La resistencia de Indira

Pintarse el cabello, maquillarse y arreglarse es para Indira un símbolo de rebeldía. Vio la muerte en las manos de su expareja y siente que ahora, tras ocho años de abuso, su vida apenas comienza

Publicado el 6 marzo, 2018
Yamlek Mojica L
Fotografía: Carlos Herrera
Gráficos: Juan García

Para Indira Vásquez, estar muriendo se siente como zambullirse al océano sin saber nadar ni poder salir. O al menos así recuerda ella la desesperación, las manos frías alrededor de su cuello y la mirada llena de odio del hombre que juró “amarla y apoyarla”. El mismo hombre que casi la ahorcó. Cuando Indira relata su historia, llora como si estuviera implorando por su vida de nuevo.

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Indira tenía 18 años cuando conoció a su pareja en la universidad donde estudiaba. Él trabajaba como instructor de deportes y ella cursaba su segundo año de Turismo. Las fiestas universitarias los unieron y rápidamente se hicieron pareja.

La infancia de la joven había sido difícil. Era la menor de cinco hermanos. Su padre los abandonó cuando todavía ella no había nacido. Su madre trabajó intensamente en tabacaleras de Estelí. A Indira, por problemas económicos «le costó» sacar su bachillerato y estudiaba la universidad «con las uñas».

Cuando él llegó a su vida era atento, cariñoso y detallista. “Era como el hombre ideal”, dice.

Sin embargo, “la perfección” comenzó a volverse grisácea y cruda. Indira salió embarazada y tuvo que irse a vivir con él. Sus atenciones y caricias cambiaron por abusos y restricciones. Ella debía seguir ciertas reglas impuestas por él como no trabajar, estar siempre disponible para todos sus gustos y necesidades, entre otras.

Él, de salir eventualmente a fiestas, comenzó a emborracharse todos los días. A veces no llegaba a la casa y otros días regresaba furioso, listo para insultarla. Su «obligación» era atenderlo y si el «servicio» no le gustaba, él le arrojaba cosas y le gritaba. “No me golpeaba, pero sí me arruinaba la mente”, explica Indira.

Casi diez años después, asevera que no volvería a quedarse callada ante una situación parecida. Ahora usa el cabello amarillo y rizado, ama el maquillaje y le gusta usar joyas en las manos. Está irreconocible, dice. Él le prohibía arreglarse y salir. Si se pintaba los labios la llamaba “zorra” y «puta». “Era la rutina”, cuenta.

Vivió ocho años así. Ocho años escuchando insultos todos los días y resistiendo. Tratando de resistir. Sentía que no tenía razón para vivir.

Pensó en suicidarse. «Una se bloquea, porque de tanto que te meten en miedo que no servís para nada, te das cuenta que llega un punto en que sí, no servís para nada y es horrible. Me sentía muy mal», recuerda.

Pero su familia no creía que ella fuera infeliz. «¿Cómo es posible? ¡Lo tenés todo! ¡Te da todo lo que vos le pidás!», le cuestionaba constantemente su mamá cuando comentaba que quería dejarlo porque «le tenía miedo».

Él compraba todo tipo de electrodomésticos. Para la familia de Indira eso era sinónimo de «felicidad». «Sí, yo tenía todo, pero no me sentía bien que todos los días me dijera zorra, pobre, traicionera, muerta de hambre. Como mujer te sentís frustrada, arruinada», lamenta.

Sus amigas se preocupaban. Ya no les hablaba mucho, porque él decía que eran «malas influencias». Sí, la influían. Influían en que debería abandonarlo o en que tenía que comenzar a trabajar para no depender de su dinero. Y a pesar de los gritos y amenazas, Indira se hizo cocinera de una escuela para niños y empezó a estudiar inglés los sábados.

Ser independiente, asegura, hizo que finalmente lo dejara de amar. Ya no excusaba sus llamadas excesivas o sus reclamos violentos. Si quería salir lo hacía sin pedir permiso y cada vez más pensaba en separarse de él.

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El 17 de junio de 2016 estaba dispuesta a dejarlo. Recuerda cuánto se divirtió en el cumpleaños de una de sus amigas, también recuerda los gritos de él cuando se dio cuenta que estaba fuera de casa y lo cansada que se sentía de esas situaciones. Lo recuerda a él, esperándola en la puerta, furioso. Tenía los puños cerrados y su piel blanca se había puesto roja. Ella fue a la casa a traer a su hijo y un poco de ropa para ir a dormir donde su madre. Estaba «harta de tantos gritos». Saber que se iba lo enfureció aún más.

–Es que nadie te dio el permiso de irte. Si te vas te voy a destruir.

–Dejémoslo aquí, yo me voy donde mi mamá por hoy y lo hablamos después.

