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¿Es incorrecto mirar hacia atrás?

Daniel Ortega junto al presidente del Cosep, José Adán Aguerri, y el empresario Carlos Pellas. Confidencial | Archivo | Carlos Herrera

Daniel Ortega junto al presidente del Cosep, José Adán Aguerri, y el empresario Carlos Pellas. Niú | Carlos Herrera

Diciembre 24, 2018

Esta mañana releo una noticia que muestra cómo la tragedia actual de Nicaragua se ha venido gestando desde hace muchos años. La noticia se refiere a la represión desatada contra campesinos opuestos a la infame Ley 840, que para ellos, y a la luz de cualquier mínima inteligencia, es apenas el velo legal con el que el régimen buscaba disfrazar la expoliación de los recursos naturales del país y traicionar su tan cacareado nacionalismo.

Participaron en la represión: antimotines, fuerzas paramilitares, y grupos de choque de la Juventud Sandinista. Estos últimos “orientaban a los antimotines dónde se encontraban simpatizantes de las propuestas para detenerlos en sus casas o lugares de refugio.” Se habla de maltratos a menores, de torturas a prisioneros, de decenas de campesinos desaparecidos, algunos de los cuales posteriormente aparecerían prisioneros en El Chipote. Hoy los llamaríamos, con justicia: “secuestrados”.

Era un diciembre 24, del año 2014.

La fiesta de los vencedores estaba en lo fino.

Y permítanme poner el dedo en la llaga y mencionar a algunos de esos vencedores:

• La nueva élite económica sandinista, que poco a poco ganaba legitimidad social en los ojos de buena parte de la tradicional;

• El Cosep, cuyo empresario destacado recién acababa de pronunciar su hermosa apología del “sistema abierto” de Nicaragua, en el que la gente “vota”);

• El liderazgo de la Policía, donde reinaba la por años impoluta Aminta Granera, gran mujer, gran humanista;

• La “oposición” compuesta en gran medida por el Partido Liberal Constitucionalista, cuyos representantes retiraban—siguen haciéndolo hoy—sus jugosos salarios oficiales;

• La iglesia católica del cardenal Miguel Obando Bravo y su séquito de obispos convertidos al orteguismo, que–queramos o no—representaban formalmente a la Iglesia; porque si bien es cierto que gran parte del clero estaba ya en digna postura crítica, la institución tiene una entendible inclinación (humana) a cerrar filas y cerrar ventanas.

De todos estos, queda muy claro que solo la Iglesia Católica ha enmendado sus pasos, con despliegues de heroísmo, integridad y apego a su misión pastoral ya conocidos por todos.

¿Por qué hay que poner el dedo en la llaga?

Evidentemente, no es un placer hacerlo. De hecho, en ocasiones genera rechazo y censura. No solo porque hasta en las mejores familias hay censores, sino porque mucha gente de buena fe se aferra a la ilusión de que es mejor callar para no “atentar contra la unidad”, de que “ver hacia atrás” es “hacerle el juego al dictador”.

A mí me parecen falacias tales afirmaciones, sean pronunciadas con buena voluntad o vengan de un cálculo político.

Necesitamos la verdad, ante todo. La verdad no es enemiga del progreso, ni de la liberación, ni de la democracia, sino todo lo contrario. En cambio, el engaño, peor aún, el autoengaño, no construye nada que valga la pena y que sea duradero. Engañémonos hoy y pagaremos otra vez mañana, o al menos pagarán los que en nuestra tierra siempre terminan pagando: los más vulnerables, los más pobres, los más generosos, los más puros.

Hay que poner el dedo en la llaga para contribuir a un desenlace democrático, para que la sangre y el sacrificio de tantos hermanos nuestros no sea en vano, para que de una vez por todas cese la tristeza en nuestra Nicaragua.

¡No se olviden–los críticos de la crítica–de la etiqueta #niperdónniolvido que constantemente reproducen!

Conocer al enemigo, conocer al amigo.

Hay que conocer a los enemigos, no engañarse como quienes han hablado de “diálogo” y de “aterrizaje suave”. “Es la única salida”, nos han dicho. Y claro, nos la presentaron como alternativa única al salón de torturas. Desesperados, y con buena razón, porque la pesadilla debe acabar cuanto antes, muchos aceptaron la propuesta, que creyeron cívica y esperanzadora.

De nada sirve, de poco ha servido.

