Galería | «Toñita», la guerrera de Bocana de Paiwas

Publicado el 15 marzo, 2018
Anagilmara Vílchez
Fotografía: Carlos Herrera

Galería | «Toñita», la guerrera de Bocana de Paiwas

El camino a Bocana de Paiwas está forrado de barro y piedras filosas. En medio del paisaje, aparecen casas de madera, con ventanas de madera por las que se asoman jornaleros y niños. También se levantan los potreros y los borrachos tambaleándose, bebiendo aguardiente o ya tirados en el suelo. Bocana de Paiwas, a 227 kilómetros de Managua, es una comunidad de Paiwas, Región Autónoma de la Costa Caribe Sur.

En Bocana, el agua se parte en dos colores. De un lado es verde y el río luce más profundo. Del otro, parece revuelta con barro. En el idioma Chontales, Paiwas significa «Dos Ríos» (país=dos y was=río). En Bocana se topan el Río Paiwas y el Río Grande de Matagalpa, que según los lugareños es “más cochino”, por eso el caudal tiene distintos tonos.

Antonia López los cruzó en 1984. Llegó en una panga a Bocana de Paiwas huyendo del grupo de armados que la secuestró en El Guayabo, la comarca donde nació. Tenía 17 años cuando los contrarrevolucionarios asaltaron su finca por la madrugada, la tiraron en el patio, la amarraron a unos palos, y a ella y a tres de sus hermanos, se los llevaron por cinco días “maltratándonos, apaleándonos, amenzándonos de muerte”.

En uno de los combates, a los “contras” los tenían rodeados por aire y tierra. Antonia y su hermana de 22 años aprovecharon para escapar. Caminaron entre la montaña, llegaron a una casa y pidieron ayuda. Las trasladaron a Bocana de Paiwas. “Yo ya no pasé por mi casa jamás, mi familia empezó a venir poco a poco, dejando abandonado todo, de no sacar nada, solo la vida”, cuenta.

Perdieron 85 manzanas de tierra, 35 reses, cultivos de arroz, frijoles, maíz, cacao, plátanos, quequisque, yuca… Cuando llegó a Bocana estaba grave. A ella y a su hermana las habían violado. “Me hicieron cuatro operaciones vaginales, por las violaciones que me habían hecho, dilaté nueve meses en ese hospital para recuperarme, lo que me decían los médicos es que no iba a poder tener un hijo”, lamenta.

Durante 10 años recibió tratamiento psicológico “para poder recuperar un poco mi identidad como mujer, olvidar lo pasado, yo me sentía destruida, que no valía, que mi vida se había terminado”.

En Bocana empezó de cero. En Bocana conoció a Santana Díaz, padre de su hija. En Bocana encontró a su agresor.

“Lo que es maltrato yo no tengo vergüenza de contarlo”, dice sentada en una silla del comedor. La mesa, cubierta con un mantel de frutas y cuadros rojos, es uno de los pocos enseres en la sala. Su casa está anclada en una colina. Llegamos cruzando las dos tablas que usan como puente los pollos que cría. En los tablones, las aves corretean y desafían la caída de más de un metro de altura. Para los visitantes menos hábiles, cuelga un mecate del que pueden sujetarse y no perder el equilibrio.

Antonia López relata su calvario, de espalda a las calles de Bocana de Paiwas, donde vive desde hace 34 años.

“Si me va a tocar morir, voy a morir”, le espetó antes de tirar sus cosas a la calle. Él le había pedido comida y café, y rra, rra, rra, la golpeó con una tajona que andaba. “A mí no me va a volver a maltratar”, lo sentenció Antonia. “Vino y me voló seis balazos en los pies, claro yo me capeé, yo le dije ‘usted no sabe a quién está tocando, cuando una mujer se decide se decide, estoy decidida a lo que va a pasar’”.

Creyó que él se iría, pero no se detuvo. La agarró, la arrastró por la casa, le rajó la cabeza con una pistola, la cortó con un machete y cuando terminó, agarró algunas pertenencias y se fue donde una de sus amantes. Fue la última vez que la golpeó. Antonia, de 24 años, se plantó ante un juez y le dijo: “mire –me quité la camisa– hasta hoy le aguanto a este hombre. Voy a romper el silencio. Cuántas cosas me ha hecho a mí, míreme mis espaldas, mis heridas, la cabeza ensangrentada. Si usted no hace justicia con él, yo más no me voy a seguir dejando”. Empezaba la década de los noventa y fue un escándalo, principalmente porque él era un militar. “Decían que iban a quemar la alcaldía, junto con mi persona y el juez, porque ninguna mujer los había tocado a ellos”.

