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Morir mañana

Mi primer encuentro cercano con la muerte lo tuve antes de nacer. Soy el producto de un embarazo de alto riesgo que, luego de mucho sufrimiento de mi mamá (pasó todo el período de gestación en cama con dolores de parto), llegó a buen término. Me pregunto si es por eso que este tema tabú siempre me ha llamado la atención. O si es porque es lo único que absolutamente todos tenemos seguro en esta vida: la muerte.

A pesar de que no me he muerto (o justamente por eso) me he tomado el atrevimiento de definir cuatro de los que considero son nuestros principales temores con la muerte: morir lentamente, morir muy joven, morir muy viejo y morir de forma repentina. Dichos puntos voy a graficarlos con experiencias personales ordenadas cronológicamente porque no tengo más bases que lo que he vivido.

Cuando me desperté el 27 de marzo de 2003 supe que mi abuelo materno había muerto la noche anterior. Antes de irme a la cama, me despedí de él y noté que algo andaba mal, pero no podía imaginar que al día siguiente iba a estar en un féretro. Lo vi morir poco a poco durante diez meses por causa de un agresivo cáncer de garganta descubierto en etapa avanzada, la consecuencia de haber sido muy aficionado al cigarro desde que era adolescente, sin embargo aceptó su desenlace con una serenidad y una dignidad que solo me provocan admiración. Su inquebrantable fe y el amor de la familia le permitieron vivir en paz esos últimos meses e irse tranquilo. Cuando todo pasó él tenía 72 años y yo 10.

La mañana del 11 de noviembre de 2012 recibí una llamada en el teléfono de mi casa, la atendí sin escuchar y le di el aparato a mi mamá. Un par de segundos y el grito de mi madre fueron suficientes para entenderlo todo: mi sobrino había fallecido cuando le faltaba solo un mes para cumplir 4 años de edad. Sí, los niños también se mueren y aunque lo escriba de un tirón y lo lea de corrido, me sigue costando procesarlo. Él era un niño feliz que cursaba primer nivel de preescolar, un miércoles se puso malito en la escuela y el domingo de esa misma semana su vida había terminado. Una vida demasiado corta. El dictamen médico dijo que se trató de complicaciones derivadas del dengue, pero hay cuestiones que van más allá de meros razonamientos científicos. ¿Cómo se le explica a una madre que su hijo único murió a los tres años de edad? ¿Por qué pasa esto? La muerte también son muchas preguntas sin respuestas.

La tarde del 8 de julio de 2013 murió mi bisabuela materna. Recuerdo haberme arrodillado a la par de su cama para darle el último abrazo, uno que ella ya no pudo sentir. Era el punto final a una vida larga. Muy larga. Cien años y dos meses exactamente. Pero ahora todo quedaba atrás, las alegrías, los consejos, los tangos que le encantaban, las enfermedades, las guerras, la pobreza, el trabajo duro, la crianza de hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, las almas de sus propios seres queridos que habían partido antes que ella. Aquella ancianita pequeña y fuerte cerró los ojos con el cuerpo agotado, pero con el espíritu y la mente intactos. Lejos de lo que yo pensaba, no iba a ser ella quien nos enterrara a todos.

El 27 de julio de 2015 uno de los mejores amigos de mi familia entró caminando al hospital de la ciudad donde vivo. Desde hacía algunos días padecía malestares estomacales y esa mañana se sentía particularmente mal, débil. Seis horas después salió del hospital, en un ataúd. Tenía 60 años de edad y algunos problemas con su presión arterial, pero nada que indicara que iba a fallecer pronto. Estoy segura que ni él mismo pensó algo así. Todavía me parece increíble lo que sucedió, aunque me alivia saber que todo fue tan rápido que quizá no tuvo tiempo de sufrir.

Cuando tenía 6 años de edad estuve cerca de morir. El dengue que años después mató a mi sobrino casi termina conmigo, pero aquí estoy y creo con firmeza que nadie muere si no es su momento. Hoy tengo 24 años y hago mía esa frase del sabio Woody Allen: «no es que le tenga miedo a la muerte, simplemente no quiero estar ahí cuando ocurra». Bueno, en realidad, si no es mucho pedir, solo quisiera morir sin dolor, sin deudas de ningún tipo y en pleno uso de mis facultades físicas y mentales. ¡Ah! Y después ser cremada porque soy tan claustrofóbica que no soportaría estar en un ataúd ni muerta.

Finalmente, en caso de que me muera hoy o mañana, me gustaría que mi epitafio para la posteridad fuera el siguiente: «Amó tanto la vida que siempre estuvo consciente de la muerte».