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Nicaragua: ¿vendrá la democracia?

Preguntarnos qué hace falta para que Nicaragua tenga un sistema en el que logren convivir la solidaridad y los derechos individuales.

     

Se equivocan, pienso yo, quienes creen que la militarización de las ciudades y la cacería de activistas significan la victoria permanente del régimen, la venezuelización de Nicaragua: ningún gobierno puede sobrevivir si es incapaz de gobernar, si sus escasos y menguantes recursos fiscales, humanos, y políticos tienen que asignarse de manera desproporcionada a la represión del descontento popular; ningún gobierno puede sobrevivir si no sirve a segmentos significativos de la sociedad.

Este es precisamente el caso de la dictadura Ortega-Murillo, la cual, ahogada por el miedo a que estalle de nuevo la insurrección, moviliza rutinariamente a empleados públicos, policías, administradores del Estado, y fuerzas irregulares.  Ya no puede servir a quienes antes fueron sus clientes y soportes: ni a los grandes propietarios, para quienes la productiva asociación con Ortega se volvió súbitamente onerosa, ni a mucha de la clientela pobre a la que pudo ofrecer en años recientes empleos estatales y recursos traspasados de la cooperación venezolana; ni a sus aliados en Estados Unidos, a quienes pudo venderse como guardián de frontera en el manejo de migración y narcotráfico.  De hecho, para el mismo Ejército de Nicaragua el cálculo costo-beneficio de su lealtad debe ser cada vez más escabroso.

¿Es posible para la dictadura revertir la situación?  Dice la sabiduría (o el cinismo) popular nicaragüense que en política “hasta los ríos se devuelven”.  Deberíamos estar preparados para nuevas maniobras del régimen cuyo propósito sea apaciguar la crisis sin perder el control del poder.  No hay que descartar, por ejemplo, que anuncien unilateralmente, o propongan, amnistía y elecciones anticipadas.  No hay que descartar que dicha propuesta cuente con la complicidad de partidos zancudos, y quizás incluso con la aceptación “por el bien de la patria”, o “por evitar una guerra” de los poderes fácticos de la economía, que a su vez intentarían arrastrar a quienes, desde la Alianza y la Unidad, abogan por una salida “dialogada y constitucional”.

Seguramente una propuesta de tal naturaleza sea atractiva para élites que anhelan despertar de la actual pesadilla en una Nicaragua donde sus derechos y privilegios se encuentren incólumes.  Seguramente buscarán aprovechar cualquier oportunidad de negociación, constreñidos sin embargo por la terquedad de Ortega, quien se aferra al poder como a la vida, y por la indignación de la mayoría de los nicaragüenses, para quienes la permanencia de criminales de lesa humanidad en el gobierno es absolutamente inaceptable.

Las fuerzas auténticamente democráticas, las que se oponen tanto a un estado dictatorial como al desmedido poder de los grandes empresarios, y entienden lo fácil que es la simbiosis entre ambas fuerzas, podrían verse en el dilema de condenar o participar en un proceso negociado por las élites y que estas presenten a un pueblo desgastado por la persecución y el desempleo como única alternativa.  No me atrevo a especular anticipadamente acerca de cuál sea la decisión apropiada en un escenario tal, en principio quizás indeseable, por mediatizado, pero que puede tener muchísimas variantes y hasta abrir oportunidades.

Lo que en cualquier caso deberíamos exigir los ciudadanos demócratas—si es que no se puede ejercer la opción más directa, el derrocamiento de la dictadura– es (1) que no se permita a los poderosos usar la justicia como moneda en sus transacciones: no puede haber ni perdón ni olvido; (2) que no quede todo en un cambio de caras y de modales en el poder, sino que se reconozca el derecho de todos a establecer una constitución democrática, que se discuta en Constituyente y se apruebe en referéndum.

Más aún, deberíamos todos los ciudadanos demócratas exigirnos a nosotros mismos una reflexión seria que nos lleve a construir un modelo diferente de Estado.  Creo que hay que dejar de repetir frases piadosas sobre “separación de poderes” y preguntarse por qué es que todas las generaciones anteriores han fracasado en el intento de separarlos, cuando han tratado.  Preguntarnos qué hace falta para que Nicaragua tenga un sistema en el que logren convivir la solidaridad y los derechos individuales.  Preguntarse si necesitamos un sistema presidencialista, o si necesitamos, de hecho, un presidente.  Ya no digamos un ejército, o una policía nacional centralizada.  Seguramente algunos creerán que estas preguntas apuntan en dirección a una utopía.  Yo digo que apuntan a la necesidad de evitar que la próxima transición sea apenas el comienzo de un nuevo ciclo que al final desemboque en dictadura.

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