Antes de arder en una hoguera, Vilma Trujillo vendía cajetas en El Cortezal. Colocaba el caldero sobre su hornilla de cenizas y tierra, encendía la leña que recogía de la montaña y revolvía los ingredientes mientras la madera crujía en el fuego.
–Le gustaba ´hornar´ y hacer cajetas de coco–, cuenta Marvin Trujillo, su hermano.
—¿Eran ricas?
–Uuu ¡Ricas! Frescos también.
—¿Y las vendía?
–Pues claro.
—¿A cuánto?
–A peso. Todos los domingos hacía cajetas.
—¿La extrañás?
–Vé ¡Cómo no me va a hacer falta!
Marvin es huraño y se parece mucho a Vilma: ojos rasgados y hundidos, rostro triangular y piel marrón.
A su hermana ahora le llama “la finada”.
“Cariñosa era, buena era ella”, dice. Habla bajo, casi susurrando. Viste una camisa gris, bluyín y unas botas negras de hule. A su lado espera Ángela García. “La vi nacer y la vi morir”, lamenta la mujer. Vilma era su sobrina y juntas se mudaron a El Cortezal, a seis horas de la zona urbana de Rosita y a casi 500 kilómetros de Managua. Compartían una parcela donde la joven tenía su casa: un cajón de tablas de cedro y techo de paja sin ventanas ni divisiones internas.
“Hace cuatro años que falleció la mama de ella, y ella quedó en mi poder; en mi tuquito de tierra estaba ella, era mi vecina, tarde y mañana nos visitábamos”, recuerda Ángela.
“Era risueña, cariñosa, servicial”, dice. Vilma vendía frescos de arroz a cinco córdobas, Vilma horneaba pan de maíz y harina en un caldero, Vilma cocinaba sopas de gallina y criaba gallinas que cacareaban en su patio, Vilma era ama de casa, Vilma fue maltratada por el padre de su primer hijo, Vilma no solo fue la mujer abrasada por las llamas. Esta es la Vilma de la que nadie habla.
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No hubo hospital, ni médico, Vilma Trujillo García nació en su casa y su abuela Juliana Blandón fue quien se encargó del parto.
“Toditos los hijos que parimos solo con el poder de Dios que nos ayudó, y mi mama que nos dio un remedito. Uno (que es) de la montaña así es, en la casa”, explica su tía Ángela García.
Vilma nació el 11 de agosto de 1993 en San Miguel de Casa de Alto, comunidad a una hora de Apawás, poblado del municipio La Cruz del Río Grande, Región Autónoma de la Costa del Caribe Sur de Nicaragua (RACCS).
Sus padres, Catalino López Trujillo y Eduvina García Blandón, se conocieron porque el esposo de Ángela es hermano de Catalino. “Estamos en familia, dos hermanas y dos hermanos”, explica Ángela.
Vilma creció sin lujos. “Ellos no se criaron jugando, ellos se criaron haciendo los oficios de la casa”, asegura su tía.
“Nosotros nos criamos en la montaña, nunca vimos un televisor, nosotros lo vimos ahora que somos viejas. Aquí en la montaña no hay de eso, y los padres de uno son pobres”, recuerda Damaris García, prima de Vilma.
La escuela más cercana a su comunidad estaba a varias horas de distancia, asegura Miurel Gutiérrez, del Colectivo Gaviota, organización que defiende los derechos de la mujer en Rosita. “Ella no tuvo acceso, al igual que sus hermanos, a terminar una primaria. La gran mayoría de la familia de Vilma no puede leer ni escribir”, afirma Miurel.
–Nos echó a la escuela ella (Eduvina)
–¿Y hasta qué grado llegaron?
–Yo no pude aprender nada.
–¿Y tu hermana?
–Yo no me acuerdo, dice Marvin.
“La Vilma llegó hasta tercer grado, sabía leer y escribir”, asevera Ángela, “no siguió estudiando porque se fue con un hombre”, agrega.
Vilma tenía 16 años cuando se “emparejó” con un joven de 17 que sería el padre de su primer hijo, hoy de cinco años.
