Cultura
Tres cosas me recuerdan a esta paradisíaca isla: la novela Fort de France (1933), las curiosas y trágicas historias del monte Peleé y Josefina, emperatriz de Francia
“Me parece que estoy cerca del umbral en que los buenos y los malos
se detienen para preguntarse qué será de ellos una vez que lo hayan traspasado”.
Pierre Benoit
El primer recuerdo que viene a mi memoria cuando hablo de Martinica – colonia francesa ubicada en aguas del Caribe – es la estatua de mármol blanco de una mujer sin cabeza, que pensé podría ser el estilo de la escultura hasta que un amigo gendarme francés me contó que era el monumento a Josefina, quien fue la segunda esposa de Napoleón Bonaparte.
Visité esta paradisíaca isla caribeña en 1997 para participar en un curso sobre lavado de dinero con la policía francesa. Me alojaron en un cómodo hotel rodeado de naturaleza encantadora y cada mañana, como suele ser costumbre, caminaba por las calles. En esas andaba cuando me topé con la referida estatua erigida en una céntrica plaza.
En el pedestal la inscripción decía: Joséphine, emperatriz de Francia, 1763 – 1814. Ella nació en aquella lejana colonia, en la localidad de Les Trois-IIets (Las tres islas), estuvo casada con el militar y aristócrata Alexandre Francois Marie, vizconde de Beauharnais (Martinica, 1760, París 1794), pero se separó de su esposo. Años después, él murió en la guillotina (1794).
Algunos en la isla caribeña ven a Josefina como traidora al entregarse en los “brazos de Francia”, al dejar a Martinica en los dominios franceses. Hace mucho tiempo trajeron de Francia la estatua y la instalaron en una plaza, pero una bomba le voló la cabeza. Volvieron a traer de Europa la parte destruida, pero ocurrió otra vez, hace varios años, otro incidente similar que no fue resuelto y hasta aquel momento, decidieron dejarla así.
A la fecha me pregunto, ¿seguirá la estatua igual?
Otros dos recuerdos principales de esta isla son: la novela Fort de France (1933), del escritor francés Pierre Benoit (1886-1962), y las curiosas y trágicas historias del monte Peleé (“montaña pelada”), que destruyó Saint Pierre, la anterior capital de Martinica.
Fort de France es capital de la isla desde 1902 (1,128 km. cuadrados, 413 mil habitantes), ubicada en las Antillas Menores y descubierta por Cristóbal Colón en 1502. Algunos la refieren como colonia francesa, otros, oficialmente, como departamento de Francia en ultramar, país al que pertenece desde 1635.
El novelista hace un relato sobre esa pequeña y bella ciudad. El texto combina con calidad literaria y fluidos diálogos los aires del Caribe extravagante, moreno, rítmico y cálido, con la distante Galia europea, que a pesar de la Revolución de fines del siglo XVIII, preserva los viejos olores coloniales y racistas.
Benoit, miembro de la Academia Francesa (1931), después de su intento fallido por escribir poesía, se destacó como narrador por la habilidad de la trama y la rapidez del desarrollo del relato, ameno y de carácter fantástico-histórico, en los que fue capaz de recoger sus experiencias de viajero por lugares exóticos, siendo acogido por los lectores franceses y europeos, pero poco conocido en nuestro entorno próximo. Fue señalado y procesado por colaboracionismo con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Fort de France es una de sus diecisiete novelas. Tuve la oportunidad de leerla en El Salvador, pues una amiga lectora me la compartió y tuvo la gentileza de obsequiármela. Era parte de un tomo editado en Barcelona en 1959, junto a otras del mismo autor, como La dama del oeste, San Juan Acre, Boissiere y Los compañeros de Ulises.
La novela de Benoit gira alrededor de un joven científico, Gilbert, quien después de doce días de travesía sobre el Atlántico, llega una tarde de domingo a la isla con el propósito de estudiar la montaña Peleé, para presentar una tesis en La Sorbona – la histórica universidad de París – sobre el prototipo del volcán sin cráter permanente, considerado uno de los más destructivos de la Tierra, en cuya erupción de 1902 murieron más de treinta mil personas, destrozó la ciudad de Saint Pierre, antes más grande, y capital de Martinica. Ambas ciudades han tenido una larga rivalidad por pretender ser la principal.
La catástrofe natural la consagró como capital del Departamento de Francia desde inicios del siglo XX. Otra erupción del Peleé comenzó a observarse en 1929 y ocurrieron diversos incidentes volcánicos durante tres años, hasta diciembre de 1932. En ese contexto fue publicada la obra, cuando se volvía a habitar la ciudad destruida, ubicada a 33 kilómetros de Fort de France. Dicen que varios días antes, las culebras inundaron las calles y tejados de las casas. Sin poder salir de tierra firme y rodeadas por el mar, presintieron con anticipación la tragedia que derrumbaría la ciudad elevando enormes columnas de fuego y ceniza.
El guía del científico Gilbert, un lugareño de aspecto jorobado, parece que “no deseaba ser visto en compañía del recién llegado”. El francés pensó que la población del lugar era muy singular, tuvo un malestar que pasó a convertirse en curiosidad, como nos suele pasar, ante lo distinto y nuevo. Escribió: “se dirigió del modo más natural hacia una sombra blanca apenas perceptible en la transparencia de la noche. ¡El monumento a la emperatriz Josefina!… Se acodó en la verja y hasta contuvo la respiración, sin poder apartar la vista de aquella infantil efigie, imagen de la dulzura, la efigie de la frívola amiga de Barras.
¡Cuán amada había sido también!” En París, cuando era amiga de Napoleón, circulaba el rumor que era amante de Paúl Barrás, político en la Revolución Francesa. Durante su permanencia en la isla, aquella estatua, uno de sus monumentos celebres, fue un referente por donde circuló numerosas veces. Lo mismo hice cuando estuve durante diez días allá, aunque ahora la estatua no tiene cabeza y conozco la historia del hecho criminal que la destruyó, y que quizás ejecutaron algunos morenos de ojos claros como muchos de los que aquí habitan.
El personaje se introduce en la vida política y social, en la desgraciada historia de la señorita De Sermaise, “víctima, más bien sumisa que rebelde” de un negro verdugo… Hasta que Gilbert, encontrando la boca abierta del cráter, que talvez solo iba a estar esa noche, se introdujo en ella… De lejos veía la luz de la salida y a un buitre rondando, hasta que no la vio más… Cruzó el umbral de donde no hay retorno.
Rubén Darío, destacado cronista de viajes, que produjo una multitud de breves relatos, “nuestro compatriota indispensable”, en El viaje a Nicaragua e Intermezzo tropical, al referirse al cultivo del café, cuenta: “El burgomaestre de Ámsterdam, según unos o el Stauder de las Provincias Unidas, según otros, regaló al rey Luis XIV un arbusto de café” que el monarca confió al profesor de su jardín botánico Antonio de Jussieu, quien pensó que “la Martinica reunía las condiciones más favorables” para cultivar la planta.
Un joven alférez de navío, amigo de Jussieu y celoso del progreso de las ciencias la llevó a aquella colonia “con el nombramiento de teniente-rey”. “Aquel arbusto de la Martinica, fue el padre común de los millones de arbustos que desde entonces han poblado las grandes plantaciones de América. De la Martinica, pasó a las Antillas, y un siglo después a Costa Rica, de donde llegó a nosotros”, según lo escrito por José Dolores Gámez.
Esta es Martinica, caribeña y francesa, blanca y morena, extraña, pequeña y misteriosa.
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