–Es que no vas a hablar más…

La empujó contra el muro y la levantó por el cuello. Pensó en su hijo, su familia, su trabajo y sus amigos. No podía respirar ni hablar. No sentía aire en sus pulmones y quería vomitar. Veía su rostro furioso y escuchaba las frases que le repetía: «Mirá lo que me hiciste hacer. Todo esto es tu culpa”. Sentía como si estuviera dentro del agua, pero sin saber nadar, ni poder salir. Dejó de sentir su cuerpo y de escuchar. Lo único que podía hacer era llorar. «Cerré mis ojos y comencé a ver blanco. Me estaba muriendo», relata.

Indira no sabe por qué la soltó. Mientras ella estaba en el suelo, casi inconsciente, él comenzó a excusarse y pedirle perdón. «Como pude le dije que me dejara en paz, que no lo perdonaba. Esa vez ya no. Él cambió totalmente de sentirse ´mal´ a decirme que se iba a encargar de destruirme, que me iba a morir de hambre, que me iba a matar, que iba a terminar lo que había comenzado, porque era de él o de nadie. Agarré el teléfono y le dije que iba a llamar la policía y él huyó», relata.

Cuando él salió de la casa, fue la primera vez que ella se sintió libre. Solo se llevó a su hijo y una silla que había comprado con sus ahorros. «Sabía que si me quedaba iba a regresar para matarme», afirma. Se fue llorando, pero con la esperanza de «no volver a verlo nunca jamás». Ese día su familia, al ver las marcas que le había dejado en el cuello, entendió todo el daño que le causaba. «Finalmente me sentí acompañada», dice.

Después empezaron las amenazas y el acoso. Comenzó a jugar con su mente. Mandaba recados a su trabajo, tenía controlados sus horarios y buscaba excusas para que se vieran. Indira tenía miedo de salir sola a la calle, porque sentía que él estaría en algún lado listo para matarla. Cuando llegaba a traer a su hijo, ella se escondía. Verlo le causaba ataques de pánico, la respiración se le cortaba de nuevo y en la noche no podía dormir.

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En diciembre de 2017, un año y seis meses después de haberse separado, su expareja la atacó de nuevo. Llegó para ver a su hijo y terminó golpeándola. Cuando los familiares de Indira trataron de defenderla, él los agredió. «Todo lo que había avanzado se arruinó ese día. Yo no había querido denunciarlo, porque las autoridades no hacen nada. No confío en eso. Pero tenía que hacerlo para que quedara un registro por si algún día me mata«, lamenta.

Cuando Indira fue a la Policía Nacional, la persona que la atendió le dijo que «no creía eso» de él y engavetó su acusación.

Según Juana Villareyna, codirectora de la Fundación Entre Mujeres de Estelí (FEM), estas situaciones son muy frecuentes después que se reformara la Ley 779, Ley Integral Contra la Violencia hacia las Mujeres.

«Para nosotras fue muy importante la aprobación de la Ley 779, teníamos un instrumento jurídico que nos amparaba. Después de los machetazos que el Gobierno le dio, vamos de retroceso. Sentimos que en Estelí esta ley no existe. Hay mujeres que prefieren irse de aquí porque no les dan seguridad», afirma.

Un país sin protección a las mujeres

Después que Indira se asesorara con abogadas facilitadas por el FEM, la única opción que la Policía le dio fue la mediación. Según las autoridades «no tenían evidencia suficiente para que él entrara a la cárcel». Sintió que el Estado no le dio importancia a su testimonio. Indira también denunció en las redes sociales. Él tiene la custodia de su hijo.

En 2017 en Estelí se registró un femicidio y un femicidio frustrado. En 2018, solo en la tercera semana de febrero, en este este departamento dos mujeres fueron asesinadas. También, al fondo de un pozo, se encontró el cuerpo de una niña de 12 años, violada y con signos de tortura.

Juana Villareyna afirma que en Estelí, como en el resto del país, las Comisarías de la Mujer, mencionadas en la Ley 779, han desaparecido «completamente». Sin embargo, en este departamento la Policía defiende la existencia de dicho organismo y se nombró a la comisionada Carmen Rocha como actual jefa de la Comisaría. La activista asevera que «todo es una fachada».

Cuando Niú buscó la versión de la comisionada Carmen Rocha aseguró que «no podía dar ninguna declaración sin la autorización previa de sus superiores». Al buscar la autorización de su superior, su secretaria dijo que «no estaba en el edificio» y que «no iba a regresar por el día».

Han pasado tres meses desde la última vez que Indira vio a su agresor. Ahora trata de sonreír cada vez que puede. Es algo nuevo para ella y tiene que aprovecharlo al máximo. Le gusta platicar con las personas y hace amistades fácilmente. «Yo cambié. Trato de olvidarme de eso. Comencé a arreglarme, porque eso me hacía sentir mejor, bonita. Terminé de estudiar Inglés y a salir con mis amigas. Me sentía libre, es que sin él soy una persona distinta«, expresa.

Sin embargo, el miedo la sigue gobernando. Siente que vive bajo un sistema que la abandonó y una sociedad que, para ella, le dio la espalda. Su vida casi termina el 17 de junio del 2016, pero ahora está apenas comenzando, afirma.

*Nota del editor: El nombre de la pareja de Indira Vásquez se retiró del texto original, porque el proceso legal concluyó con una mediación.