En la correspondencia de Roberto Fernández Retamar con Octavio Paz y Carlos Fuentes, entre 1966 y 1967, se habla de la posibilidad de que ambos escritores asistieran al gran homenaje que Casa de las Américas rendiría a Rubén Darío por la doble conmemoración del cincuentenario de la muerte y el centenario del nacimiento del poeta nicaragüense. Ninguno de los dos escritores mexicanos viajó entonces a Cuba, como tampoco lo hicieron Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, que según investigaciones de la profesora de la Universidad Nacional de La Pampa, Diana Moro, también fueron invitados. Ya para entonces había estallado la polémica entre Casa de las Américas y Mundo Nuevo y Pablo Neruda y Carlos Fuentes eran atacados desde La Habana.
El «Encuentro con Darío» tuvo lugar en enero de 1967 en Varadero, más específicamente en la antigua mansión Xanadú del millonario Alfred Irénée du Pont, construida en 1930 por los arquitectos cubanos Félix Cabarrocas y Evelio Govantes. La casona, que tras la Revolución de 1959 se convertiría en el restaurante «Las Américas», posee un aura utópica, muy propicia para escenario de un homenaje a Darío. Decorada con motivos de la corte de Kublai Kan, recogidos por Marco Polo en sus viajes y exhaustivamente anotados por Cristóbal Colón, con órgano, logia, biblioteca y cava subterránea, la mansión se levanta sobre un risco de la magnífica playa. Allí pudo haber escrito Darío los versos de «pobre Almirante, ruega a Dios por el mundo que descubriste».
A ese Varadero de Darío asistieron poetas y críticos de todas las generaciones y todas las ideologías. Allí estuvieron el uruguayo Ángel Rama y el catalán Guillermo Díaz-Plaja, el argentino Raimundo Lida y el ecuatoriano Augusto Arias, el viejo peruano aprista Luis Alberto Sánchez y el viejo mexicano priista Jaime Torres Bodet. La plural convocatoria, sin embargo, no buscaba un posicionamiento armónico de la intelectualidad latinoamericana sobre el legado de Darío. Más bien buscaba un reconocimiento de las virtudes literarias de Darío que, a la vez, dejara en claro sus limitaciones tanto estéticas y políticas frente a José Martí y la tradición de la literatura revolucionaria en América Latina.
El objetivo pudo advertirse en algunas intervenciones en el evento, como las del poeta chileno Enrique Lihn, el crítico cubano José Antonio Portuondo, el escritor haitano René Depestre y el académico checo Lumir Cvirny, publicadas en el número 42 de Casa de las Américas, en la primavera de 1967. En esos textos, con diferentes énfasis, se acusaba a Darío de enajenación, aburguesamiento, decadencia, embajador cultural de las oligarquías y salutador del águila imperial norteamericana. Muchas crónicas se escribieron sobre aquel evento, pero ninguna como la de Eliseo Diego, en su «Retrato mínimo de don Carlos Pellicer» (1991), que recuerdo ahora que se cumple un siglo del nacimiento del poeta de En la Calzada de Jesús del Monte (1949):
La balacera contra Rubén Darío había comenzado en la logia, pero ya alcanzaba a la mismísima biblioteca. Estupefacto, me enteré de que don Rubén se había vendido en cuerpo y alma a la oligarquía de su país a fin de comer más o menos como Dios y el hambre mandan, y escribir lo mejor que pudiera; que su foto con el espléndido uniforme de embajador no era un anticipo de las galas que le correspondían por su genio, como yo había imaginado, sino librea de sirviente; que de un esperpento como aquel, en lógica consecuencia, sólo cabía esperar gorgoritos retóricos o relamidas litografías. Así tronaban los jóvenes poetas latinoamericanos, abroquelados en su heroísmo verbal y su salvaje libertad retórica (La insondable sencillez, 2007, pp. 474-475)
Dos de los poetas que resistieron la embestida de los escritores revolucionarios fueron el propio Eliseo y su amigo mexicano Carlos Pellicer, católico, vasconcelista y priista hasta el final de su vida. Cuenta Diego que, en medio de una de aquellas asonadas contra el conservadurismo de Darío, escuchó a sus espaldas un «estruendo de sillas apartadas con violencia» y, al volverse, pudo divisar «la alta figura de don Carlos abriéndose paso iracundo hacia la salida». Desde Piedra de sacrificios, poema iberoamericano (1924) la poesía de Pellicer estaba explícitamente endeudada con Bolívar, Darío y Martí, en partes iguales. Si se derrumbaba uno de los pilares, todo el dolmen de su poética se venía abajo.
