Cultura

La poesía después de Abril: La suma de todos los daños de Andrés Moreira
Poesía Andrés Moreira

Moreira nos enseña como hacer poesía después de la masacre

     
  • Javier Padilla Ríos
  • 13 de julio 2020

Si hay una temática central en la poesía del trágico siglo 20 y de este ya accidentado siglo 21, es el problema de la belleza. En uno de sus más celebres pronunciamientos—el cual hasta se ha convertido en un cliché—el filosofo alemán Theodor Adorno lo resumió de la siguiente manera: “no es posible escribir poesía después Auschwitz.” Es decir, la violencia, el genocidio, las guerras, todo el sufrimiento de la vida moderna imposibilitan un encuentro con el locus clasicus del quehacer poético: el amor, el éctasis, en una palabra: el lirismo.

Traduciendo esta idea al panorama nicaragüense y a la crisis socio-política actual, la pregunta sería la siguiente: ¿Qué tipo de quehacer poético es posible luego de la matanza de jóvenes perpetuada por el régimen Ortega-Murillo en las protestas del 2018? En un país con una cultura poética tan arraigada como la de Nicaragua esta es una pregunta compleja, que apenas empezamos a estudiar. Sin embargo, en su primer poemario, La suma de todos los daños (2020)—publicado por el editorial Casasola—el poeta Andrés Moreira nos ofrece un texto que enfrenta la presente crisis y sitúa el problema de una belleza que desafía de manera frontal a la violencia de estado.

La suma de todos los daños esta dividido en cuatro secciones. Las primeras tres se podrían describir como versos que lidian con temas tradicionalmente poéticos: la belleza, el amor, el desamor, la melancolía. La primera sección hace uso irreverente de una forma japonesa: el haiku. El uso del haiku en la primera sección de un poemario podría pasar desapercibido si no fuera porque es una forma atípica en la poesía nicaragüense. Con este gesto, Moreira empieza a dibujar el croquis de una rebelión, no solo contra la tradición poética de Nicaragua, sino contra una sociedad anquilosada; bajo un régimen dispuesto a usar la violencia para controlarla. No queda más remedio que recurrir al exilio:

San José de noche,
en sus calles nebulosas,
mi futuro incierto.

O el regreso del apátrida a un país impregnado de la muerte, el destierro y la incertidumbre:

Volví a Managua,
tenia un amigo menos.
Era el último.

Ya de entrada en esta suite de haikus Moreira va tejiendo los temas centrales de su poemario, la voz de un poeta que quisiera narrar la belleza, pero que se enfrenta mas bien a un horizonte inhóspito e incierto.

La siguiente sección, “Palabra húmeda,” retoma una idea que subyace profundamente en la tradición poética. Me refiero a la ecfrasis, la descripción lírica de un elemento visual. Moreira logra potencializar el recurso visual de la ecfrasis en el poema “Dánae.” Según la mitología griega, Dánae—madre de Perseo—fue visitada en su celda por un Zeus convertido en lluvia. El mito tiene una larga tradición pictórica y Moreira hace uso del cuadro pintado por Gustav Klimt, “Dánae,” de 1907. El poema es un himno a la intimidad sexual y al placer: “Conozco la palabra que buscás, / es mi nombre / en sangre…” Incluso aquí, en este poema sembrado en una tradición de la ecfrasis clásica, está presente el fantasma de la violencia política y del sufrimiento

Otros poemas de este, el segundo movimiento del poemario, se enraizan en idiomas más propiamente vanguardistas. Con un epígrafe del futurista Umberto Boccioni, el poema “Mujer oficinista que cruza la calle” podría describirse como un ejercicio meramente estético en el cual el paisaje urbano se convierte en material poético. El poeta nos habla de un claxon, de un bus, del sol, del asfalto, de la temperatura en hora pico de una capital centroamericana.

Sin embargo, luego de esta resurrección de la estética de vanguardia, el poemario se ve invadido por la violencia y por los hechos de aquel abril infame del 2018, hechos aún frescos en la mente de todo nicaragüense. Si en la segunda sección se habla del amor y de la mirada poética, la tercera—“Memorial del fuego”—es dedicada “A los torturados, secuestrados, desaparecidos y exiliados.” En el primer poema—el ya imprescindible “Plegaria (poemas para leer durante un genocidio)”—la voz poética abandona la belleza y entra de fondo en el terreno de la elegía. Forma fúnebre, la elegía en manos de Moreira es también un recurso acusativo en el cual el poeta denuncia la violencia política. Es un rezo agnóstico a un Dios cuya ausencia sirve de rezo contra una masacre:

No quiero un Moisés, ni otro mesías.

Dios de amor, tené piedad de mis madres,
ellas aún te rezan arrodilladas por saber
/a mis hermanos a tu lado.
Dios, soy aquel que ayer y hoy reniega de tu existencia.

La cuestión teológica vibra en estos versos que sirven como simultanea plegaria y acusación. Si la idea de la poesía como religión vibraba en las secciones anteriores, aquí mas bien la poesía se ve como impostora ante la situación de violencia tan devastadora. He aquí el Neruda de “Explico algunas cosas,” y el Salomón de la Selva del Soldado desconocido: “¿Poeta? ¡No! / Decirlo me daría vergüenza.”

Esta incapacidad de usar la poesía como medio para comunicar lo bello, una incapacidad que es el resultado de una situación de violencia que invade el quehacer lirico del poeta, regresa en el poema “Abril.” Coronado por un epígrafe de “La tierra baldía” de T.S. Eliot, la reflexión que nos ofrece el poeta, con el subtítulo “Poema para leer después de un genocidio,” es el resultado de la impotencia de no poder escribir, de no poder abrigarse de lo bello cuando el genocidio nos toca la puerta:

Sucede que, desde el invierno de abril del 2018
Quiero escribir, y el llanto no me deja.
No son versos,
son lágrimas que encuentro y luego cargo
como un féretro
con cientos de cadáveres dentro.

En “El oficio de creer,” el cual forma parte de la última sección del poemario—“El hombre roto”—la idea de la poesía como religión recibe un tratamiento de lo lírico como acto de sobrevivencia ante el horror:

creo en la sonrisa de un niño cadavérico
creo en el llanto de un árbol
creo en la degradación
de los cuerpos por benévolos gusanos.
Pero no creo en su dios,
ese que ama con ira, y amándolos, se iracunda
-les responderé-.

La voz poética balbucea ante la vorágine de violencia que ha sumergido a Nicaragua desde aquél fatídico abril. Al destacar la impotencia de la poesía nicaragüense ante estos hechos Moreira nos enseña como hacer poesía después de la masacre.

El autor es profesor asistente en el departamento de literatura. Colgate University