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Muchos nicaragüenses se han visto obligados a huir a Costa Rica tras ser perseguidos y estar amenazados.
Desde que empezó la crisis en Nicaragua comenzó una nueva ola de migrantes que huyen a Costa Rica para sobrevivir. No van solo en busca de empleo, estudio o salud. No planificaron su viaje como una estrategia para mejorar sus condiciones de vida, sino como un camino único para seguir con vida. Estas son algunas de las historias de estos nicaragüenses.
La decisión ya estaba tomada. Lesly Mayorga escaparía de Jinotega por las montañas junto a toda su familia el 25 de julio, antes de que los paramilitares orteguistas lograran penetrar los “tranques” que protegían a su poblado. Ninguno tenía pasaporte y ninguno quería dejar su vida atrás, pero todos querían salvarla. Sin saber exactamente a dónde se dirigían, siete días después llegaron a su destino final: Costa Rica les daba la bienvenida.
Hoy Lesly despierta sobre un colchón pegado al suelo de tierra junto a toda su familia, dentro de una casa de campaña improvisada en el Centro de Atención Temporal a Migrantes (Catem) en Guanacaste. Dice que todos los días llora en silencio, por la nostalgia e impotencia, pero no duda en afirmar su felicidad por no sentir miedo a ser asesinado. “Ay, soy feliz. Es que aquí es más cómodo que dormir en el suelo de la montaña”, bromea.
En el Catem Norte los días pasan lento. Para los más de 15 migrantes nicaragüenses albergados allí la calma se torna chocante y sospechosa. Después de casi cuatro meses siendo testigos de una represión extrema por parte del gobierno de Nicaragua, la tranquilidad se ha convertido ajena a su normalidad.
El Centro se encuentra cinco kilómetros antes de llegar a La Cruz y a más de 20 minutos del puesto fronterizo de Peñas Blancas. Es un terreno árido, sin pavimento, con 25 carpas verdes montadas para alrededor de 40 migrantes, entre nicaragüenses y extraregionales (como se les dice administrativamente a los migrantes africanos).
Es ahí que las autoridades llegan a dejar a los migrantes que buscan asilo dentro del país. Cuando Lesly llegó con su familia de ocho integrantes a Peñas Blancas, tomaron sus datos, le brindaron una cita migratoria en La Uruca en San José y lo montaron en una camioneta con toda su familia hacia el centro. “Caminamos por más de cinco días. Ir en la camioneta me dio una paz increíble”, dice.
Más que parecer terreno costarricense, por su hostilidad a la vista y la procedencia de las carpas donde duermen los refugiados, el lugar se asemeja a los campamentos militares en Irak. Según los encargados del sitio, en cada carpa pueden albergar hasta 25 personas y en sus momentos más concurridos podían recibir hasta 300.
Cuentan sus historias de persecución
Dentro del Centro las historias sobre la represión en Nicaragua son contadas en todo momento y cada quién compara su vivencia con la del otro. Aunque todos los migrantes provienen de departamentos diferentes los relatos se parecen entre sí.
Lesly Mayorga defendió su trinchera en Jinotega desde el 20 de abril hasta un día antes de escapar. Según cuenta, sus armas eran los morteros, las piedras y de vez en cuando andaba su machete, con el que meses antes trabajaba en agricultura. Desde el primer día que entró al Movimiento Autoconvocado comenzó a recibir amenazas hacia él y su familia.
“Una de las cosas más fuertes fue que los paramilitares intentaron quemar mi casa cuando yo no estaba. Como no lo lograron, la agarraron con mi hija de 15 años. Le tiraron morteros en el cuerpo, la atacaron”, cuenta.
Actualmente, Lesly tiene una orden de captura en Nicaragua por el delito de terrorismo.
Sin embargo, dice que su familia fue la razón principal por la que debió huir del país. Sus hijas, todas menores de edad, habían sido amenazadas de ser violadas luego de que a él lo encarcelaran.
Se quedó sin nada. Pese a su contextura recia, Lesly luce vulnerable, triste. En su cartera lleva las escrituras de su casa y una lista amarillenta con los nombres de las personas que lo amenazaron desde que entró a las trincheras. De todas sus pertenencias que empacó cuando huyó, esos dos papeles son lo único que le queda.
