I de II partes
A nivel mundial, el cáncer infantil es la segunda causa de muerte en niños mayores a un año y en Nicaragua, se detectan alrededor de 300 casos anuales. De estos solo el 60 por ciento logra sobrevivir.
¿Cómo viven la familia y los amigos la enfermedad? Estas son sus historias contadas en primera persona:
Quería ser doctor…
Cristian Ruiz Grijalva. 36 años. Chinandega. Su hijo Denilson García Ruiz de 17, murió de cáncer hace cuatro meses. Nadie en la familia tenía antecedentes de esa enfermedad.
Sigo pensando que estoy dentro de una pesadilla de la cual despertaré pronto. Me cuesta creer que mi Denilson ya no está y que no volverá nunca. Tenía la vida por delante. Su mayor sueño era ser médico y ya lo cumpliría: la promoción de bachillerato estaba cerca, el examen de admisión para la universidad también.
El cáncer lo mató antes de tiempo.
Yo tenía 18 cuando nació Denilson, la misma edad que él cumpliría este año si estuviera vivo. Tuvimos muchas dificultades, pero éramos felices. Yo solo lo tenía a él y él solo me tenía a mí. Así fue siempre, lo consideraba mi mejor amigo, lo más cercano a la felicidad.
Nunca me dio problemas, era el hijo que cualquier madre podría desear. Salía bien en clases, casi nunca se enfermaba, era muy maduro para su edad y sobre todo, siempre se veía feliz, alegre con la vida.
Todavía me acuerdo aquel lunes cuando me dijo que le dolía la garganta. Él ya se creía médico así que se auto recetó unos antibióticos para la amigdalitis. “Es pasajero”, me repetía. Pero lo “pasajero” empeoró y su cuello comenzó a inflamarse hasta el punto que no podía respirar. Decidí llevarlo al hospital y ahí comenzó el calvario.
Sucedió de un día para otro. Estábamos en la sala de espera y dos horas después nos dijeron que parecía ser un caso de Linfoma Hodgkin, uno de los tipos de cáncer más extraños de la ciencia. Nos trasladaron a Managua y ahí nos confirmaron lo que más temíamos: mi hijo de 16 años, que en ese entonces cursaba cuarto año, se enfrentaba a un cáncer terminal.
Los médicos dijeron que podía salvarse con un tratamiento de dos años. “Dos años y mi bebé será libre”, pensé. Yo aceptaba todo por verlo sano.
Comenzamos a levantarnos todos los lunes a las cuatro de la mañana para viajar a Managua a sus quimioterapias. Mi hijo dejó el uniforme por batas de hospital, los cuadernos por jeringas y la felicidad que le producía su vida, por depresión profunda.
No soportaba verlo así, aunque él nunca me dijo “mami, me siento mal”. Conmigo se hacía el fuerte.
Lo que más me duele es que pensé que iba a recuperarse. El tratamiento había dado frutos, comenzó a ir a clases, salía con sus amigos, socializaba con la familia. Retomó su vida. De esa manera logró cursar su quinto año. Me decía que nadie lo iba a detener para hacer ese examen de admisión, añoraba ser médico con toda su alma.
Denilson empeoró y los doctores me dijeron que ya no había forma de curarlo, le quedaban pocos meses de vida. Tenía miedo de enfrentar a mi hijo y verlo triste de nuevo, así que preferí ocultarle que estaba desahuciado, para que gozara de sus últimos días.
Esta vez, la que entró en depresión fui yo.
Creo que es necesario ayudar psicológica y espiritualmente a las familias en este proceso. A nosotros solo nos asignaron a una terapeuta tres meses antes de que él muriera. Se necesita consuelo para aceptar la realidad desde el comienzo y no cuando ya el dolor es inevitable.
Busqué ayuda en el Gobierno, y Denilson y yo viajamos a Costa Rica para que él recibiera gratis un tratamiento más intensivo del que se podía aplicar en el país. Nos fuimos con la esperanza de que se curara, o al menos, que le alcanzara el tiempo para bachillerarse. Su cuerpo estaba muy débil y no lo soportó.
Murió un miércoles 09 de noviembre en Costa Rica, una semana después de haber llegado al hospital donde lo tratarían. A un año de conocer su diagnóstico. A menos de un mes de su promoción.
Su partida no solo la sufrí yo, sino su novia, sus amigos, sus compañeros de clases, sus hermanos. Todo el que algún día lo conoció. Era como una estrella resplandeciente que iluminaba la vida de todos.
Sus compañeros sabían que él deseaba recorrer el pasillo de graduados de mi brazo, recibir su diploma y tomarse la foto del recuerdo. Yo hice todo eso sosteniendo una fotografía suya. Lo sentía cerca de mí, aunque ya no estuviera.