Se conocieron en Bocana de Paiwas. Él era dos años mayor que ella. Querían casarse, pero el papá de Antonia se opuso, así que solo se “juntaron”. Cuando se mudaron, de noche o por la madrugada, él llegaba, golpeaba la puerta y cuando ella abría, la agarraba del pelo y le pegaba. Le ponía una pistola en la cabeza y le repetía: “no va a hablar, no haga bulla porque aquí se muere”.

“Yo soporté dos años, pero siempre le comunicaba a mis compañeras, a las de la iglesia, a las del trabajo. Ellas me decían ´vos un día tenés que tener valor y sacar eso, tenés que denunciarlo´. A veces uno se equivoca, él jaló conmigo tres años, nunca le pude conocer algo, jamás, ya cuando estábamos juntos me empezó a maltratar, me presentó muchas compañeras más que él tenía, le aguanté a él dos años”, asevera Antonia.

Al agresor de Antonia lo metieron preso por 15 días. Él la llamó y le pidió que se “arreglaran”. Le aseguró que la respetaría “hoy y siempre”. Que nunca más la volvería a maltratar. Antonia medió porque la mamá de él le rogó que lo liberara. “Firmó una fianza de vida y una orden de alejamiento”, recuerda.

No volvió a agredirla, pero casi asesinó a otra mujer con la que luego compartió su vida. “La agarró a puñaladas, le desfiguró la cara, le dejó cicatrices, casi la mató. Esa mujer por milagro sobrevivió. Yo vi cuando una mujer iba bañada de sangre. Yo me asusto cuando veo que era mi papa el que iba detrás de la mujer, con un cuchillo en la mano. La vecina se metió, ´lo maletearon´ y a ella la encerraron en una casa para que no la matara y después él, fresco, con la camisa llena de sangre se fue a entregar a la Policía. Me agarró una desesperación, una lloradera”, recuerda Yesenia López, su hija. Su padre huyó a Siuna.

–¿Se arrepiente de haber mediado con él? ¿De haberlo dejado libre?

–Cuando pasó eso con la otra compañera, yo hablé con ella y le dije: “si yo hubiera sabido que él te iba a hacer eso, yo de una vez lo hubiera dejado preso para siempre”. En realidad me dolió ella, porque de esas cuchilladas ella nunca se recuperó. El hombre al que uno le perdona la cárcel, lo que hace es tener un lobo más abusado que agarra a otra más débil y termina con esa mujer– lamenta Antonia.

Antonia se levanta a las cinco de la mañana a preparar café, cocinar el arroz y lavar trastes. Después de bañarse, arregla la ropa, duerme a mediodía y ve telenovelas por la tarde. Por la artritis ahora sale muy poco a la calle. Vive con Yesenia López, su hija de 26 años. Yesenia es maestra en otra comunidad. En el municipio de Paiwas hay 255 profesores para más de siete mil alumnos. En la zona, una familia sobrevive con salarios debajo del mínimo de ley. Es un sitio dedicado principalmente a la ganadería y la agricultura.

De acuerdo a una caracterización oficial del municipio, «un trabajador del campo devenga un salario mensual de C$4,500.00, una cocinera C$2500.00, un albañil C$7500.00, un vaquero C$4000.00”.

En Bocana de Paiwas no hay funerarias, hospedajes, ni gasolineras pero sobran las cantinas. Solo en el área rural hay 32 bares registrados.

–¿Hay mucha violencia en Bocana?– pregunto al panguero con el que cruzamos los ríos.
–No, es sanito. Solo se bebe mucho guaro, eso es lo que le encanta a la gente.

“Para la violencia no se necesita ser borracho. Hay hombres que son violentos aunque no estén tomados”, subraya Esperanza Oporta, defensora de derechos humanos en la zona.

´Es que la Toñita es muy enojada´ dice la gente. Todo el mundo la conoce y sabe que ella es una de las defensoras de la mujer”, cuenta Yesenia, su hija. “Mi mamá no quiere que otras mujeres pasen lo que ella vivió”, afirma.

