sus inversiones, ni mucho menos. La mitología marxista-leninista no tiene cabida entre los nicaragüenses que hoy, con claridad inusitada, luchan por la democracia y la justicia. Y si va a haber democratización política, la cual requiere democratización de la economía, los procedimientos serán democráticos, respetuosos por necesidad de los derechos de todos, a través de políticas consensuadas que procuren un orden democrático.
Porque, hoy más que nunca, entendemos que es preciso “orden” en “orden democrático”. Si la democracia, como régimen de consenso, no logra ordenar la casa, no puede sobrevivir. Ordenar por consenso requiere derechos para todos, y es incompatible, o al menos muy difícil de conciliar por mucho tiempo, con privilegios de pocos. Ordenar por consenso implica que tanto el ciudadano que labora como el empresario que invierte deben tener participación en el consenso y en el orden. Cada uno debe ver sus derechos protegidos, y todos deben oponerse a los privilegios de cualquiera. Ordenar implica organizar la cosa pública con transparencia y método, para que los recursos se usen con eficiencia. De esa manera también se controla la terrible plaga de la corrupción. Ordenar implica que se abran los mercados laborales y que logren arbitrarse con apego a los derechos humanos los conflictos entre propietarios y empleados. Ordenar implica que el gobierno tenga su área de acción limitada a lo esencialmente público, para que el Estado respete los derechos (políticos, religiosos, sexuales, y de todo tipo) del individuo. Esto es más o menos el espíritu del mundo en el que los empresarios modernos pueden desarrollar su actividad sin que esta sea parasitaria o rentista, sino más bien de emprendimiento e innovación. Si este es el mundo que quieren, deberían dejar atrás el miedo que no los deja enfrentarse a ese pasado que infortunadamente ayudaron a sostener, y que hoy pueden derrotar. A ellos también puede pertenecer el futuro, pero necesitan apostar por él.
Esto–sueño yo, quizás ingenuamente–debería ser la base de un pacto (esta vez sin estigma) entre la ciudadanía democrática y el empresariado, en la búsqueda de una estrategia beligerante, unificada, que permita erradicar al orteguismo. Yo no sé si sea posible. Nicaragua es un barco que podría repararse, pero se hunde. Van, unos cuantos, en primera clase, y a lo mejor podrían escapar en los escasos botes salvavidas que hay disponibles. Pero no podrían llevarse sus joyas y tesoros. Quizás algunos de estos encumbrados pasajeros piensen que sus inversiones en otros países son suficientes para protegerlos en el caso (probable, desde mi perspectiva) de que su apuesta temeraria por un pacto con Ortega les salga mal. Pero son apenas unos pocos quienes pueden darse el lujo de la imprudencia. Para el resto, solo hay un barco, y hay que enderezarlo. No queda de otra. No se puede jugar con la vida de la gente, ni la de hoy, ni la de la generación que viene, impulsando alternativas como la de elecciones con Ortega en el poder, que anuncian más violencia, más pobreza, y más dictadura.