Mi primera impresión del nuevo Estadio Nacional Dennis Martínez fue verlo brillar. De verdad. Mientras mi hermano, su novia y yo buscábamos (sin lograrlo) sitio para estacionarnos, yo veía la fachada brillar. Serían las radiantes letras azules del nombre, o las placas coloridas de la parte superior. Sería la luz del atardecer. Sería la expectativa. No lo sé. Pero sí sé que vi ese brillo y estoy segura que no fui la única.
Luego, aunque suene increíble, me sorprendió el parqueo. Según he leído, caben 800 vehículos y el sábado 21, cuando todavía faltaban más de quince minutos para las seis de la tarde (hora de inicio del segundo juego inaugural), los encargados hacían señales de que ya no cabía ni un alfiler. De hecho tuvimos que cruzar la calle, congestionada con toda clase de vehículos que trataban de ingresar al estadio, y ubicarnos en una zona de parqueo privada que también estaba llena. Y, si contamos con que los parqueos estuvieron así los tres días de serie inaugural, podemos hablar de cientos de vehículos y miles de ocupantes. Personas que se movilizaron a pesar de lo caro de la gasolina o del caótico tráfico solo para estar allí donde todos los ojos estaban puestos.
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Después, verlo de cerca y entrar. Ya lo dice el sabio y conocido refrán: “No es lo mismo verla venir, que platicar con ella”. Y no fue lo mismo verlo en construcción o en fotos y videos que estar dentro. En cuanto pisé ese lobby enorme exclamé en mi mente: “Guau, ahora sí”. Y a donde mirara, las expresiones eran similares. Asombro, alegría, emoción, nervios. Esa sensación de hacer algo por primera vez. De sentir el olor a nuevo de un libro, de una camisa, de un carro, pero más intenso y trasladado a algo mucho más imponente y que, de una forma u otra, nos hermanó a cuantos estuvimos en “La casa del juego perfecto” alguno de estos tres días.
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Sin embargo, lo mejor ocurrió en las butacas. Y fue ver a las personas. A los ancianos. A los chavalos. A los padres con sus niños pequeños. A las parejas. A los grupos de amigos. A los extranjeros. A los vecinos del barrio. A los que fueron a curiosear y a pasar el rato sin saber, ni interesarse por el béisbol. A los que fueron por conocer, por el juego, por hacer barra a la Selección de Nicaragua y por las estadísticas del partido. A los que fueron por primera vez a un estadio. A los que fueron a trabajar. A los que fueron a criticar. A los que fueron a admirar. Todos estábamos allí. Todos nos formamos una opinión. Todos (o la mayoría) queríamos disfrutar esa sensación de lo nuevo por conocer. Todos (o la mayoría) queríamos saborear esa primera vez. Todos (o la mayoría) sonreímos al pensar: “Es verdad, aquí está, no se quedó ni en papel, ni en veremos, ni a medias. Y es nuestro”. Y entonces lo que brilló fueron nuestros ojos. Tal como cuando vemos fuegos artificiales, que además los hubo.
En septiembre pasado, el escritor y periodista español Juan Tallón escribió en su columna en el diario El País un texto acerca de su primera vez en el nuevo estadio de su equipo de fútbol el Atlético de Madrid. Su estadio se llama Wanda Metropolitano. (En este punto confieso que me alegra, me alivia y me enorgullece que mi, nuestro nuevo estadio se llame Dennis Martínez). En el texto, el autor dice que “poco a poco el estadio se irá llenando de estadísticas, jugadas, goles, ocasiones falladas, títulos, alborozos, gestas, campeonatos perdidos”. Y así será. El Dennis Martínez se llenará de béisbol en cada jardín y cada silla. Sí. Pero sobre todo se irá cargando de anécdotas, de otras primeras veces, de un “¿vamos al estadio?” que se vuelve tradición. Y en él construiremos recuerdos, historias e Historia y ojalá lo hagamos sin destruir ni un basurero, nada, ni de forma mínima y que todo sea como finaliza Tallón: “Una serie interminable de pequeñas acciones individuales, como cuando algo tan abstracto como el amor se reduce a veces a tocar, besar, abrazar”. O, traído a nuestro caso, como cuando algo tan palpable como un nuevo estadio se reduce a valorar, cuidar y disfrutar.
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