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La magia de los pueblos
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Comer sin disfrutar la comida por la prisa, trabajar 12 horas y apenas tener para comprar lo necesario, y no tener tiempo para hacer lo que te apasiona

     

Dentro del coche retumban palabras altisonantes, quejas y reproches. Otro año más que no podemos salir de vacaciones. Lo más lejos a lo que aspiramos llegar es a visitar una hacienda en ruinas a las afueras de la ciudad para que Fiera recuerde la época de gloria de sus antepasados terratenientes.

—Odio mi vida —dice.

Lo sensato es guardar silencio y seguir manejando, sin embargo, hago lo contrario. Detengo el coche. Cual bulímica, vomito con ferocidad todo lo que traigo enquistado en el estómago: externo la frustración de sentir que las horas del día no me alcancen para hacer las cosas que me apasionan de la vida. Estoy harto de tener que levantarme todos los días a las 6 a.m para hacer ejercicio y no convertirme en un hombre con tetas de mujer, desayunar a la velocidad del rayo sin disfrutar lo que me llevo a la boca, ser un esclavo doce horas en el trabajo para tener dinero apenas suficiente para ir al supermercado, pagar la renta, luz, cablevisión, internet, celulares…

—¿Cuántos años crees que tienes? —Fiera me para en seco, sus ojos están inyectados de sangre—. Ya eres un hombre.

Debo ser inteligente y escoger con cuidado las próximas palabras que salgan de mi boca. Observo las casas de asbesto y paja que aparecen detrás de la ventanilla del coche. Me remiten a mi infancia, cuando mi abuela me leía una y otra vez el cuento de los tres cochinitos antes de dormir. Mis casas favoritas eran las de paja y madera. Sus dueños siempre estaban cantando y bailando, tan sonrientes como los señores descamisados que toman el fresco en la banqueta, caguama en mano. Treinta años después, descubro que me he convertido en práctico, el cerdito hacendoso, quien vivía regañando a sus hermanos para que fueran iguales a él, trabajar y trabajar todo el día en construir una casa de concreto para que el lobo feroz no se los comiera.

—¿De qué te ríes? —dice Fiera.

En un arrebato de inspiración le propongo que nos vengamos a vivir a este pueblo. Lejos de la ciudad que nos está consumiendo con sus gastos superficiales.

—Míralos —señalo a los señores sentados en la banqueta.—. No tienen nada, pero lo tienen todo.

—¿Y se puede saber de qué viviríamos? —dice Fiera.

—Podrías poner tu salón de belleza aquí mismo.

—¿En un pueblo?

—Claro, en los pueblos las mujeres también quieren verse bonitas.

—¿Bonitas?

—Bueno, igual y yo puedo retomar mi carrera de escritor.

En mi celular tengo una carpeta con imágenes que guardo celosamente. Se las enseño, le explico que el periodismo ha muerto; ahora sí podré ser una estrella literaria en los periódicos.

Fiera rompe en llanto. Los hombres descamisados se inquietan. Me miran como si fuera un monstruo, el peor hombre sobre la faz de la tierra. Uno de ellos se mete a su casa. Seguro ha ido a buscar un machete. Piso el pedal del acelerador. Las casitas de asbesto y paja quedan atrás, en el horizonte.

—Si queremos salvar nuestra relación —dice Fiera—, tenemos que ir a terapia de pareja.

No sé qué responder a eso. Avanzo varios kilómetros en silencio. Mudo. Ahora resulta que también necesitamos ir al psicólogo. Otro gasto más.

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