“Primero estuvo con la hija de mi tía (Ángela). Ella se la quitó a la fuerza a la otra muchacha, que también le tiene un niño. La Vilma estaba soltera y se enamoró de ella y se la robó también. Eran bien feos los modos (de él), era bien raro, era pleitisto con las mujeres, las hacía llorar, les pegaba con la macana cuando las llevaba a sembrar al monte”, cuenta Damaris.
–Vieras qué terrible era ese hombre con mi hija y con ella (Vilma) yo no sé cómo fueron cayendo en las manos de ese perro le digo yo–, afirma Ángela.
–¿Qué les hacía?
–Las llevaba al campo a trabajar y después cuando estaban en el monte las agarraba y con la misma macana les daba en la cabeza.
Su sobrina, dice, lo denunció porque la golpeó estando embarazada. Él está ahora en Costa Rica y se fue sin conocer a su hijo.
De los 37 femicidios reportados hasta el 25 de agosto, 12 sucedieron en el Caribe nicaragüense. La pobreza extrema, la raquítica presencia del Estado en la zona y el machismo, multiplican la violencia. Niñas son cedidas a sus verdugos porque sus familias viven en pobreza extrema o porque se cree que al menstruar están listas para ser “mujeres”.
“Nos roban o nos vamos con hombres que sean mayores para que nos puedan dar una mejor vida, sin tener la precaución de que esos hombres no nos van a dar mejor vida, sino que se convierten en nuestros verdugos”, explica Miurel.
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Vilma Trujillo cayó de espaldas a la hoguera. La echaron atada de manos y pies al fuego en el que ardió a 400 grados centígrados. Gritaba y buscaba cómo salir pero no conseguía escapar de su condena: morir la purificaría. Miguel Ramos no soportó verla encendida y la arrancó de las llamas, para entonces el 80 por ciento del cuerpo de Vilma ya estaba quemado.
“No tuve fuerza, me puse a orar y llorar por la desgracia”, dijo Miguel, habitante de El Cortezal, en el juicio contra Franklin Jarquín, Esneyda Orozco y los hermanos Pedro, Tomasa y Juan Gregorio Rocha, responsables de la muerte de la joven.
“Ya estaba quemada. Se retorcía y decía ‘ay, ay, ay, me voy a morir’”, contó a Confidencial M.T., hermana menor de la víctima.
La tragedia empezó el 15 de febrero de 2017 cuando Juan Gregorio Rocha de 23 años, pastor evangélico de la Iglesia Visión Celestial, llegó a traerla para orar por ella porque estaba “endemoniada”.
Después de varios días de ayuno “una revelación” resolvió que el fuego era la única forma de liberarla de la fuerza maligna que la tenía prisionera. Según el expediente judicial del caso, Vilma estaba “agresiva, se encontraba enferma, hablaba sola, decía incoherencias, cantaba y no reaccionaba cuando le hablaban”.
Durante seis días la tuvieron amarrada y sin comer. En uno de ellos se soltó, agarró un machete y los amenazó. “No queríamos causarle daño”, admitió en el juicio la diaconisa Esneyda Orozco.
El rito sucedió la madrugada del 21 de febrero. Catalino López Trujillo encontró a su hija hasta el mediodía. Estaba detrás de la capilla, desnuda sobre un brasero y con el cuerpo quemado. El fuego de la hoguera todavía estaba encendido. Cuando vio a su padre, Vilma pidió agua, miraba “su manito quemada” y pujaba de dolor. Catalino la vistió y en una hamaca, con ayuda de otros miembros de la iglesia, se la llevó a la casa de Ángela. Les tomó tres horas llegar.
“Los pastorcitos me bautizaron”, dijo Vilma a su hijo de cinco años. “No llore mi niño, no llore”, repetía la madre a su hijo desconsolado.
“El niño más grande en un solo llore le decía ´y qué le pasó mamita´, ella le decía ´el pastorcito me bautizó´ y se miraba donde la tuvieron amarrada y los pellejitos ella se los pelaba y el niño en un solo llore. (Vilma) le preguntó a mi tía por una chancha que tenía, que si ya había parido, de una chompipa que si ya la habían echado, esas fueron las últimas palabras antes de que se la trajeran a Rosita”, cuenta Damaris García, su prima.
