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El piyama de Derrida

La Piyama de Derrida

Foto: Pexels.com

Me paseo como un león enjaulado. Voy y vengo en el encierro de mi departamento. Mis paseos dibujan un ocho imaginario en el piso. En ese símbolo de infinito me parece ver los grilletes de un eterno confinamiento. Al pasar me miro en un espejo: realmente parezco un león. Llevo meses sin poder ir al peluquero. Mi melena ya se confunde con mi barba de náufrago. Además, es mediodía y sigo en bata. Tanto abandono me indigna. Encarando a mi reflejo me sermoneo a mí mismo: “¡Con el pretexto de estas cuarentenas vives en bata! ¡A este paso terminarás como Hugh Heffner, sólo que sin las conejitas de Playboy!”, me digo.

En el espejo mi cabeza despeinada cae un poco, admitiéndolo. Sí, he aprovechado esta pandemia para rendirme a las seducciones de la decadencia. Incluso cuando teletrabajo y participo de una videoconferencia, no me molesto en vestirme del todo. Sólo me recojo el pelo, atándolo en una coleta y me pongo una camisa (que ni siquiera debe estar limpia). Pero más abajo –invisible para el ojillo verdoso del computador– continúo vistiendo un pantalón de piyama y calzando pantuflas. Para ser sincero, esta pequeña trasgresión me llena de un secreto regocijo; es como si le sacara la lengua al coronavirus. ¿Cuántos otros harán y sentirán lo mismo?

Inicio otro paseo de león en la jaula de mi departamento. Intento justificarme pensando que, probablemente, ahora son muchos los que pasan sus días en bata. Sospecho que para millones de personas esta pandemia se va transformando en una larga “piyamada” (sin invitados).

Enjambres de ejecutivos teletrabajólicos zumban como abejas en la plataforma Zoom. Un sinnúmero de profesores abnegados –y agobiados– imparte clases telemáticas. Pero lo que vemos es la mitad de sus cuerpos o menos: sus bustos, sus cabezas parlantes. ¿Quién nos garantiza que todos esos ejecutivos y todos esos maestros realizan sus distanciadas labores con los pantalones o las faldas puestos?

Un viejo refrán enseña: “caras vemos, corazones no sabemos”. Ahora que la Tierra se ha convertido en el planeta de los “zoombis” ese proverbio debería reformularse así: “caras vemos, pantalones no sabemos”.

Ya tracé un ocho más, un doble lazo imaginario, en el piso de mi casa. Este nuevo paseo de león enjaulado me alivió un poco. Recordé que no es necesario ser un proxeneta de lujo (como aquel propietario de Playboy) para pasarse la vida en bata.

Jacques Derrida, el filósofo argelino-francés, sólo se sacaba el piyama para salir a la calle. Así lo testimonia él mismo en un largometraje que vi en un instituto cultural de Londres en 2003 (suena como un siglo atrás). Derrida es entrevistado en su casa. Está completamente vestido, pero confiesa que eso es una hipocresía suya motivada por el ojo intruso de la cámara. El filósofo admite que, cuando no hay un “otro” que lo mire, él pasa sus días en bata. Y enseguida le pregunta a la directora de ese documental, irónicamente: “¿Esto es lo que llaman cinéma vérité [cine de realidad]? Pero si es todo falso, o casi todo.”

Derrida subraya que la mirada ajena, especialmente aquella que nos observa a través de una cámara, nos invita a mentir. La directora no escarmienta. Trata de escarbar en la intimidad del filósofo, ablandándolo con citas devotas de sus obras. Derrida se defiende como gato de espaldas, refugiándose en su jerga: “différance”, “diseminación”, “falogocentrismo”, “deconstrucción”. Durante algunas escenas de ese supuesto diálogo los jóvenes que repletaban aquel pequeño cine londinense se partían de la risa. Muy estudiantes de filosofía y de literatura serían, pero asimismo eran británicos y escépticos. Yo también me reí.

Y sin embargo ahora, bajo la luz negra de esta pandemia, empiezo a creer que Derrida fue profético. O quizás lo profético era aquel piyama que el filósofo de la deconstrucción solía vestir en casa, cuando nadie lo veía. Tal vez ese piyama vaticinó esta época en paños menores, estos tiempos desvestidos (de significado), que vivimos.

La pandemia del coronavirus: gigantesca deconstrucción del mundo. El bicho coronado nos arrancó nuestros ropajes mentales. Ahora vemos que nuestra supuesta modernidad era apenas una movediza nube de signos sin significados fijos ni duraderos. Tomábamos por inteligencia avanzada lo que sólo era una retórica inestable. En estos meses, los discursos más laboriosos con los que describíamos y explicábamos nuestra época, se han hundido bajo su propio peso muerto.

La deconstrucción pandémica rebasa el texto de esta enfermedad mundial que intentamos descifrar sin éxito. La deconstrucción se propaga, fuera de control, desmontando todos los textos que nos interpretaban. En vez de una polisemia lo que se disemina, viralmente, es el sinsentido. A nuestros pies yacen los escombros de inteligibilidades sofisticadas que sólo eran espejismos de significado, convenciones lingüísticas hoy desmoronadas. Entre esas ruinas de nuestros discursos deconstruidos quedan cabezas sin piernas, conclusiones sin premisas, razonamientos circulares agotados. Espléndido uróboros, el lenguaje de este siglo resultó ser una serpiente que, ayuna de realidad, mordió su cola hasta devorarse a sí misma.

Aquel piyama de Derrida preludió y justificó los nuestros. ¿Para qué vestirnos si no iremos a ninguna parte? Cuando al fin salgamos lo haremos con la sensación de trazar ochos acostados. Paseos de leones atrapados en un cepo que ya no es símbolo del infinito, sino bucle de un ilimitado confinamiento.

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