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La La Land: «La Ciudad de los Sueños” perdidos
La La Land o Ciudad de Sueños
La La Land | Fotograma

La La Land desafía la fantasía romántica de que cada quien tiene un único amor ideal y reta a la tiranía del final feliz

El título de “La La Land” baraja un doble simbolismo: es un apodo despectivo de Hollywood, enfatizando su supuesta frivolidad. También hace alusión a las notas musicales, elemento que invoca los filmes que sirven de inspiración al director Damien Chazelle. En su película anterior, “Whiplash” (2014), la música era el látigo simbólico, en una relación masoquista entre un profesor y un estudiante de percusión. Aquí, es un bálsamo para aliviar las decepciones.

Mia (Emma Stone) es una aspirante a actriz. Se gana la vida trabajando en la cafetería de los estudios Warner Bros, de donde escapa para competir en audiciones infructuosas. Sebastián (Ryan Gosling) es un músico que sueña con fundar su propio club de jazz. Ambos se miran, contenciosamente, al final de “Otro día bajo el sol”, el número musical que abre la película. En medio de un embotellamiento, los conductores abandonan sus vehículos para cantar –y bailar– una oda al sueño de triunfar en el mundo del espectáculo. Chazelle filma es una sola toma, con una exuberancia que lo delata como creyente verdadero.

La historia de amor se grafica en cinco capítulos, definidos por las temporadas del año. La leyenda de “Invierno” bajo el inclemente sol de la autopista delata un saludable sentido de la ironía. A partir de ahí, los números musicales hacen un buen trabajo de sugerir el estado emocional de los protagonistas. En “What a waste of a lovely evening”, el flirteo combativo se traduce en una rutina en la que cada uno guarda su distancia. Duplican pasos de baile sin tocarse. Eventualmente, terminan uno en los brazos del otro, bailando un vals –y volando– entre las estrellas de un planetario. El amor queda consumado. ¿Pero por cuánto tiempo?

Dos narrativas aspiracionales tradicionales son vistas con escepticismo en “La La Land”. La primera, es la fantasía romántica de que cada quien tiene un único amor ideal. En esta línea, la película revela su gran deuda con “Los Paraguas de Cherbourg” (Jacques Demy, 1964), cuyo agridulce desenlace desafía la tiranía del final feliz. La segunda, es la idealización del ejercicio profesional del arte. Mia se enfrenta, una y otra vez, a las realidades del ejercicio de la actuación como modo de vida. Sebastián descubre que la rutina del músico profesional, bien empleado, está reñida con sus sueños.

Sebastián es una especie de dinosaurio, un hombre joven que fetichiza el pasado, un “hipster retro”. Guarda con reverencia un banco giratorio en el que se sentó Hoagy Carmichael. Viste como un refugiado de los cincuenta. De alguna manera, es una manifestación de la sensibilidad de Chazelle, amante de un pasado glorioso y distante.

El director escenifica un encuentro crucial en un viejo teatro de una pantalla que proyecta “Rebelde sin Causa” (Nicholas Ray, 1955). Cuando el cine aparece clausurado en una escena posterior, el detalle fugaz es un presagio de que las cosas van por mal rumbo. Mia tiene en su cuarto un cartel gigante de Ingrid Bergman. Afiches de viejas películas son visibles en múltiples ocasiones.

https://youtu.be/dJT7FZw6nmU

Nadie va a confundir a Gosling y Stone con Gene Kelly y Leslie Caron, aunque el final emule “An American in Paris” (Vincente Minelli, 1952). A la hora de bailar y cantar, sus talentos son modestos. En los números más complejos –el embotellamiento del inicio y la fiesta nocturna en la casa de la piscina– los relegan a las márgenes. Lejos de ser una deficiencia en la película, es una decisión deliberada, que infunde algo tensión existencial.

La idea implícita es que quizás las dudas de Mia y Sebastián están justificadas por limitaciones personales que no pueden reconocer. Stone, eventualmente, da un salto cualitativo en el momento climático de “Here’s to the ones that dream”.

La película da un paso en falso a la hora de crear conflicto. Mia, en particular, es curiosamente ignorante de las realidades que enfrentan los profesionales de la música. El férreo foco de atención sobre la pareja hace que se desperdicien los personajes secundarios. A pesar de su notable reverencia por los clásicos, Chazelle parece haber dosificado sus números musicales para no alienar al público contemporáneo. En cada escena de diálogo, solo deseaba que estuvieran cantando. Pero estas molestias menores quedan a la zaga ante el ímpetu del filme. Es como un ritmo al que no puedes resistirte.

“Ciudad de Sueños”
(La La Land)
Dirección: Damien Chazelle
Duración: 2 horas, 8 minutos aprox.
Clasificación: * * * * (Muy buena)

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