En sus palabras en Varadero, Pellicer defendió a Rubén Darío por su americanismo pleno, que no excluía, como en Bolívar, Martí y el propio Vasconcelos, a los Estados Unidos. En las suyas, Diego fue más preciso aún: defendió al autor de Azul (1888), Prosas profanas (1901) y Cantos de vida y esperanza (1905) en su totalidad. No creía el poeta cubano en la rígida distinción entre un desechable Darío parnasiano y otro recuperable Darío modernista. Tampoco creía que la vida de Darío hubiera sido «mediocre», pero mucho menos concordaba con el «procedimiento» de algunos en Varadero de «deducir de una vida mediocre, la mediocridad de una poesía». Dice Diego en aquella vindicación de Darío de 1967:
No es en su retórica fácil –¿cómo iba a ser en ella?– donde está aún vivo Rubén Darío, sino en el idioma que nos sirve a todos y al que sirvió él apasionadamente. «Francisca Sánchez me acompaña» es una frase como tantas; pero cuando, respondiendo a la anhelante solicitación de la rima, leemos: «Francisca Sánchez, acompañamé/ En mi pesar de duelo y de martirio…», ¡qué abismos entrevemos por la grieta que abrió el leve golpe del idioma, qué abismo de soledad y de la universal necesidad de compañía! Todo con tres palabras, sin forzar el idioma, como dejándole hacer; como permitiéndole que nos demuestre lo que es capaz de hacer. Y uno se pregunta, viendo que en los últimos años la poesía latinoamericana tiende en muchos casos al acarreo, a la recua de palabras, qué aluviones, qué diluvios de papagayos y caimanes y montañas y anacondas, en sucesivas ráfagas de invocaciones, habrían sido necesarios para expresar un sentimiento semejante. (Ibid, p. 482)
Y agrega:
O tómese ese verso trágico al que tan superiores nos sentimos tantas veces, el que comienza con: «Yo soy aquel…», y apréndase cómo ir de la inmediatez del yo brutal, y el verbo en absoluto presente, a la primera distancia del pronombre, y luego, por el ayer ya en sí mismo remoto, a la imprecisa vaga, desolada, irrecuperable lejanía del verbo que está justo en el tiempo de la distancia, el misterioso «imperfecto» de nuestro idioma: «yo soy aquel que ayer no más decía…» (Ibid)
El ensayo de Eliseo Diego sobre Rubén Darío, que originalmente se tituló «Donde estar vivo» y que fuera leído aquella tarde en Varadero, es una diáfana reflexión sobre la posteridad y la trascendencia. A cien años de su nacimiento y cincuenta de su muerte, Darío, según Diego, estaba vivo. Las mismas palabras pueden atribuirse hoy al autor de Por los extraños pueblos (1958): «aprendamos de sus grandes versos la sencillez terrible, y cómo echar a un lado el yo para que pase el idioma». Sencillez terrible, insondable sencillez, también, la del poeta habanero que escribió del futuro: «cuando por fin mañana sea de veras, / cuando mañana sea mañana,/ definitivamente la mañana de los otros».
*Este texto fue publicado originalmente en El Estornudo de Cuba, con el título: Aquella tarde en Varadero en que Eliseo Diego y su amigo Carlos Pellicer defendieron a Rubén Darío de una balacera de poetas revolucionarios