El paisaje invernal del cerro Tepesomoto, a 231 kilómetros de Managua, es verde y azul marino. Marely Albir Figueroa de 16 años, ya está familiarizada con la vista. Se levanta a las cuatro de la mañana para buscar agua del pozo cerca de su comunidad y de regreso, mientras va cargando un bidón lleno sobre su pequeña cabeza, mira el amanecer en su esplendor.
Los caminos de Mansico –una pequeña comunidad rural dentro del cerro, ubicada a ocho kilómetros al sur de Somoto–, están llenos de piedras y hoyos, por las lluvias que los inundan y destruyen, imposibilitando el paso de vehículos. Pero esto no detiene a Marely, quien los anda por horas para traer agua, ir a clases, impartir talleres de salud sexual o practicar teatro rural.
“Es duro ser niña aquí”, se lamenta y agrega rápidamente, “eso no es impedimento, ni nunca lo será”. En Mansico hay más de 270 familias que a diario se enfrentan a las mismas condiciones, según Plan Internacional Nicaragua, una organización de desarrollo comunitario enfocado en la niñez.
Para llegar a su escuela tiene que salir de Mansico, lleno de árboles y quebradas incipientes que en invierno se vuelven peligrosas. Atraviesa dos comunidades más compuestas de pequeñas casas de tablas, barro y plástico, separadas por cientos de metros de distancia, y divididas por troncos y cables de púas.
Sentada en un escalón improvisado de su escuela, los niños corren a su alrededor en una cancha de tierra. El ruido de los gallos, grillos y ranas domina el ambiente y dice: “Yo soy privilegiada y por eso soy activista. Por las niñas que no pueden disfrutar estar aquí hoy. Por eso lucho yo”.
Es «privilegiada», porque para ir a clases tiene que caminar más o menos una hora, si el paso es rápido. Otros, cuenta, tardan más de dos horas. Es que la única forma de llegar al colegio rural es a pie.
“Andar en bicicleta es un riesgo”, explica. Los caminos, además de estar en mal estado, son cuesta arriba y ya han sucedido muchos accidentes. “Los niños cuando se caen pierden el conocimiento, porque no caen en lo liso, sino entre piedras, lodo y un montón de cosas más. A mí me pasó una vez», cuenta la joven.
Pero el trajín de las clases es por la tarde. Los niños dedican sus mañanas a cargar agua, ayudar en el campo o cuidar a sus hermanos menores. Los padres de Marely trabajan en carpintería, agricultura, panadería y todo lo que se pueda. Por eso, a ella y a sus dos hermanos, les corresponden las labores domésticas y salir de Mansico para acarrear el agua del día.
El paisaje de tonos fríos hace meses era una utopía. En marzo, ese mismo camino de árboles verdes y frondosos, estaba amarillo, desértico. Mansico y sus comunidades aledañas vivían una de sus peores crisis de agua, ya que forman parte del corredor seco de Nicaragua y la lluvia no caía desde hace casi tres años.
“Lo que pasa en la comunidad afecta directamente a las niñas”, explica Marely y cuenta: “nos teníamos que levantar a las cuatro de la mañana para ir a acarrear el agua y si llegábamos cinco minutos después, a veces nos quedábamos sin nada”. La situación es parecida ahora, pero las lluvias han contribuido al abastecimiento de los acuíferos, restando preocupaciones para los habitantes.
El pozo más cercano a su casa está a más de un kilómetro cuesta abajo. Al regreso, debe subir el mismo camino cargando un balde lleno de agua sobre su cabeza y sostenerlo con uno de sus brazos, procurando que nada se desperdicie. El agua que lleva, solo puede ser usada para beber y cocinar.
Para lavar ropa y bañarse, las familias van a las quebradas más cercanas. “Es un peligro, porque alguno puede llegar a violar a una niña mientras se baña en esos lugares”, confiesa Marely. Según Plan Internacional Nicaragua, en Mansico no se han reportado casos de este tipo, pero la comunidad siempre está alerta.
“Enferma, así como estoy, trato de cuidar a mi muchachita”, dice María Sinforosa Figuera, madre de Marely. Ella y su marido, Donaldo Albir, padecen artritis por haber trabajado casi toda su vida cortando café. «Uno considera a sus padres, pues. Yo no quiero que se muevan mucho y me gusta hacer las cosas por mi cuenta. El problema es que es bien solo, pero ahí nos acompañamos varias y por eso no nos pasa nada”, dice la joven sonriendo.
María y Donaldo se conocieron en la montaña durante los cortes de café. Él de 17 años y ella de 12. Él era de Estelí y ella originaria de la comunidad indígena Chorotega que vive en Tepesomoto. Se fueron a vivir en las partes más elevadas del cerro a 1,700 metros sobre el nivel del mar y seis años después, tuvieron a su primer hijo.
