Especial Madres

Mi mamá, mi cuerpo y yo
Mamá me lleva una talla más pequeña al vestidor, pero ahora yo la dejo donde pertenece. Sin remordimiento | Ilustración: Olga Sánchez | Niú

Mi mamá me ponía los jeans, sacaba el metro de costura, restaba cuántos centímetros me sobraban y prometía que, con dieta, sería una niña nueva

     
  • Natalia Díaz
  • 30 de mayo 2017

Mi mamá me enseñó a guardar los pantalones que ya no me cerraban. Son para cuando bajés de peso. Son para que no tengamos que comprar nuevos. Pero comprábamos nuevos y, después, otros para sustituir esos. El clóset era un museo de la vergüenza. Mi mamá me ponía los jeans viejos sobre las caderas, sacaba el metro de costura, restaba cuántos centímetros me sobraban, lo dividía entre los meses que quedaban para terminar el año y me prometía que, con dieta, en unos meses sería una niña nueva.

En todo caso, nunca me molestó la niña vieja.

Antes de bañarme, me miraba en el espejo y hacía lo que mamá me enseñó a hacer: traer toda la grasa del estómago hasta un mismo lugar, asfixiar el cuerpo sobrante entre las dos manos, aguantar la respiración con la espalda tiesa. Así te verías flaca.

En mi adolescencia, llegábamos a los probadores con ropa en talla pequeña y grande. Antes de comprar la correcta, mi mamá me obligaba a caber en el cuerpo que ella quería que tuviera. Sos la primera gorda que hay en la casa.

Yo intentaba imaginarme tan flaca como lo fueron las otras mujeres de mi familia, tan flaca que las fajas les daban dos vueltas en la cintura y los relojes de muñeca los llevaban al tobillo. Tan flaca que podía llegar a los desayunos de mi abuela y comer arbitrariamente de lo que servía: el gallo pinto, la natilla, los huevos fritos, el salchichón, el pan y las tortillas con queso.

Antes de tenderme al sol, desabroché mi vestido y dejé al descubierto mi cuerpo, tal y como ha ido creciendo | Ilustración: Olga Sánchez | Niú

Durante los años tras su divorcio, mi mamá comió como si quisiera llenar la ausencia.

Debajo de la ropa, solía aplastar la panza turgente con calzones de faja elástica.

Durante los meses de calor, salía desnuda a tomar el sol y forraba sus brazos, muslos y torso con plástico de cocina. Al llegar a la ducha, cortaba el empaque casero y el sudor acumulado caía a la cerámica del piso de un sonoro trancazo. Nunca adelgazó.

Mi cuerpo salió de foco cuando ya no fui la única gorda en la casa. Mamá se deshizo de los pantalones viejos. Lentamente, para que la hiriera menos su espacio en el clóset.

Ahora que vivo sola, de vez en cuando, salimos juntas de compras y frunce el ceño cuando escojo un vestido holgado. Me lleva una talla más pequeña al vestidor, pero yo la dejo donde pertenece. Sin remordimiento.

Semanas atrás, fuimos a la playa. Ambas nos sentamos en la arena con los bikinis bajo la ropa. Antes de tenderme al sol, desabroché mi vestido y dejé al descubierto mi cuerpo, tal y como ha ido creciendo. Mamá me miró con extrañeza: ¿Así te vas a meter al mar?

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