Cada mañana abro el diario temblando. Desde la primera página me ahogo en una tormenta perfecta de malas noticias. Esta vez el titular principal anuncia que la pandemia del coronavirus desbordó el hemisferio norte y que ahora anega el pobre sur. Los muertos se cuentan por miles (en aquellos países que realmente los cuentan). Prefiero dar vuelta esa hoja.
En la siguiente página del diario un político repite el cliché más manoseado en estos días: “después de la pandemia nada volverá a ser como era”. Recuerdo los cincuenta millones de muertos que dejó la Gripe Española y me pregunto: ¿Tras esa hecatombe, cambiamos mucho?
Doy vuelta esa hoja con alivio. Pero la próxima viene aún más tétrica. Una economista –también ella metida a profeta– anuncia que esta crisis será peor que la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Aquella crisis exacerbó los totalitarismos fascista y comunista y desembocó en una guerra mundial. ¿Sobrevendrá, ahora, algo parecido?
Me dan ganas de taparme con el diario, como se hace en nuestros países pobres con los cadáveres abandonados en la calle.
No alcanzo a cubrirme con el periódico y abandonarme a la desesperación… Antes, mis ojos descubren ¡una asombrosa noticia positiva! Una inserción pagada nos comunica que China ayudará al mundo a recuperarse. Según esta información, el gobierno chino le propuso a su máxima autoridad legislativa, la Asamblea Popular Nacional, trabajar “inquebrantablemente” “para la recuperación de la economía mundial”.
Me vuelve el alma al cuerpo. Y mi optimismo se refuerza cuando recuerdo que esa Asamblea Popular Nacional, formada por casi tres mil delegados, suele aprobar de inmediato los proyectos de su poder ejecutivo. Por ejemplo, una ley que restringe las libertades en Hong Kong acaba de ser aprobada con 2878 sufragios a favor ¡y un solo voto en contra!
Esa inserción pagada por el gobierno chino forma parte de una multimillonaria campaña de propaganda política publicada en medios de todo el mundo. El objetivo de esa campaña no es original. Es común que los gobiernos aspiren a comunicar sus logros o, al menos, sus buenas intenciones. Lo singular de esta operación de propaganda es su desenfrenada ambición global.
China es regida por una dictadura comunista que impide la libertad de expresión, prohíbe la pluralidad política y castiga la disidencia. Sin embargo, la opinión pública mundial rara vez recuerda esos datos duros. Nos obnubilan las imágenes de poder y prosperidad en el “gigante asiático”. China nos encandila –y nos compra– con su extraordinario éxito económico, con sus exorbitantes edificios, con sus grandiosos Juegos Olímpicos, con sus nuevas “rutas de la seda” que circundarán medio planeta.
Pero el régimen chino no se conforma con su estupendo éxito económico. Ese gobierno desea que toda la humanidad crea en su relato ideal de un país armonioso y ordenado cuyo pueblo entrega su libertad, voluntariamente, a cambio de prosperidad.
En su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Jorge Luis Borges imaginó el triunfo de un idealismo radical que termina por suplantar a la realidad. El protagonista de ese relato encuentra, por azar, un tomo de una enciclopedia desconocida consagrada a la descripción de un mundo alternativo: el planeta Tlön. En este orbe fantástico existen “tigres transparentes y torres de sangre”. Pero esta no es la mayor maravilla de Tlön. En ese planeta el deseo, por sí solo, es capaz de modificar la realidad. En Tlön basta con imaginar intensamente un objeto para que este se materialice.
La noticia del descubrimiento de aquel sorprendente volumen enciclopédico se esparce. Algunos lectores de ese libro piensan que este podría ser sólo “una irresponsable licencia de la imaginación”. Sin embargo, la descripción de Tlön es tan minuciosa, coherente y convincente que muchos otros lectores dudan. Ellos creen –o desean creer– que ese mundo alternativo podría ser real.
El cuento de Borges concluye cuando alguien encuentra la enciclopedia completa del planeta Tlön. Son cuarenta profusos tomos consagrados a justificar hasta el mínimo detalle la existencia de aquel universo alternativo. Entonces, el conocimiento de ese cosmos nuevo y magnífico se difunde por toda la Tierra y la humanidad queda fascinada. Ese gigantesco esfuerzo imaginativo, empeñado en la creación de un mundo ideal, mina nuestro decepcionante mundo real y termina por sustituirlo. El narrador del cuento constata: “Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder.”
Borges explica ese insólito anhelo de la realidad que desea renunciar a ser ella misma: “Hace diez años [alrededor de 1930] bastaba cualquier simetría con apariencia de orden –el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo– para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?”.
La propaganda política, las noticias falsas, las ideologías que distorsionan la realidad en nombre de algún idealismo, utilizan nuestra angustia. Cuando la realidad es caótica anhelamos un relato coherente que la ordene, aunque sea fantástico.