María mide casi metro y medio, su rostro es ovalado y su piel cobriza. Tiene el cabello azabache y largo, que en general, lleva recogido, así no interfiere mientras cocina. Camina despacio y con una mano sosteniéndose el costado. Hace meses tuvo una crisis en las rodillas y no podía levantarse.
Hoy está tostando café recién traído de la montaña. La hornilla que usa, dice orgullosa, “es una de las más modernas de la comunidad”. De repente se sienta en una silla quebrada de plástico porque “no aguanta las canillas”. Donaldo deja de tallar madera para un trabajo de carpintería que está haciendo y comienza a cuidar el café.
Hace 19 años ellos no vivían en ese sitio, sino cinco kilómetros más arriba del cerro, pero su hogar fue destruido por el Huracán Mitch. Donde habitan ahora, nació y creció Marely. Es la última de siete hermanos y según cuentan “la más mimada”.
“Era bien enfermosa ella, usted viera. Una vez se nos cayó de la cama porque él (Donaldo) andaba en los cortes y yo me puse a limpiar la casa y ella se cayó. Teníamos que llevarla a cada rato al médico, porque se le afectó su cabecita, convulsionaba y todo”, relata María.
En ese entonces, tenía que caminar diez kilómetros hasta el hospital de Somoto. El medicamento lo mandaban a traer a Honduras y ellos debían trabajar el doble para poder pagarlo. Ahora existe un centro de salud en Santa Isabel, una comarca aledaña a casi cuatro kilómetros de Mansico, pero la medicina es escasa. “Nos ha costado nuestra niña”, explican.
Pero si de algo están orgullosos es de tres cosas: la carpintería de Donaldo, la cocina de María y la inteligencia de Marely.
Donaldo es un carpintero empírico que hace machetes y puntas de arado a 100 y 200 córdobas. Cuando recoge lo suficiente fabrica guitarras y las vende a mil. Lo hace porque le gusta, no por el dinero. “De una guitarra gano como mucho 300 pesos, pero como me gusta hacerlas, las hago feliz”, dice.
María, por su parte, vende nacatamales a 10 córdobas y hornea pan por un córdoba cada bollo. “A mí me queda rico todo, en verdad. Si yo fuera a Somoto a venderlos los daría más caros, pero no puedo por mis rodillas. La gente aquí es pobre y con costo ganamos a lo máximo 100 córdobas al día, no puedo cobrar más por más ricos que me queden”, lamenta.
Marely es muy parecida a su mamá, pero tiene la altura y la sonrisa de su papá. Quienes la conocen la describen como “alegre, estudiosa y decidida”. Afirma que su perseverancia fue heredada de sus padres e impulsada por las capacitaciones de Plan Internacional Nicaragua.
Nicolasa Gutiérrez, es testigo de la persistencia de la joven. Nicolasa es una líder indígena chorotega de 54 años y chaperona del grupo de «Campeones para el Cambio» de Plan. Ella lleva a Marely y otras niñas a las oficinas de la organización en Somoto, para que reciban distintas charlas sobre sexualidad, igualdad de género y salud.
“El problema de Mansico es que aquí no hay trabajo, (los padres) dejan a las niñas a la intemperie porque se van a trabajar a las ciudades. Yo trato de cuidarlas, de protegerlas, que no anden solas”, confiesa Nicolasa.
Ella sale de casa después de preparar la comida para su esposo y su hijo, que trabajan como agricultores y salen a las seis de la mañana al campo. Después comienza a buscar a las niñas para llevarlas a Somoto. “No pueden andar solas, la gente es mala y les pueden hacer daño”, lamenta.
“Cuando hay escasez de agua, los niños llegan a morirse. Cuando comienza a haber robos, los blancos más fáciles son los más chiquitos y nadie los cuida, todos los grandes andan en su mundo trabajando, porque aquí hay que rebuscarla”, asegura la líder.
El acompañamiento que ella les da, es también para evitar el embarazo adolescente, una problemática muy común en esta zona rural. Nicolasa juega un papel de consejera juvenil para Mansico. Las niñas llegan en las tardes a pedirle sugerencias para superar los problemas que atraviesan, en su mayoría, de violencia.
La educación rural como herramienta para el cambio
Dentro del colegio rural Padre Fabretto, donde estudia Marely, las condiciones son precarias. No hay pizarras y casi no tienen asientos para los estudiantes. El colegio fue fundado hace 25 años, pero hasta hace dos años comenzó a ofrecer la secundaria con ayuda de la Fundación Fabretto y Plan Internacional. Según Rigoberto Gutiérrez, profesor del colegio, para los jóvenes (la escuela) «es una escapatoria de todos los quehaceres que tienen en la casa».