“La Toñita fue muy valiente”, asevera la activista Esperanza Oporta. “La gente agarra aquella valentía y dice ´¿por qué la Toñita pudo y yo no?´”, agrega Yesenia. A su casa llegan mujeres y hombres a pedirle consejo. Antes la violencia se vivía en silencio.

“Para los 80 aquí se veía que los hombres agarraban a las mujeres y las penqueaban por cualquier cosa”, recuerda Antonia.

Mujeres aparecían muertas y “no sabíamos qué había pasado y tal vez había sido por una penqueada que el hombre le diera”, asegura Esperanza.

Según un informe de la alcaldía, en 2009 se atendieron 16 matrimonios y solo un divorcio. Ese mismo año nacieron 276 niños.

Sus manos. Dos pequeñas y morenas manos cuyos dedos se hacen nudos. Las usa para peinarse y tirarle arroz a los pollos que la rodean a la hora de la telenovela. Por la artritis, las manos de Antonia López han cambiado y cambiarán en los años venideros. También el resto de sus huesos. Hace unos días se le paralizó una pierna y ahora renquea, pero no, ella no es frágil. El cuerpo de Antonia es diminuto y roído, pero su espíritu no corresponde a su anatomía.

“Hasta hoy yo he dejado de trabajar, yo manejaba un destace (matadero), pero a mí hija no le gusta”, explica. Le dio artritis porque se bañaba al salir de su trabajo como ebanista, dice. Se llenaba de aserrín de cedro y pochote, y para darle leche a su hija, con agua se quitaba la amargura del cuerpo. Cuando hacían ataúdes llegaba después de medianoche a mojarse “por eso estoy así, las varitas de los huesos se me están secando”, asegura.

Casa de la Mujer es una de las organizaciones más fuertes en Bocana de Paiwas. Nació hace más de 20 años apoyando a mujeres en temas de salud. Con ayuda de un sacerdote las llevaban a consultas y charlas. Después comenzaron a hablar sobre derechos, pensiones alimenticias, violencia y abuso sexual. Ahora atienden diez comunidades y a través de la radio han llegado a miles de mujeres.

–¿Es peligroso ser defensora en Bocana?– pregunto a Esperanza Oporta, subdirectora de Casa de la mujer.
–Cada día somos amenazadas, somos criticadas de todas las maneras. Es duro, es difícil. A veces tenemos miedo, porque nos han amenazado.
–¿Qué les dicen?
–Que nos van a quemar, hay comunidades donde nos han dicho «violadas van a salir estas jodidas», pero nosotros sabemos que hay mujeres que necesitan en esa comunidad y que también se enfrentan a eso diario, a esa gente machista, violenta.

La eficacia de las autoridades, explica, depende del funcionario “y de las ganas que tenga de apoyar”.

En la estación de Policía de Bocana de Paiwas hay un escritorio, un librero desvencijado, un área “restringida” y una cocina con una hornilla y porras llenas de hollín. El lunes 19 de febrero, día en que llegamos, no había ningún oficial. “Andaban capturando a ladrones que roban ganado”, explica Antonia.

En Paiwas, de acuerdo a un documento oficial de la alcaldía, en 1997 se aprobó el pago de “dos córdobas por cada queso que se saque al mercado, cuatro córdobas por cada novillo vendido al matadero”, para recaudar fondos y pagarle a 25 policías rurales. A esto se le llamó “comisión de prevención al delito”.

«Ella ya no fue la misma mujer. Salía, tenía amistades, platicaba, ella mandaba en la casa», dice Antonia sobre los últimos años de su mamá. María López murió en 2002. Nueve años después de abandonar a su agresor. “Me dijo mi pobre mama con lágrimas: ya no le voy a seguir aguantando a tu papa, vergüenza me da cómo te despojaste de ese tigre que tenías y este viejo desgraciado que yo nunca me puedo dejar, que me vive pegando», recuerda.

Antonia dice que ahora es feliz, que no pudo disfrutar su juventud, pero que ya no tiene quién le haga daño. Se siente “rendida”. Hoy cruzó las tablas, bajó la colina, caminó a la Bocana, se montó a una panga y ya está de regreso en casa. Se empina un vaso de gaseosa y cuenta que es la primera vez, después de casi 20 años, que vio los ríos encontrarse. Sonríe y se despide: “Aquí los espero y si ya no me encuentran, pues les dejo el cuento”.

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