Dentro hay una carpa con juguetes donde los niños refugiados pueden distraerse, pero tienen que jugar en el fango que la lluvia dejó. Es la hora del almuerzo y los refugiados hacen su propia comida bajo fuego. Los nicaragüenses cocinan entre todos gallo pinto y susurran entre sí. Sonríen a las cámaras y miran con ansias la olla de comida. Algunos, como Juan Carlos Espinoza, no habían probado alimentos por más de cinco días.
Juan Carlos viajó desde Managua hacia la frontera de Peñas Blancas, según cuenta, huyendo de la Juventud Sandinista de su barrio. Estos lo reclutaron meses atrás como paramilitar, pero él se negó debido a que “no quería matar al pueblo”.
“Un día llegaron a la casa de mi tía, donde yo vivía, a invitarme a la “Operación Limpieza”. Me ofrecían 500 córdobas al día y una AK47 para que anduviera defendiendo al Comandante de los ‘golpistas'», explica.
Juan no terminó la secundaria, pero trabajaba en una barbería. Ganaba menos de 100 dólares al mes y tenía varios hijos que mantener. Aun así, afirma, rechazó la oferta que le realizaron. Ahí comenzaron las intimidaciones hacia él y su familia. Cuenta que mientras iba hacia su casa, encapuchados en Hylux se bajaron y lo golpearon, le robaron su identificación, dinero que llevaba y su teléfono celular. “Después de eso, mi tía me dijo que no me podía tener ahí (en su casa). Que me fuera. Por eso me vine a Costa Rica”, dice.
Algunos, como Juan Carlos Espinoza, no habían probado alimentos por más de cinco días
La mayoría del trayecto la recorrió caminando entre montes y sin comer un bocado. Al llegar al país no pidió refugio, porque no sabía que se podía hacer eso. “No había ni comido ni bebido nada en días. Cuando vine a Costa Rica busqué trabajo en una finca de piñas y me dijeron que no contrataban migrantes ilegales. Me devolví, pedía agua en una casa de por ahí. Me regalaron dinero y me dijeron que existía el albergue. Me vine en bus y taxi y entre esas dos cosas me quedé sin nada de nuevo. Pero ya vine aquí y ya pude comer. Ya estoy bien yo”, explica.
La voz de Juan Carlos es apagada, triste. Dice que no tiene esperanzas. Desea ir a la cita para solicitar refugio en La Uruca, pero no sabe cómo trasladarse hasta San José. El Gobierno no asume los gastos de transporte y cada migrante va a su cita por su cuenta; la mayoría no cuenta con dinero propio, por lo tanto la única forma de recorrer los 267 kilómetros de distancia entre los dos lugares es pidiendo ride. Según Migración y Extranjería, están trabajando para realizar unidades migratorias más cercanas de los Catem.
La mayoría de migrantes que habitan en el refugio vienen ilegales al país. Entre sus razones por venir de esa forma es la falta de dinero para tramitar el pasaporte y la visa o el miedo a ser retenidos en la estación migratoria de Nicaragua.
Álvaro González se vino de esa forma, por las dos razones. Tiene 22 años, pero su rostro cansado le suma varios. Usa una silla de ruedas desde hace dos años, debido a que mientras trabajaba como repartidor de periódicos fue atacado con un desatornillador en la espalda por pandilleros en un barrio marginal de Managua. Desde entonces no ha podido trabajar, por lo tanto gestionar un pasaporte, dice, le es económicamente imposible.
Entre sus razones para viajar ilegales están la falta de dinero para tramitar el pasaporte y la visa o el miedo a ser retenidos en la estación migratoria de Nicaragua.
Desde el inicio de las protestas su hermano se atrincheró dentro de una universidad de Managua. Hace un mes fue capturado dentro de su casa y a Álvaro también lo intentaron apresar. “(Los paramilitares) entraron a llevarse a mi hermano y a mí me querían levantar de la silla de ruedas, diciendo que me estaba haciendo el enfermo para que no me metieran preso”, relata. Cuando se dieron cuenta de su discapacidad, lo patearon y dejaron tirado en el suelo. “En Nicaragua así no se puede vivir”, lamenta.
Se adelanta la historia y comienza a recordar cómo junto a su pareja iba preguntando sobre el Centro de Refugiados que había visto antes en las noticias. Lo encontró, pero este no cuenta con las capacidades para atenderlo. Álvaro sigue esperando respuestas sobre dónde vivirá temporalmente. Por el momento, admite, le tranquiliza vivir en un lugar donde no escucha balazos cada media hora. Para él, vale la pena dormir en el suelo si eso le permite sobrevivir.
El texto original fue publicado en Semanario Universidad