De 90 estudiantes que se matricularon en la secundaria rural este año, solo 84 continúan hasta la fecha. Y de 16 niñas que entraron en la generación de Marely, solo ella no ha desertado de clases. “En el centro educativo los muchachos abandonan la escuela porque necesitan trabajar, otras porque salieron embarazadas, porque ya se van en familia o porque no tienen apoyo de los padres. Jóvenes de 14, 15 años hacen eso. Ahora ya no es tan común por niñas como ella (Marely) que les dan capacitaciones y los empoderan”, cuenta Rigoberto.
Según Plan Internacional, uno de los mayores problemas en Mansico y sus comunidades aledañas, es el embarazo adolescente. «Los hombres mayores vienen a esperar a las niñas después de clases para ‘carretearlas’. Salen embarazadas y se tienen que salir de los estudios. Es crítico», cuenta el profesor.
“¿Cómo es posible que en vez de estar pendiente de nuestro futuro tengamos que cambiar pañales? ¿Cómo lo vemos bien eso?”, se cuestiona Marely. Es tan común que a ella, de 16 años, constantemente le preguntan por qué no “se ha juntado con alguien» y «¿a qué hora comienza a criar?». «Esos comentarios más que enojarme, me entristecen por la mentalidad que tienen», lamenta.
De Padre Fabretto han salido dos generaciones bachilleradas. Maricela Gutiérrez de 19 años, lo consiguió y ahora cursa el segundo año de Enfermería en la Universidad Martín Lutero, de Ocotal.
Maricela va a clases los sábados y cocina y vende nacatamales en los días de semana para costear sus estudios. Sus padres son campesinos agricultores y ganan al día entre cien y setenta córdobas. “Me ayudan en lo que pueden, pero yo tengo que salir a ganarme mi educación”, explica.
«Estudiar es muy difícil en el campo, por todas las situaciones que se presentan. A veces no encuentro vehículo para transportarme, entonces me voy caminando hasta Somoto y de ahí voy para Ocotal. A veces el pasaje no me da o no puedo almorzar dentro de la universidad, porque no me alcanza. No importa, porque mi mente está enfocada en sacar mi licenciatura cueste lo que cueste», cuenta la joven.
Maricela también ayuda en primeros auxilios dentro de la comunidad, para que las personas no viajen hasta el centro de salud más cercano, ubicado en una comarca lejana. “Mi sueño es poner una clínica en el cerro, para que la gente no viaje tan largo ni sufra tanto”, dice sonriendo.
Ella y Marely, pertenecen a un grupo de teatro comunitario para jóvenes, liderado por Emiliana Muñoz de 15 años y creado hace un año. Las obras que interpretan son un reflejo de la comunidad: un pueblo lleno de violencia, embarazos y falta de agua.“En nuestras comunidades hay tanta discriminación que nadie mira. Con las obras tratamos que la gente ponga atención”, cuenta Muñoz.
Las obras son presentadas en las comunidades cercanas a la escuela, pero también han viajado a Somoto y Ocotal para mostrarlas a las autoridades municipales.
Emiliana sueña con llevar sus obras a la capital. «No quiero que esto se quede aquí, quiero que todos sepan que estamos haciendo algo», enfatiza. En el grupo están más de 20 jóvenes de las comunidades de Tepesomoto.
“El tiempo libre que los chavalos tenían para andar haciendo cosas malas ahora lo ocupan en el teatro”, confiesa Rigoberto. El profesor también cuenta que desde que el grupo abrió el año pasado, el índice de violencia ha bajado y los niños son “más empáticos en temas de género”.
Otra de las metas de Emiliana es aprender Inglés y ser profesora de Matemáticas, para llevar sus conocimientos a las comunidades. En Mansico, según el último censo nacional de 2005, ninguno de sus habitantes había logrado finalizar una carrera universitaria. Según Plan Internacional, de 10 niñas que culminan el bachillerato, cuatro logran entrar a la universidad y no todas la finalizan.
La meta de Marely, Maricela y Emiliana es salir de sus tierras, estudiar y regresar para mejorar la calidad de vida de todos sus habitantes.
“La gente se sorprende que no tengamos hijos y que queramos salir de aquí”, dice Marely. Ella después de graduarse de la secundaria planea viajar a Managua para estudiar Comunicación y enfocarse en prensa escrita. Sin embargo, en la capital, también pretende educar a las personas en las costumbres y tradiciones de «su tierra». “A mí no me da pena decir que soy de aquí, estoy orgullosa”, cuenta.
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Los matices verdes de la montaña acompañan a Marely. Los gallos, grillos y ranas suenan mientras ella habla y pronuncia: “Yo soy activista porque le quiero dar voz a las niñas que no la tienen. Quiero ser periodista para darle voz a todo mi pueblo”. Sus sueños son grandes, pero sus raíces aún más.
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