A veces pienso que Denilson sigue en su cuarto, escuchando música o estudiando para su examen de admisión. A veces espero un mensaje de él que me diga “Ya estoy en clases”. A veces me levanto a las cuatro de la mañana pensando que voy a consulta con él. A veces lo llamo para comer. Pero para todos esos “a veces”, la respuesta es una: él nunca va a volver.
«El campeón»
Rosa Argentina Hernández Díaz. 49 años. Chinandega. Su hijo menor, Anthony Absalon Ferrufino murió de cáncer de células germinales hace un año.
Se me llenan los ojos de lágrimas cuando recuerdo a mi hijo, me parece irreal que no esté aquí. Tengo sus medallas, su tablet, sus balones de fútbol, sus recuerdos.
Pero a él se me lo llevó el cáncer.
Cuando Absalon era pequeño, yo le decía que cuando me muriera le hablara a las estrellas porque desde ahí lo iba a ver. Nunca me imaginé que era yo la que todas las noches iba a platicar con él viendo al cielo.
Una de sus mayores pasiones era el fútbol. Lo recuerdo feliz, jugando en la calle con los niños de su cuadra. Siempre ahorraba para comprarse algún uniforme del Real Madrid, su equipo favorito. Hasta ganó medallas con el equipo de su colegio. Muchos decían que tenía futuro dentro de las canchas.
Desde pequeño no le gustaba comer mucho. No era porque no le cocinábamos lo que él quería, simplemente llegaba del colegio y nos decía que no tenía ganas de comer, que ya había comprado algo en la calle.
Aparecieron un montón de síntomas que avisaban a gritos que algo tenía mal, pero los doctores siempre hacían diagnósticos erróneos. Un año antes de saber la noticia, le dijeron que tenía Chikungunya. Otra vez le dijeron que tenía fiebre reumática. Un montón de disparates que si hubiesen visto antes, quizás tendría a mi hijo conmigo.
Comenzó a decir que tenía mucho dolor en el pecho, le daba taquicardia y no podía respirar bien.
En una clínica de Chinandega nos mandaron a hacerle una tomografía pagada. Fue un 30 de noviembre del 2015. Yo no pude acompañarlo porque siempre vivía ocupada en el trabajo, ahora me arrepiento. Su hermana lo llevó y ella fue la primera en recibir la noticia que Absalon padecía de un tumor de células germinales alojado en el pecho.
A ese doctor no le importó que “My”, como le decía su hermana, estuviera en la sala. Al doctor no le importó si la noticia tan repentina le podía generar algún trauma al niño. Ni siquiera le importaba la enfermedad en sí. Al doctor solo le interesaba lo que iba a comprarse con la factura del próximo examen.
Gracias a la guía de otros familiares que también atravesaron esto, nos trasladamos a La Mascota. Ahí lo comenzaron a tratar intensivamente, pero fue en vano.
Yo estoy resentida con la medicina de este país, porque nunca nos dijeron la verdad. En todas las consultas nos daban esperanzas, nos decían que se estaba recuperando y que iba a salir de todo esto. Pero eran engaños, ellos sabían que iba empeorando, sin embargo, trataban de “hacer las cosas menos dolorosas”.
Estoy segura que mi hijo marcó a muchos. Hasta en el hospital tenía muchos amigos, las enfermeras y los doctores le tenían mucho cariño, sus compañeros de cuarto lo buscaban para platicar. Iluminaba la habitación.
Uno de sus amigos me contó que en sus últimos días, él prometió tener un fin rápido, para no hacernos sufrir. Así de intenso era su valor.
Fue un niño valiente.
En sus momentos de angustia leía “la oración de la paciencia” hasta quedarse dormido. Me decía: “poné la fe en Dios, mamá”, “dejá que Dios decida sobre mí”, pero qué difícil era.
A mí me dijeron que tenía que darle gracias a Dios por lo bueno y por lo malo, y yo trato de hacerlo aunque siento que soy hipócrita. Yo quiero a mi hijo en mis brazos, en los de su hermana o en los de su papá. Yo quiero a mi hijo jugando en la calle, estudiando, paseando. Yo lo quiero de vuelta.
La última vez que viajamos a Managua, antes que recayera, me pidió que le comprara un balón de fútbol porque sentía que iba a volver a jugar. El balón sigue en su cuarto.
Nadie puede darle un consuelo a una familia que pierde a un hijo, en ninguna condición. Es algo tan doloroso e indescriptible. «My» murió un 06 de abril del 2016, y con él me fui yo también. La vida ya no es vida, la casa está incompleta, en las fotos familiares falta uno, siempre.
Lo imagino jugando con su balón en el cielo, totalmente saludable y bajando de vez en cuando a abrazarme y decirme que todo va a estar bien. Prefiero imaginarlo así, aunque siempre desearé que se retroceda el tiempo y que vuelva a casa. Aunque eso nunca pasará.
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Lea la segunda parte de este reportaje aquí: El cáncer no la venció: Dijo que nunca dejáramos de sonreír