Por la lejanía, no pudieron llevarla al hospital de inmediato. El 22 de febrero salieron a las tres de la mañana de El Cortezal y llegaron por la tarde a Rosita. De su casa al centro de salud fue trasladada en hamaca, de Rosita a Bonanza en carro y en avión de Bonanza a Managua, donde murió el 28 de febrero a causa de un edema pulmonar y un fallo multiorgánico.
Donde la quemaron, la Policía encontró un brasier rosado y dos mecates, uno de siete metros de largo y otro de nueve metros, atados a un árbol de guaba, que según testigos, era usado para mantenerla amarrada. La hoguera medía un metro y medio.
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“(Vilma) llegó el lunes con una gallina y la voló debajo del molendero de la casa de su hermana que se iba a aliviar y agarró un vaso de agua y se lo tomó y le agarró la barriga a ella y le dijo que no era un niño el que iba a tener si no una culebra”, recuerda Ángela García, su tía. Según ella, su sobrina “se enfermó de la noche a la mañana”.
–Las alucinaciones de Vilma se cree que son después de la violación que ella sufre–, asegura Miurel Gutiérrez, defensora de derechos humanos y activista del Colectivo Gaviota.
–¿Quién se supone que la violó?
–El curandero de la comunidad fue el que la violó. Cuentan que a ella la violó en un río que hay cerca de la casa de Vilma, que la anduvo persiguiendo durante varios días y que ese día incluso ella se le había corrido porque andaba a caballo, pero que cuando ella llegó cerca del río allí la agarró y la violó.
–¿Y eso quién lo dice?
–En el Cortezal así lo cuentan.
–¿Ella le contó a alguien?
–Ella dijo que él la había violado. La gente creía que era mentira, que era parte de las alucinaciones de Vilma.
De acuerdo a Miurel, después de eso la joven sufría brotes de histeria. Lloraba durante todo un día, estaba furiosa o hablaba sin sentido.
Según ella, Vilma cayó en un estado depresivo derivado de esa situación traumática, pero nadie comprendió su sufrimiento.
Ángela dice que nunca se enteró del incidente del río. “Hasta ahora me estoy dando cuenta, yo nunca escuché eso. Eso es mentira, estoy segura que no pasó”, asegura.
Reynaldo Peralta, de 36 años, era la pareja de Vilma. Juntos se mudaron a El Cortezal y de su unión nació una niña que hoy tiene dos años. “Reynaldo me dijo a mí que la mama no lo quería y que si le daba posada y que se iba a ir con nosotros, y como somos conocidos le dije que sí pero yo sin saber que ellos estaban entendiéndose”, explica la tía de la víctima.
Reynaldo aseguró al diario La Prensa que su “mujer no estaba endemoniada a ella lo que le hicieron fue una brujería, porque ella tomaba un remedio que le dio un hombre, quien ahora la familia de Vilma me contó que la había violado y desde que comenzó a tomar eso cambió un poco conmigo. Cuando yo me di cuenta de la violación, yo fui a buscar al hombre que se llama Roberto y le reclamé, pero no me enfrenté con él, porque andaba armado con un rifle”, relató.
En Rosita, el Colectivo Gaviota atiende en sus oficinas como mínimo dos violaciones al día “¿y las otras mujeres que no denuncian?”, cuestiona Miurel quien considera que este es un problema grave de salud pública y de abandono estatal.
Y es que para demostrar una violación debe realizarse un examen con un médico forense, pero el doctor más cercano atiende en el municipio de Siuna, a dos horas y media de camino desde Rosita. “Las violaciones son muy difíciles de denunciar y de probar porque en los casos de violación las horas cuentan para que se puedan preservar las pruebas. Para cuando el médico forense te examine te va a decir que tenés ruptura de himen de vieja data porque el tiempo ya pasó”, lamenta.
“Es un problema de salud pública, es un problema de falta de acceso a la justicia, porque la Policía no realiza los procedimientos necesarios y como nos encontramos en un municipio donde solo tenemos un juzgado local la situación para poder acceder a la justicia es caótica”, asevera.
Contra el supuesto violador no hay, ni hubo proceso judicial. La historia es una especie de leyenda que resuena entre los caminos pedregosos de El Cortezal.
