Si nos paramos a pensar, no hay árbol que dé mejores y más variados frutos que el árbol genealógico. Por eso uno de las obras cumbres de la literatura mundial es la historia de una familia: los Buendía. De tal manera que no hay forma más exacta de conocernos y reconocernos, personal y socialmente, que darnos a la tarea de conocer y reconocer a los nuestros. Eso explicaría que “Un baile de máscaras” sea en realidad la biografía completa de un niño por nacer, aunque no solamente suya, sino también de su casa y de su pueblo.
Digo esto porque a medida que envejezco se intensifica en mí la sensación de vivir en mi propio Macondo o en mi propio Masatepe. Tanto así que mi lugar también empieza con M: Masaya. Y mi familia tampoco es que diste mucho de los Buendía o de los Mercado. Ni de la tuya tampoco. Ni de la de nadie. Porque una familia es una reserva de cientos de historias unidas y reunidas cada una más particular que la anterior. Cada una esperando a ser contada, escuchada y transmitida de generación en generación.
Mi tatarabuelo materno Segundo González no vio jamás a su hija Celina. Lo mataron a puñaladas antes de que ella naciera. Resulta que estaba don Segundo muy tranquilo esperando su turno para comprar agua en un pozo de Masaya cuando un señor quiso meterse a la brava en la fila. Él le reclamó y el hombre se fue enojado, al rato volvió y le clavó un puñal. Así me lo platicó la propia Celina González, mi bisabuela, quien murió lúcida y cantando los tangos de Gardel, el lunes ocho de julio de 2013 a los cien años y dos meses de edad. Su madre, Eloísa Ampié, había muerto casi treinta años antes, también en pleno uso de sus facultades mentales, a los ciento cinco años. Parece que ahí tenemos un cuento, ¿no? ¿Quién necesita ficción teniendo una familia?
Igualmente podría contar anécdotas de mis abuelos y de mis padres. Solo que mis abuelos y padres tuvieron hermanos así que habría que incluir sus vivencias también. Entonces no podría obviar a mis tíos abuelos y sus hijos, mis tíos. Eso significa que tampoco podría ignorar a las parejas de mis tíos que son las madres y padres de mis primos. Mis primos, vamos, ¿cómo no voy a platicarles de mis primos? ¿Y de mis sobrinos?… Y así hasta el infinito porque ¿quién no ha empezado hablando de sus abuelos y sus padres y ha terminado contando los pormenores de los vecinos y de toda la ciudad? Gabriel García Márquez y Sergio Ramírez Mercado lo hicieron, por citar dos ejemplos. Confieso que sonrío al leer sus nombres, ambos con su apellido materno y paterno, como para no dejar fuera a ninguno de sus antepasados.
No obstante, no lo vemos. Por dolor o por error bloqueamos nuestra infinita herencia testimonial hasta el punto de borrarla, de creer que somos una isla perdida en la nada, que nacimos del polvo y al polvo volveremos. Pero, ¿cómo vamos a saber a dónde vamos y lo que somos si no sabemos de dónde venimos y quiénes fueron los que nos hicieron lo que somos? ¿Cómo explicar el embarazo adolescente, el alcoholismo, la pobreza, las migraciones, las guerras, los traumas, las enfermedades, las tradiciones, la gastronomía, el arte, la moda, la música, la bondad, la alegría o el amor sin partir desde la primera célula, desde el mero Big Bang de cada persona? ¿Por qué muchos ignoramos que en cada fiesta familiar o en cada funeral de los parientes se abren ante nuestros ojos “Cien años de soledad” y “Un baile de máscaras” a la vez? Por eso no hay que dudar en tomar y comer los frutos del árbol genealógico pues bien lo dice el gran libro familiar de Adán y Eva: “Por sus frutos los conoceréis”.