Imagine que ha quedado con alguien en su casa y, mientras espera, algo le impulsa a salir y entrar para comprobar si esa persona está llegando. Solo si habla alguna lengua inuit tendrá una palabra –iktsuarpok– para expresar esa sensación entre la anticipación y la impaciencia.
La escritora e ilustradora Ella Frances Sanders recoge esta voz en su libro Lost in translation, junto con otras palabras “intraducibles” vinculadas, muchas de ellas, con los afectos.
Sin embargo, carecer de una palabra como iktsuarpok no nos impide comprender lo que significa. De hecho, sentimos algo parecido cuando esperamos a alguien y no dejamos de mirar el móvil.
Otra palabra sorprendente es ilunga, de la lengua bantú tshiluba, que hace referencia a “una persona que perdona una ofensa la primera vez, la tolera una segunda, pero nunca la tercera”.
La “vergüenza ajena” y su traducción
El español cuenta con otra expresión difícil de traducir, la locución vergüenza ajena, que significa la turbación que se siente por faltas o acciones cometidas por otros.
Si, como afirma Noam Chomsky, todas las lenguas son, en esencia, iguales, ¿por qué hay palabras que no tienen correlato en otros idiomas?, ¿son realmente intraducibles? Para responder hay que profundizar en la relación que existe entre las palabras, el mundo y lo que somos capaces de pensar o sentir.
En alguna medida, todas las palabras son un poco intraducibles. Cada palabra, como afirma Ignacio Bosque, tiene un radio de acción que varía de una lengua a otra. Un ejemplo sencillo: intente traducir good afternoon. En inglés es el saludo reservado para después de las 12:00h hasta más o menos las 18:00h ¿Con qué expresión saludamos nosotros en esa franja horaria? En español será buenos días, pero también buenas tardes.
La dificultad de encontrar un término exacto en otra lengua revela que las palabras no son un reflejo verbal de una realidad estructurada de antemano.
Los conceptos y las palabras
En la realidad (si es que existe, diría Hume) todo está conectado y todo fluye (diría Heráclito). No hay una foto fija que nos permita ver nítidamente los compartimentos del mundo. Aun así, los seres humanos somos capaces de organizar nuestra experiencia caótica en categorías, algunas de las cuales terminan convirtiéndose en palabras.
Como señala la catedrática de Lingüística de la UCM Victoria Escandell, los humanos organizamos nuestro entorno en clases dejando de lado el carácter imperfecto, cambiante y único que tiene nuestra experiencia.
Cada clase da lugar a un concepto. Conviene insistir en que los conceptos no están en la realidad, sino que son “entidades” de nuestra mente. En este sentido, no existe “el” árbol ni existe “el” hombre ni, por cierto, tampoco existe “la” lengua española. Todos estos conceptos son abstracciones necesarias que nos permiten fijar la realidad para poder razonar y hablar sobre ella.
El número de conceptos que podemos crear depende de las propiedades objetivas del mundo (por ejemplo, las formas de los objetos), pero también de las necesidades de los seres humanos con su entorno, por lo que las clases variarán de una cultura a otra.
¿Por qué las lenguas tienen palabras distintas?
El número de conceptos que podemos formar es potencialmente infinito. Sin embargo, la lengua solo expresa con palabras (o lexicaliza) algunas conceptualizaciones. Por ejemplo, en español tenemos nombres para los dedos de la mano o el pie, pero no para señalar el pie izquierdo y el pie derecho, como nos hace notar Julio Cortázar en el cuento Instrucciones para subir una escalera:
Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado).
Dentro de los límites humanos, cada cultura segmenta el continuo de la realidad de manera diferente y convierte algunos de estos conceptos en palabras, de manera que hay una doble fuente de variación entre las lenguas: la de los conceptos y la de las palabras.
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Las razones por las que los hablantes almacenan una determinada palabra en su diccionario mental tienen que ver con la relevancia y la rentabilidad cultural. En este sentido, resulta razonable que los inuits tenga más palabras para distinguir tipos de nieve.
La lengua como sistema
Como vimos con el caso de los saludos, también complica la traducción el hecho de que las palabras estén conectadas entre sí formando redes. Por ejemplo, mientras que el español tiene un sistema de tres demostrativos (este, ese y aquel), el inglés lo tiene solo de dos (this, that –este y ese–). ¿Significa eso que los angloparlantes no pueden captar la diferencia entre la distancia media y la lejanía? Por supuesto que no. Los sistemas léxicos de dos lenguas nunca son equivalentes, por lo que muchas veces no se puede cambiar una palabra por otra sin perder parte de su significado.
Lo que sí podemos hacer es traducir un concepto de una lengua a otra por medios morfológicos o sintácticos; de ahí que sea posible definir iktsuarpok o ilunga.
Las palabras “intraducibles” son casos extraordinarios de la expresión de necesidades particulares de una cultura y de las relaciones que mantienen con otras palabras en el sistema léxico de la lengua a la que pertenecen.
E stas palabras nos resultan sorprendentes porque hacen que nuestren el sistema léxico a estabilidad conceptual se tambalee por un instante y que volvamos a sentir el asombro de Funes el memorioso, que no podía entender cómo tenían el mismo nombre el perro de las tres y catorce (visto de perfil) que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).
Este artículo fue republicado de The Conversation bajo licencia Creative Commons. Lea el artículo original. Pilar Pérez Ocón, Profesora del área de Lengua Española, Universidad de Alcalá