Más bien, al aceptar el “diálogo” cuando el régimen estaba claramente desbordado por la manifestación popular, se le dio a Ortega y Murillo la oportunidad de rearmarse, de enviar a sus delegados a reclutar y organizar los grupos de paramilitares y sicarios que después masacrarían a los ciudadanos en los tranques. Yo no estoy dentro de la mente y el alma de quiénes participaron en tan fatídica decisión, pero para la historia, y para nuestro aprendizaje, los hechos están ahí, documentados ampliamente.

Cerrar los ojos no sirve de nada.

Por cierto, hay que conocer también a los amigos, a quienes dicen serlo, y a quienes deberían ser al menos buenos vecinos, porque vivimos muy cerca, y tenemos que compartir la calle. Este es el caso del sector empresarial del país. Hay que conocer lo que los mueve, saber de qué son capaces y qué es lo que se puede esperar de ellos; abandonar las falsas expectativas que paralizan al movimiento democrático, como la expectativa, alimentada por muchas personas con acceso a medios y círculos de influencia, de que el Cosep va a actuar con espíritu patriótico y entrar–pudiendo evitarlo–en acción contra la dictadura.

Desafortunadamente para el país, especialmente para los pobres, pero incluso para el propio gremio empresarial, sus líderes padecen de una miopía aguda, que los hace obedecer, con indiferencia grosera a los derechos humanos, solo lo que perciben como maximización de ganancias o minimización de pérdidas a muy corto plazo.

Hay que saber esto, no solo para no esperar peras del olmo hoy, sino para asegurarse de que la democracia que queremos construir mañana sea sostenible: ningún sistema democrático puede sobrevivir en Nicaragua (ni en ninguna parte del mundo) si se asume que el altruismo es la fuerza dominante, la sabiduría es virtud común, y la bondad es soberana.

El miedo a la democracia

Hay que estar claros también de que aunque en principio la mayoría quiere un país civilizado y libre, hay minorías renuentes a dar en pago sus privilegios, o que tienen miedo a lo desconocido, en este caso, la democracia.

Un reciente editorial de La Prensa deja en claro esas renuencias, y esos temores, al resaltar el papel del sector privado en la lucha democrática, y denunciar a sectores que presuntamente atentan, desde la oposición a Ortega, contra el empresariado. El editorial coincide con una ofensiva mediática del Cosep, que intenta neutralizar la inconformidad ciudadana expresada con furia en las redes sociales y en llamados a boicotear las ventas de sus empresas y productos emblemáticos.

Esto, en momentos en que la represión de la dictadura convierte el país en un infierno y empuja la economía a una depresión sin precedentes en ausencia de lucha armada.

Esto, es cerrar los ojos.

Esto, es demostrar una vez más que, puestos a escoger entre seguridad para sus negocios y democracia, prefieren lo que siempre han conocido, lo que casi siempre ha existido: el autoritarismo.

Esto es demostrar que su distanciamiento de la dictadura es para ellos medida extrema, incómoda incluso.

Esto, además, es falsedad. Porque es falso que haya en la oposición a Ortega-Murillo sectores “radicales” que atenten contra los derechos de los empresarios [“derechos” no equivale a “privilegios”].

A nadie—a nadie que sea escuchado por nadie—se le ocurre que en la nueva Nicaragua va a expropiarse o a coartar la libre iniciativa económica. La queja ciudadana es que los grandes empresarios, que se lucraron espectacularmente durante once años de cogobierno con Ortega-Murillo, no han puesto su poderío económico al servicio de la lucha contra la dictadura que ellos ayudaron a construir.

¿Es demasiado pedir que lo hagan?

Irónicamente, la miopía empresarial no solo hace que el derrocamiento de Ortega-Murillo tarde y cueste mucho más, en vidas y en pérdidas económicas, sino que los deja cada vez, más para la historia, y para la memoria colectiva, del lado errado. “Los empresarios de Nicaragua ya se equivocaron una vez”, dijo recientemente el expresidente Solís, de Costa Rica, “y pueden estarse equivocando de nuevo”.

En democracia, esos errores acarrean costos. El problema es que ni los empresarios, ni el resto de nosotros, estamos acostumbrados a hacer cálculos en democracia, lo cual puede ser trágico para ambas partes. Puede alimentar discursos demagógicos de un lado, torpezas autoritarias del otro, y hacer perder a los dos.

Armados de valor para tocar la llaga, tratemos de que no sea así.