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Cambios en la nueva Nicaragua
Ilustración: Juan García
Ilustración: Juan García

El gran reto de los demócratas es crear un Estado con menos poder coercitivo ante los ciudadanos, y del que los ciudadanos puedan apropiarse como instrumento, no solo de democracia, sino de desarrollo.

     

Recientemente apareció, en la página de opinión del diario La Prensa, el siguiente comentario, a propósito de la crítica que gran parte de la ciudadanía hace a los grandes empresarios: “Pretender marginar a COSEP de ese esfuerzo por recomponer nuestras vidas y el país que habitamos, es irracional y sectario. ¿Y qué sería de la Nicaragua que algunos promueven, sin capitales privados, sin gremios industriales, agrícolas y comerciales? ¿Acaso queremos un país sin inversiones extranjeras, sin exportaciones y con pequeñas cooperativas de pescadores, arroceras y frijoleras, condenando a los pobres a ser más pobres todavía?”

Mi primera reacción es no caer en defensa por contradicción, que sería caer en la falacia de quienes plantean el problema de una manera tramposa. Porque denunciar la complicidad del COSEP con la dictadura, y su indiferencia a la causa democrática, no es proponer que se impida la inversión privada, la inversión extranjera, y las exportaciones. Tampoco es oponerse a la industria y a la tecnología a favor de “pequeñas cooperativas de pescadores, arroceras y frijoleras” como dice el autor, en tono claramente despectivo.

En primer lugar, bajo las reglas de un estado democrático, y que apunte hacia el progreso social y económico, no se puede dictar a nadie que produzca tal o cual bien o servicio, o se organice de tal o cual manera, ni se puede dictar qué actividad particular va a ser “la vocación” del país.

Es cierto que buena parte de la población depende de la pequeña agricultura, o de empleos en el sector agrícola industrial, por lo que gobernar democráticamente implica atender, dentro de lo que corresponde a las funciones del sector público, las necesidades de dicha población.

Pero es un error (me atrevería a decir un error conservador) idealizar, como se ha hecho hasta en la cultura de los grupos “revolucionarios”, el artesanado y la vida rural.  Estos tienen su sitio en economías modernas y prósperas, pero no deben privilegiarse estratégicamente.  Ni mucho menos—como se ha hecho en Nicaragua a partir de la visión feudal del movimiento cultural vanguardista—izarlas como representativas de la “identidad” nicaragüense.

En efecto, ver hacia adelante, hacia una sociedad moderna, sin castas y sin autoritarismo, precisa de otro tipo de economía.  Necesita que haya no solo un grupo Pellas más tres o cuatro capitales de similar envergadura, sino decenas de grupos empresariales, y miles, decenas de miles de emprendedores con acceso a recursos financieros que no dependan ni de conexiones familiares ni de adhesión a un partido.  Por las características del mundo actual, esta deseable evolución nos alejará irremediablemente de la pequeña agricultura, y conllevará seguramente una mayor y más intensa urbanización e industrialización.

Todo esto no quiere decir, repito, que pueda o deba abandonarse a los más pobres, a los que están maniatados por el atraso económico, atrapados en actividades de baja productividad.  No sería la sociedad solidaria a que aspiramos, ni sería la democracia sostenible que nos hace falta. No sería democrático, y no sería sostenible.

Pero el esfuerzo reformador y redistributivo de un gobierno que surja del movimiento democrático precisa ser cualitativamente diferente de la dación de tejas de zinc y cerditos de los demagogos de “izquierda”, tanto como precisa ser cualitativamente diferente de la indiferencia del “pragmatismo neoliberal”,el cual acepta las condiciones de nuestra desigualdad social como naturales, ignorando, por conveniencia propia de las élites, la historia y las relaciones de poder.

El gran reto de los demócratas (tan grande que desde antes de una posible transición los cañones de las élites ya apuntan en nuestra dirección) es crear un Estado con menos poder coercitivo ante los ciudadanos, y del que los ciudadanos puedan apropiarse como instrumento, no solo de democracia, sino de desarrollo.  No es fácil, no hay fórmula mágica, y de hecho es –o ha sido, hasta la fecha—nadar contra la corriente delos grandes intereses, pero hay que intentarlo, porque en Nicaragua el maridaje entre atraso económico y autoritarismo no deja alternativa.

¿Qué debe hacer tal Estado? Primeramente, establecer el respeto a los derechos de todos, y eliminar los privilegios de cualquiera.  Esto incluye a los grandes empresarios, tanto como a las “cooperativas” del torcido editorial.

En segundo lugar, llevar a cabo un proyecto redistributivo basado en la educación, el subsidio a las tecnologías y la apertura hacia el mundo.  Que la obsesión nacional sea alcanzar cada vez mayores niveles de instrucción, que todos los recursos que hoy se pierden en militarismo, corrupción y burocracia, en exenciones de impuestos a gente que no las necesita, se inviertan (lista mínima, parcial) en educación tradicional, en expansión de acceso a internet, en becas y subsidios para que los estudiantes destacados se especialicen, dentro y fuera del país, para que se utilicen los métodos de la tecnología moderna y se explote al máximo la posibilidad de instrucción en línea.

Y que la obsesión nacional por la educación sea acompañada por otra: que se vuelquen los recursos de la sociedad a abrir espacios para que los nuevos graduados puedan ejercer su creatividad, para que tengan el entrenamiento y asistencia necesaria para emprender y competir, pero también el apoyo legal para que la discriminación laboral de cualquier tipo no sea obstáculo en sus carreras.

Nada de esto choca con la necesidad de apoyar en el corto plazo a los más pobres.  Todo lo contrario, porque del seno de los más pobres deben salir, necesitamos que salgan, queremos que salgan, muchos de estos nuevos ciudadanos, armados con una educación formal y una autoestima que refleje el consenso de la nueva nación y nuestra convicción colectiva de que no tenemos por qué ser pobres mendicantes, que los grandes talentos de nuestra gente merecen ser aprovechados.  Esto requiere que se apoye a sus familias.  Y requiere, especialmente, que valoremos a cada persona de la sociedad por igual, y como igual: como ciudadano.

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