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Vilma Trujillo tenía el pelo hasta la cintura y desde que entró a la Iglesia Visión Celestial vestía solo de faldas. Todos los días se levantaba cuando el güis y los gallos cantaban al alba. Dormía en el suelo sobre tablas o en una hamaca que colgaba de un pilar de madera. Madrugaba para cumplir con los quehaceres domésticos.
Vilma “nunca se dejaba vencer por las adversidades”. Era una mujer muy trabajadora, que siempre ayudaba a sus hermanos de sangre y comunidad: los domingos preparaba frescos de arroz molido o maíz, para venderlos en la Iglesia a cinco córdobas. Allí ofrecía sus cajetas de coco o de maíz con leche. También criaba chompipes, gallinas y cerdos para ganar dinero.
“Como a veces los hombres son machistas, no son responsables, a ella le tocaba andar buscando las cosas”, cuenta Ángela, su tía.
“Ser mujer en esta zona es algo titánico”, subraya Miurel Gutiérrez.
En el Cortezal no hay agua potable, ni energía eléctrica. Los caminos son de tierra y no hay escuelas, ni centros de salud. La Iglesia Visión Celestial llenó las carencias de un Estado ausente. “Lo que decía Juan Gregorio desde el púlpito para ellos era verdad”, recalca Miurel.
En esta comunidad las casas son puntos dispersos entre los árboles y la maleza. Sus habitantes son agricultores que siembran maíz y frijoles. Un quintal de frijoles lo venden a 700 córdobas, cuando en Managua se compra por el doble. “Es una zona extremadamente pobre”, donde los hombres se van al campo y las mujeres se quedan en casa cuidando a los hijos, a las gallinas y a los cerdos que retozan en el lodo.
“Si (los hombres) lograron vender algo ese día toman alcohol, o alguna chicha o fuman marihuana, que la marihuana es como comprar cigarros en Managua, llegan a la casa, exigen tener relaciones sexuales con su mujer, si se dejan o no, de todas maneras va a haber violencia porque las mujeres tienen que estar cien por ciento disponibles y con la comida hecha, aunque no les hayan dado ni un peso en el día”, recalca Miurel.
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Han pasado seis meses desde la tragedia de Vilma Trujillo y de su casa solo queda la paja. Catalino, su papá, se llevó las tablas, destruyó la hornilla que su hija amasó con tierra y cenizas, y metió la ropa de ella en un saco que yace en el suelo del sitio donde está viviendo.
“Ese pobre viejito está con gran miedo que no quiere venir, ahí está posando donde un sobrino en San Miguel de Casa de Alto, como decían que hasta a mí me iban a venir a quemar mi casita por la denuncia”, cuenta su cuñada.
Los hijos de Vilma están separados. El niño, a quien su mamá enseñaba a barrer y con quien era “alcahueta”, está con un tío. La niña quedó con Reynaldo, su papá. Ninguno ha recibido asistencia del Ministerio de la Familia.
Aunque se exigió que el caso fuese catalogado como femicidio, a los acusados se les condenó por asesinato y secuestro simple. Saldrán el 28 de febrero de 2037. Sus familias también viven en extrema pobreza, los hermanos Rocha, por ejemplo, dejaron a sus nueve hijos al cuidado de sus padres ancianos que dicen no poder mantenerlos.
“Me duele el corazón por lo que ha pasado, ella era de verdad de pocos recursos, vivía en una casita y yo traté de ayudarle, llegué con el corazón abierto, la familia tenía dificultades con la finada, como que le tenían miedo, y yo los he querido en gran manera y a la finada también”, dijo el pastor Juan Gregorio Rocha durante el juicio.
“El caso de Vilma es para que podamos evidenciar que hay una indefensión para las mujeres de aquí, es un error que lo dejemos solo en la parte religiosa porque esto hace que no se vea la integralidad de las causales que llevaron a que Vilma hoy esté fallecida, no solamente fue la Iglesia, es el Estado también, es una sociedad que está indolente ante la situación de violencia hacia las mujeres”, sentencia Miurel Gutiérrez.
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En El Cortezal empieza a salir el sol después de quince días continuos de lluvia, la Iglesia donde Vilma Trujillo ardió permanece cerrada a la espera del nuevo pastor.