Una bebé de poco menos de un año está durmiendo en el suelo, bajo una mesa, envuelta en trapos y bañada por el polvo fino que revolotea en el ambiente. Encima, en la superficie del mueble, otra niña juega a hacer torres con tapas de Coca Cola. Junto a ellas un par de lustradores con las manos grasosas y negras abrillantan los zapatos de dos hombres que parecen no darse cuenta de la existencia de las muchachitas. Alrededor, buses pasando, comerciantes vendiendo, algún ladrón robando, gente yendo y viniendo. Es aquí. Estamos en el famoso Gancho de caminos.
Son las dos de la tarde y el sol clava sus dientes en la piel sin piedad. Empiezo a preguntarme si el hueco de la capa de Ozono estará sobre este sector. Justo sobre los hombres, mujeres y niños que pasan junto a mí. Todos existiendo en cierta armonía en este desorden en el que se encuentra desde un celular “de segunda mano” (seguramente robado) hasta libros de Rubén Darío y J. J Benítez en ganga, pasando por naranjas, mandarinas, colchones, tintes para cabello, fritanga, zapatos, ropa, accesorios y cualquier artículo que pueda haber en un centro de compras, pero no en una intersección de cinco calles engullidas por ese monstruo llamado Mercado Oriental que cada día abre la boca y se come un poco más la capital. Si el caos tuviera un rostro, ese sería el Gancho de Caminos.
Es por el mismo barullo que en esta zona todos se cuidan de todos. Hasta de los rayos del sol, de los que la gente intenta protegerse con viejas sombrillas playeras o con plásticos negros que producen un efecto de sauna. Tres policías observan y dicen que cuando ellos están cerca “nadie roba”. Aunque aquí hay tanta gente que descubrir o atrapar a quien arrebató una cartera o una cadena sería misión imposible. Así que mejor ser precavidos por dos simples razones: para después no lamentar o para evitar ser una nota roja de la edición estelar del noticiero del «primer lugar».
Hay que tener los cinco sentidos activados. Así no se traga polvo cuando un vehículo crea tornados, así los colores de la infinidad de cosas que se ofertan no nos dejarán ciegos, así la peste de la basura no nos trastornará el olfato, así el ruido de la música nos dejará escuchar al menos los propios pensamientos, así recordaremos no tocar nada, ni a nadie para no se piense que esto es un asalto.
Pero es imposible. Por allá suena reggae cristiano, por aquí cumbia chinamera, al frente chillan tres chocoyos encerrados en una jaula, en la calle los buses rusos rugen al doblar en las esquinas como si fueran a saltar encima a los peatones que caminan en plena vía porque las aceras, si alguna vez las hubo, están saturadas de personas y productos. Y todo tiene sentido: Por las avenidas y autopistas que simulan la red del sistema nervioso llegan a este corazón unas 20 rutas de las 35 que circulan en un municipio, cuya sangre es el comercio del mercado más grande de Centroamérica: El Oriental. Esa es la razón por la cual esta zona, durante las horas pico, solo puede compararse con un gigantesco hormiguero en el que miles de hormigas entran y salen de los “túneles” a un ritmo acelerado e interminable.
No obstante, en este sitio la reina es la basura. No, más que eso. En este sitio la basura es como Dios: Está en todas partes. Desde cáscaras de frutas hasta pedazos de celulares tirados. Hay desperdicios tan sucios que deben tener meses de andar de un lado a otro, movidos por el viento, pateados por la gente. Vea a donde vea, hay basura. Las montañas de desechos son parte del paisaje, como la multitud, como el calor de todo el año, como las vulgaridades que gritan los hombres desde las cunetas al ver pasar a una mujer.
Y entre tanto ir y venir, tantos pregones de comerciantes, tanto ruido de motores, tanto polvo en verano y lodo en invierno, una vez al año llega, ante la normalidad de los propios y la sorpresa de los extraños, un barco en el que “navega” el pequeño patrono de los capitalinos Santo Domingo de Guzmán que en los primeros días de agosto, durante la celebración de sus fiestas, llega de visita hasta el Gancho de Caminos en donde lo espera la estructura de un navío montada en un tráiler que será su medio de transporte hasta la iglesia que lleva su nombre en los escombros de Managua.
Pienso en Santo Domingo. Rezo. Le pregunto si en sus paseos por estos rumbos el sol no le ha quemado su calva de dominico. Sonrío. Suspiro. El sol me está haciendo delirar. Y es peor cada segundo que pasa. Siento sus dientes astrales mordiéndome. El sudor corre por la piel tostada de los compradores, ladrones, policías y vendedores por igual, pero nadie se detiene. Sorprende la variedad de establecimientos: la fábrica de cohetes de La Caimana que existe desde que el mundo es mundo, el consultorio de un dentista entre una venta de colchones y una de electrodomésticos, una gasolinera, la estación cuatro de la Policía Nacional.
Y allá en un rincón, veo a un niño de unos 10 años. Está vestido con camisa amarilla y short verde y sentado en una canasta plástica, con la mirada perdida en un diminuto espacio vacío. No levanta la cabeza. No lo perturba el alboroto. Tal vez está aburrido, tal vez no ha comido hoy, tal vez está enfermo o tal vez fue golpeado en su casa. O todas las anteriores. Pareciera resignado a estar aquí hoy, mañana y mucho tiempo más. Aquí, en el espejo donde se refleja esa Managua que hace ya muchos años, en la madrugada del sábado 23 de diciembre de 1972 fue destruida por un terremoto que la dejó aturdida, desperdigada, desubicada hasta que su sacudido corazón volvió a latir con fuerza, ya no en la glamorosa y desaparecida Avenida Roosevelt, sino justo aquí, en el caótico y escandaloso Gancho de caminos.