El Café Literario del Parque Bustamante, en Santiago, fue incendiado hace pocos días. Miles de libros fueron quemados. Es el segundo ataque a esa biblioteca comunitaria, en cuatro meses. Mucho antes, en noviembre de 2012, publiqué una crónica en la que celebraba la influencia benéfica de ese espacio público que ahora hemos perdido. Comparto aquel texto «Mirar, leer», con tristeza. Quemar libros es quemar esperanzas.
El balanceo del metro, calor, somnolencia. Eran las cinco de la tarde de un día demasiado caluroso para ser primavera. Yo viajaba en un sofocante vagón del tren subterráneo, cuando recordé que este pasaba bajo el Parque Bustamante. Me invadió un deseo irresistible de respirar un poco de aire fresco sentado bajo la sombra de un árbol. Quizás también podría tumbarme sobre el pasto para echar una siesta arrullado por los pajaritos. En la siguiente estación descendí del metro y subí corriendo a la superficie.
En el parque corría aire fresco, pero la actividad era febril. En una pista enrejada docenas de skaters daban saltos con sus patinetas al ritmo de radios vociferantes. Más allá, peatones apresurados cruzaban los jardines sin mirarlos acortando para ir a sus quehaceres. Un tipo de ojos enrojecidos me cerró el paso pidiéndome puchos a gritos; en realidad, me los exigió. Nada en esa zona del parque me alentaba a tumbarme y echar mi siestecita.
Me alejé, lamentando que en las metrópolis frenéticas hasta los parques, donde supuestamente podríamos relajarnos, se conviertan en nudos de ansiedad.
Sin embargo, unos doscientos metros más allá, en dirección a la Plaza Italia, el panorama cambió. En un claro entre los árboles, al final de un estanque, apareció un edificio moderno con amplios ventanales y puertas abiertas de par en par. A través de las ventanas observé estanterías repletas de libros. Era una biblioteca abierta a la comunidad: el Café Literario del Parque Bustamante.
Me acerqué y entré. El bullicio de la ciudad quedó atrás. La biblioteca abierta estaba llena de gente, en un día hábil y en horario de trabajo. Muchos leían ¡y algunos incluso escribían! Tuve que frotarme los ojos. Después de todo, quizás había logrado tumbarme en el parque, me había dormido y ahora soñaba.
En la película Medianoche en París, Woody Allen toma un taxi y retrocede ochenta años. Por un instante me pregunté si yo también, al cruzar las puertas de ese café-biblioteca, había atravesado un agujero del espacio-tiempo para asomar en una época mejor de nuestro país. Pero esta época no estaba en el pasado, sino en el presente y quizás en el futuro de nuestra sociedad.
En la terraza, entre los frondosos árboles del parque, la gente fumaba, se conectaba a Internet, o conversaba en voz baja y respetuosa para no perturbar a los lectores. En el interior de la biblioteca, junto a las grandes ventanas luminosas que retrataban la primavera, los usuarios leían revistas y libros. El rumor suave del paso de las páginas contribuía a la serenidad general. El sonido de una taza posándose sobre un platillo era lo más ruidoso.
Maravillado, compré un café, saqué una revista de un anaquel y me senté. Pero en lugar de leer esa revista, yo opté por “leer” a los propios lectores. Seducido por la tranquilidad del lugar, quise desentrañar su misterio. Afuera, más allá de los ventanales, del estanque y de los jardines, la ciudad continuaba masticando, voraz, las horas de sus ciudadanos. Sin embargo, aquí la gente parecía tener más tiempo. O quizás aquí ellos descubrían otra clase de tiempo.
¿A qué atribuir esa tranquilidad? ¿De dónde provenía esa calma? ¿Del parque circundante, de la moderna y luminosa biblioteca con su cafetería, de los propios libros? Sin duda, todas esas condiciones materiales contribuían al remanso, pero no bastaban. ¿Cuál era la fuente secreta de aquella armonía asombrosa en medio de la urbe ansiosa? Tenía la respuesta ante mis ojos, pero tardé varios minutos en descifrarla. Creo que la fuente de esa paz era la lectura en comunidad.
Leer nos calma; a nosotros y a los otros. Para leer se requiere callar por fuera y por dentro, solo así es posible escuchar al libro. Este sosiego profundo, que es requisito de la lectura, se trasmite. Esta calma captura a quienes caen bajo su influjo. En esa pequeña biblioteca abierta el círculo vicioso de la metrópoli, que grita para imponerse a su propio ruido, se había transformado en un círculo virtuoso. La paz de los lectores se contagiaba a quienes los veíamos leer y se expandía.
Tuve una fantasía. Imaginé que la serenidad de esa biblioteca abierta, con su cafetería, se derramaba sobre la ciudad. Esta influencia calmante avanzaba calle por calle, esquina por esquina. Onda expansiva de una explosión benéfica, la paz de la biblioteca iba propagándose de barrio en barrio: aplacaba las peleas, acallaba los motores y los altavoces, apaciguaba los ánimos tumultuosos, sosegaba los alientos agitados, hasta calmar el corazón mismo de la urbe. Pronto la ciudad se había serenado. Ya no corría, leía.
Caminar es el compás natural del cuerpo. La lectura es el ritmo natural del alma. Para concentrarse en un libro o en otra lectura larga, el lector debe aquietar sus ansiedades. Luego, esta armonía individual se transforma en una invitación a los demás para que se tranquilicen también.
La lectura es un ejercicio espiritual cuyo poder se amplifica cuando lo practicamos en grupo. Aunque cada uno descifre libros distintos, leer juntos nos une a una comunidad reflexiva. Entonces, la energía espiritual de esa lectura es capaz de moderar los gritos del mundo (al menos por un rato).
Incluso mirar leer nos da paz. Eso fue lo que experimenté, durante unos minutos, en aquella biblioteca abierta y café literario del Parque Bustamante. Y por eso escribo esta crónica. Para pagar, aunque sea en parte, esa deuda de paz que contraje cuando miraba leer a aquellos lectores.
*Carlos Frank es escritor chileno, autor del blog «Espejo de Tinta». Este artículo se publicó originalmente en noviembre de 2012, titulado «Mirar, leer».