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Las otras víctimas de un femicidio

femicidios Nicaragua

Ilustración: Juan García | Niú

Acababa de almorzar. Eran las doce con treinta y cinco minutos del mediodía. Esa hora permanece imborrable en la memoria de Mayra Ayala. En ese momento, del 22 de octubre de 2014 recibió la peor llamada telefónica de su vida. «Su hija y su yerno se mataron», recuerda que le dijo una voz de mujer que no reconoció.

Lo primero que pensó es que se trataba de un accidente en la moto que tenían, o de una broma de mal gusto. «No, los dos están muertos», le reafirmó la mujer que se identificó como vecina de los fallecidos. Mayra se desmayó y no recuerda nada, hasta que despertó en el centro de salud de El Crucero, donde vive. Aunque el médico no le quería dejar ir, prometió ser fuerte y viajar, hacia Managua, a buscar el cuerpo de su hija: Sandra Chamorro Ayala.

Sandra fue encontrada asfixiada envuelta en una cobija. Tenía 35 años. Al lado estaba su pareja, colgado de la solera de la misma habitación. Su pareja por once años, Lorenzo Ernesto Almanza, la ahogó con el mecate con el que posteriormente se suicidó. Todo ocurrió en su vivienda en el barrio Venezuela.

«El niño menor vio todo y eso para él ha sido traumático», cuenta Mayra. Los llantos del niño hicieron que la vecina, que después la llamó, lo resguardase en su casa. Pero fue hasta minutos después, cuando llegaron una hija de siete años y otro hijo de diez años que todo el barrio se enteró de la tragedia.

Ambos niños llegaron acompañados de una tía y se encontraron la horrible escena en la habitación. Los niños tiraron sus mochilas y salieron en llanto desconsolado a la calle. «La gente pensaba que los estaban asaltando», relata su abuela.

«Nunca lo imaginé»

Mayra dice que nunca lo vio venir. Sabía que ambos discutían, que él le daba mala vida, pero su hija había dejado de contarle los problemas porque la acaban de diagnosticar con diabetes y no quería preocuparla.

Sandra vendía bisuterías en un kiosko de un centro comercial capitalino y su marido instalaba sistemas de televisión satelital. «Pero él tomaba mucho y cuando se emborrachaba dejaba de trabajar, le robaba las cosas a mi hija y las vendía. Ella le había dicho que quería el divorcio y eso fue lo que hizo que ese hombre la matara», relata Mayra.

Tres días antes que la asesinaran, habían celebrado el cumpleaños de Elian, el menor de los hijos. «Nunca pudimos imaginar que se nos vendría esta tragedia», dice.

Mayra Ayala sostiene la foto de su hija Sandra, asesinada en octubre del 2014. Franklin Villavicencio | Niú

Se estremece y llora mientras recuerda ese día. Desde ese momento, quedaron bajo su tutela los cuatro hijos de Sandra que en 2014 tenían: doce (Marcela), diez (Lian), siete (Liany) y cuatro años (Elian).

«La familia del padre no vio por ellos y se quedaron conmigo y son mi motivación para vivir», sentencia esta mujer de 60 años.

Las víctimas de la violencia de género

Sandra se convirtió en una de las 70 mujeres asesinadas en su mayoría por sus parejas o exparejas en el 2014, de acuerdo a la organización Católicas por el Derecho a Decidir Nicaragua. Ese año 106 niños, niñas y adolescentes quedaron huérfanos.

De acuerdo a esta organización, del 2014 hasta el 25 de noviembre de este año han ocurrido 342 femicidios que han dejado 493 huérfanos.

Sin embargo, iniciaron el registro en 2010 y desde ese año, hasta la fecha, registran 642 femicidios. «Pero antes no contábamos a los huérfanos, y lo empezamos a hacer desde 2014, porque antes eran víctimas invisibles», asegura Martha Flores, de esa organización.

«Nos siguen matando»

«En este país siguen asesinando a las mujeres y la mayoría siguen libres. No se busca o no se condena a los culpables», afirma Flores.

Según Católicas por el Derecho a Decidir desde enero de este año hasta este 25 de noviembre, que se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, han ocurrido 58 femicidios, y aunque 60 mujeres lograron escapar de ser asesinadas, un total de 60 niños, niñas y adolescentes crecerán sin su madre.

«Lo que hace más difícil su manejo y asimilación, es el impacto de que ocurra a manos de alguien cercano o parte de la misma familia», explica la psicóloga e investigadora en estudios de género, Adriana Trillos

“Hablar de tantos huérfanos es terrible, porque implica el rompimiento de esas familias. Es una niñez que quedan con sus abuelitas, o con familiares. Eso es muy doloroso para ellos, porque deben crecer en el seno de otra familia”, dice Flores.

Aunque no está estipulado legalmente, organizaciones de mujeres, señalan que el Estado de Nicaragua debería brindar atención integral a niñas, niños y adolescentes que quedan en la orfandad a causa de los femicidios.

La vida después de un femicidio en Nicaragua

Los cuatro hijos de Sandra viven con su abuela Mayra. Aunque a veces le dicen «mamá», saben que su verdadera madre fue asesinada. Sus fotografías están colocadas en la sala de la casa y siempre van al cementerio de El Crucero a dejarle flores.

Mayra trabaja vendiendo comida en un pequeño comedor que alquila para mantener a sus cuatro nietos. La mayor consiguió un financiamiento de una organización española que invirtieron en el pequeño negocio.

A Mayra Ayala le tocó volver a asumir el rol de madre con sus cuatro nietos. Franklin Villavicencio | Niú

«La familia de su padre, ni por fregar vienen a verlos o a preguntar por ellos», insiste. Pero, explica que nunca les ha faltado nada.

Lian ha ganado varios premios por su participación en olimpiadas matemáticas. «Recuerdo que un año después de la tragedia, el niño se ganó un premio de doscientos dólares por obtener el primer lugar en un concurso escolar. Todos se esfuerzan y aunque sé que tienen mucho dolor todavía, están luchando por su futuro», expresa su abuela.

Hoy Marcela tiene 17 años, Lian está por cumplir 15, Liany tiene 13 y Elian acaba de cumplir nueve años. Todos sueñan con prepararse y poder darle una mejor vida a su abuela.

Un dolor profundo e irreversible

Los femicidios además de acabar con la vida de una mujer, trastocan toda la realidad de la familia. Son una tragedia que produce un dolor profundo e irreversible en las familias de las víctimas, pero de la que debe hablarse para superarla, dice la psicóloga e investigadora en estudios de género, Adriana Trillos.

«Lo que hace más difícil su manejo y asimilación, es el impacto de que ocurra a manos de alguien cercano o parte de la misma familia. El vínculo biológico y afectivo con los agresores es un agravante, puesto que altera las bases más primarias del amor y la seguridad en las relaciones familiares. Pero también lo es el nivel de violencia y desprecio empleado en el acto como tal», explica.

«El trauma de los hijos testigos del femicidio de su propia madre es tan atroz que se considera una forma de tortura física por transferencia y tortura psicológica y emocional directa. Genera un tipo especial de parálisis por la indefensión y el miedo»

Cuando los hijos son testigos del femicidio de su propia madre «es tan atroz que se considera una forma de tortura física por transferencia y tortura psicológica y emocional directa». Este hecho, genera un tipo especial de parálisis por la indefensión y el miedo.

«En estos casos, son comunes los bloqueos mentales en los niños, la despersonalización (desconexión con la realidad, se construyen realidades alternas), y hay más probabilidades de depresión a temprana edad. No podría hablar de superación del trauma, sino más bien de reparación y resignificación de la experiencia. Es como haberse desarmado y tener que volverse a armar desde lo ocurrido», comenta la especialista.

Manifestación en Managua por el Día Mundial Contra la Violencia. Archivo | Niú

«Se propicia la impunidad»

Tras la llegada de Daniel Ortega al poder en 2007, defensoras y activistas han denunciado la prevalencia de un “discurso de impunidad” desde el Estado, que no protege a las mujeres del femicidio en Nicaragua.

Todo inició con el desmoronamiento de la Ley 779, Ley Integral Contra la Violencia hacia las Mujeres, aprobada en 2012 y que un año después empezó a ser cambiada.

El 25 de septiembre de 2013 se aprobó su primera reforma, donde se cambió el artículo 46 que señalaba la no mediación para todos los actos de violencia machista. Es decir, los delitos más graves ahora pueden mediarse.

Entre 2015 y 2016 se cerraron las Comisarias de la Mujer, estipuladas en la Ley 779. Todos los casos de violencia de género van a la Dirección de Auxilio Judicial, justo al resto de delitos comunes. Algunas defensoras han denunciado que en dichas instancias no hay personal calificado para tratar este tipo de casos y se suele revictimizar a las mujeres.

Archivo | Niú

Uno de los golpes finales a la ley fue en 2017. Se volvió a reformar y legalizó un decreto presidencial del 2014, en el que se reducía la tipificación de femicidios a aquellos cometidos en una relación heterosexual de pareja.

Para María Teresa Blandón, defensora de los derechos de las mujeres y directora del movimiento La Corriente, todas estas medidas respondieron a una estrategia para reducir las estadísticas de femicidios.

“Frente a tanto maltrato e indolencia, ellas ya no querían llegar a poner las denuncias”, comenta.

«Sigo esperando justicia»

En la última década se han registrado casos de mujeres que habían llegado a una delegación policial a poner denuncias contra sus parejas de amenazas de muerte, pero que las autoridades desestimaron.

“Una Policía que está más dedicada a secuestrar, seguir a protestantes y a intimidar a la ciudadanía, no dedica recursos para atender las denuncias de las mujeres ni para actuar antes de que las mujeres sean asesinadas”, asegura Blandón.

Alejandra Landez Rojas llora cada vez que recuerda a su hija: Indiana Córdoba. Ella fue asesinada por una expareja el 23 de enero de 2016. La encontraron hasta dos días después colgando de una ventana de la casa.

«Desde ese día mi vida quedó vacía. El dolor es muy grande, ella dejó solo a su hijo al que amaba. Su asesino sigue libre porque huyó del país», explica.

Doña Alejandra Landez sigue esperando justicia por el asesinato de su hija en 2016. Franklin Villavicencio | Niú

Ella había dejado a su expareja con el que convivió durante 14 años, se había casado de nuevo y cuando su esposo falleció el 31 de julio de 2015, «ese hombre la volvió a acosar».

«Era un hombre bebedor, que le hacía la vida imposible a mi hija, la perseguía. Ella me decía que estaba cansada, pero que no me preocupara, que ella buscaría cómo la dejara en paz. Pero la realidad es que no paró hasta matarla», dice doña Alejandra.

Para la psicóloga Adriana Trillos, sanar después de un femicidio es posible pero sólo en condiciones muy específicas. «Cuando la familia obtiene la justicia que su historia merece, cuando su entorno reconoce sin juicios la gravedad de la violencia previa al suceso, cuando en lugar de seguir viviendo en silencio, se comienza a abrir el tema para visibilizar los riesgos que otras mujeres en la familia siguen teniendo. A pesar de todo el esfuerzo, las familias expresan sentir que la herida queda abierta, como un hueco en el alma que ya nada puede llenar», afirma.

Sin embargo, explica que lamentablemente, muchos familiares «reprimen sus sentimientos de ira e impotencia frente a la indiferencia y violencia institucional, porque tienen miedo de no lograr nada, o de entrar en conflicto con la familia del agresor».

Indiana Córdoba Landez fue asesinada en 2016. Cortesía | Niú

«En medio del dolor, las reacciones de quienes protegen o excusan al agresor, son las de amenazar y acosar a los familiares de la víctima. Esto provoca mucho desgaste emocional y económico, entonces se suele desistir o simplemente no luchar contra el sistema», agrega.

Doña Alejandra insiste en que ya no tiene nada que perder y que solo quiere dejarle su casa a su nieto. «Yo ya estoy mayor, quizás nunca encuentre la justicia, pero el asesino de mi hija pagará algún día por lo que hizo», insiste.


Colaboraron en este trabajo multimedia: Franklin Villavicencio y Juan García