Por cada cien artículos científicos escritos sobre la visión, hay solamente uno dedicado al tacto. Y eso que este sentido tiene bastante recorrido, tanto por su relación con el placer y el bienestar como con el dolor y la analgesia.
La sensación táctil descansa en la piel, el órgano más grande y más sensitivo de nuestro cuerpo. Incluso la córnea del ojo está recubierta de una piel modificada.
Sin embargo, el tacto no reside en la piel en sí. Asociados a la piel, distribuidos a diferentes profundidades y en localizaciones estratégicas, disponemos de unos 5 millones de estructuras especializadas denominadas receptores. Se trata de terminaciones de neuronas sensitivas que pueden encontrarse encapsuladas, formando discos o terminaciones nerviosas libres.
Estos receptores cutáneos no están alojados uniformemente por la superficie del cuerpo, sino que hay regiones con una mayor densidad y por tanto mayor sensibilidad. Las zonas más sensibles son la punta de la lengua, los labios, la punta de los dedos, el dorso de la mano y la cara. Solo en la yema de un dedo hay un centenar.
Cada vez que sentimos dolor, presión o calor, estos receptores envían señales eléctricas o químicas a las neuronas, que a su vez transmiten el mensaje a través de la médula espinal hasta regiones especializadas de la corteza cerebral, las áreas somatosensoriales. En realidad lo que detectan los sensores son variaciones del entorno, que solo originan un impulso nervioso si superan un determinado valor o umbral. Y es entonces cuando hablamos de estímulos.
Frío, calor, caricias y dolor
Los receptores sensoriales se pueden clasificar de distintas maneras. Lo más habitual es utilizar como criterio la naturaleza física del estímulo. Eso da lugar a diferenciar entre:
- Mecanorreceptores, que son estimulados cuando se produce la deformación mecánica del receptor o de las células inmediatas.
- Termorreceptores, que se estimulan cuando detectan cambios en la temperatura.
- Nociceptores, estimulados por el daño potencial o efectivo en los tejidos, ya sea por mecanismos físicos o químicos.
Existen varios tipos de mecanorreceptores con formas y tamaños adaptados a su función.
Tenemos los que rodean los folículos pilosos, que pueden detectar un roce ligero al tocar o peinar los cabellos. De notar un pellizco –o cualquier otro estiramiento de la piel– se ocupan los corpúsculos de Ruffini. Están también los corpúsculos de Pacini, en el tejido subcutáneo profundo, que detectan la consistencia, el peso de un objeto o la fuerza de un apretón de manos. Además de los corpúsculos de Meissner, en las papilas dérmicas (huellas dactilares), que detectan hendiduras y deslizamiento de objetos, las caricias.
Aunque los más apasionantes son sin duda las células de Merkel, una combinación de sistema nervioso y endocrino. Localizadas en la epidermis aportan comprensión de la estructura y la textura. Son los más sensibles y, junto con los Meissner, sirven para entender la escritura Braille.
Un termómetro poco preciso
En cuanto a los termorreceptores, son pobres indicadores de la temperatura absoluta, pero son muy sensibles a los cambios en la temperatura de la piel.
Aquí nos encontramos de nuevo a los receptores de Ruffini, pero en su faceta sensible al calor. Y aparece el receptor de Krause, sencillo y especializado en sensaciones frías.
Su organización es muy interesante, ya que los receptores fríos detectan principalmente temperaturas entre 10 y 32℃ y los receptores cálidos responden al rango de temperatura aproximado de 23 a 46℃. Pero hay una zona neutra, entre 30 y 36℃ donde no existe una sensación de temperatura apreciable.
Cuando la temperatura es inferior a 17℃ entran en acción los nociceptores. Se encargan de trasmitir sensación de dolor relativa a temperaturas extremas, altas presiones y sustancias químicas que causan daño tisular. Disponen de diferentes vías de recepción que son compartidas por varios agentes. Por ejemplo, el nociceptor de daño por calor TRPV1 que se activa por encima de 40℃. También se activa con sustancias como la capsaicina, responsable de la sensación picante del chile y otros alimentos.
Próximos retos
Ya sea por la importancia que tiene el control de la sensación de dolor, ya sea por su capacidad de informarnos del mundo externo –especialmente en niños, que lo palpan y lo chupan todo–, ya sea por su relación con el placer y el bienestar, debemos de ser conscientes del poder “oculto” del tacto a la hora de impulsar nuestro comportamiento y emociones.
Eso, y no perder de vista que el sentido del tacto es más confiable para el ser humano incluso más que la vista, ya que es la forma de certificar la existencia de algo.
En el futuro próximo, ser capaces de fabricar “piel electrónica”, es decir, un recubrimiento artificial que simule el tacto humano, contribuirá al desarrollo de la robótica y de una nueva generación de prótesis inimaginables hoy día.
*Este artículo fue republicado de The Conversation bajo licencia Creative Commons. Lea el artículo original. Pedro Luis Castro Alonso, Profesor de Biología Celular, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria