El infructuoso afán de Sony por conseguir algo de la dulce taquilla de Marvel lo ha empujado a un lugar interesante: tratar de reconstituir a un villano marginal – el mismo que socavó los cimientos de una franquicia saludable – y convertirlo en un héroe alternativo. Venom, villano en la mitología de El Hombre Araña, es ahora protagonista de una pretendida franquicia.
Eddie Brock (Tom Hardy) es un rudo periodista, moldeado en el sensacionalismo “progre” de las redes sociales y “Vice”. A pesar de su apariencia desaliñada, tiene una existencia más bien burguesa, viviendo en el confort de San Francisco con su novia, Anne (Michelle Williams), una abogada tan bien colocada, que lleva la cartera de la Fundación Vida, brazo filantrópico de un multimillonario de Silicon Valley. Se trata de Carlton Drake (Riz Ahmed), una mezcla de Elon Musk y Bill Gates. Al inicio de la película, un transbordador espacial de su propiedad regresa a la tierra cargado de especímenes extraterrestres. Un aparatoso accidente los deja libres por el mundo. Mientras los parásitos gelatinosos saltan de un huésped humano a otro, sembrando a su paso destrucción sin sentido, Eddie emplaza a Drake por practicar experimentos médicos con la población indigente. El exabrupto lo deja sin trabajo, sin novia y sin futuro. Y un malogrado intento por redimirse lo deja infectado por la criatura extraterrestre que invade su cuerpo y su subconsciente. Se identifica como Venom, y vino para quedarse.
A pesar de ceñirse a la dinámica predecible de una “historia de origen”, el tercio inicial de la película tiene un tono despreocupado y lánguido. No parece tener prisa en llegar a ninguna parte, y así podemos disfrutar la presencia de un reparto talentoso, jugando a que se toman en serio roles cuya principal razón de ser es pagar las cuentas. Williams es una de las mejores actrices contemporáneas de EE.UU., y puede hacer este papel con los ojos cerrados. Jenny Slate lleva años regalando comedias idiosincrásicas, pero solo la vemos aquí en pantalla grande porque asume el papel de una científica con una profunda crisis ética. Curiosamente, la mayor sorpresa es Hardy, quien se resiste a interpretar a Eddie como héroe convencional. El actor encuentra un espacio propio entre los extremos de la pureza de “Capitán América” y la ironía auto complaciente de “Iron Man”. Más cerca del hombre común que del héroe accidental, el protagonista se ve ofuscado por los poderes que la fatalidad le concede.
El tono juguetón se diluye una vez que “Venom” infecta al protagonista, imponiendo la mecánica de las secuencias de acción. El ego del periodista convive con el súper ego del invasor extraterrestre, es un dúo que recuerda “El Otro Yo del Profesor Merengue”, la tira cómica del argentino Guillermo “Willy” Divito. Hardy debería hincarle el diente a la oportunidad que esta extraña competencia presta, pero no hay tiempo para esas gracejadas. Pronto, otro organismo infecta a Drake, y la película se precipita aparatosamente hacia un clímax de destrucción. Cada escena que pasa, se vuelve menos interesante.
Parte del problema de “Venom” reside en la resistencia a explorar todas las implicaciones de su concepto original. La relación entre Venom y Eddie puede ser una sublimación de la esquizofrenia, el “yo” que se desdobla en dos identidades. Pero fuera del plano mental, la capacidad de la criatura para invadir el cuerpo tiene resonancia en estos tiempos donde hay más consciencia sobre la maleabilidad de la identidad de género. En el transcurso de la película, Venom invade los cuerpos de hombres y mujeres. Su lengua, larga y lasciva, promete un abandono carnal que nunca llega. Lo que sí ofrece es violencia, cuando cercena a dentelladas las cabezas de los villanos que le sirven de alimento. Las únicas provocaciones son heteronormativas, como cuando una mujer invadida por Venom se pasea alrededor de Eddie en curvilínea leotardo negro, como el traje de cuero de una dominatrix. Uno no puede más que imaginar que haría con este personaje un director como David Cronenberg, Pero hacer eso, implicaría darle la espalda al mercado infantil y juvenil, eminentemente conservador. Sony quería su propio “Deadpool”, y ahora tiene al menos una pálida sombra de él.
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