Cultura

El señor Chinaski, las mujeres y la desazón
Carlos Herrera. Niú

Charles Bukowski nos da mucho material sobre el dolor, la soledad, el sexo y la desazón en su novela “Mujeres”

Sin imponer una cátedra rotunda a la incógnita qué son las relaciones en todas sus acepciones, Charles Bukowski nos da mucho material para pensar en la soledad, el amor, el sexo, el dolor y la desazón en su novela “Mujeres”. Aplica para un lado y otro. ¿Después de tanto “joder y joder” queda algo sustancial? ¿O sin “joder y joder” es posible encontrar algo sustancial?

Pocas veces un libro me cautiva tanto, que tras terminarlo continúo releyéndolo. El personaje central de la novela (el alter-ego del autor), el señor Henry Chinaski, me atrapó desde el primer párrafo. Sin duda, será de esos personajes literarios que te acompañan para el resto de la vida: Un poeta con reconocimiento tardío, con algo de dinero, alcohólico hasta el tuétano y obsesionado con las mujeres, con “joder” (coger) en sus palabras.

Había leído algunos poemas sueltos de Bukowski, pero nunca una de sus novelas. Suelo pensar que la buena literatura llega en momentos inesperados. “Mujeres”, más allá de ser un relato engañosamente plano, lleno de nimiedades cotidianas, cantidades industriales de cerveza y vodka, y sexo explícito en cada uno de sus 104 capítulos, es la representación de un hombre con una desazón recurrente aunque consiga placer cuando le plazca.

El señor Chinaski tiene 50 años. Después de una larga abstinencia sexual, un día las mujeres aparecen por todos lados: En las cartas, en las calles, en el teléfono, en los bares, en conciertos, en los recitales poéticos… jovencitas que le mandan fotos de sus vaginas al poeta. Chinaski lo adora. En la primera parte del libro vemos a un viejo acorazado ante los sentimientos, que no lo afectan. Complacido de ser una especie de rockstar sexual en la antesala de la vejez. Un hijo de puta a quien solo le importa terminar él, y pocas veces se interesa en darle placer a la mujer. Aunque cuando se lo propone, lo hace tan bien que ellas regresan por más (en especial el sexo oral).

Resulta provocador que el epígrafe con que arranca la novela sea del mismo Chinaski: “Más de un hombre bueno ha acabado en el arroyo por culpa de una mujer”.

El escritor Charles Bukowski, alcohólico como su personaje Chinaski. Era conocido por ser un poeta maldito y misógino.

La prosa de Bukowski es simple pero contagiosa; sin tanto adjetivo, característica del “realismo sucio”. La interioridad del personaje la vamos conociendo a medida que la lectura avanza. Los sentimientos del señor Chinaski van quedando expuestos a través de esa maratón sexual. Quiere “joder” a diario. “Hay en mí algo descontrolado, pienso demasiado en el sexo. Cuando veo a una mujer la imagino siempre en la cama conmigo. Es una manera interesante de matar el tiempo en los aeropuertos”, compara.

Y así lo hace: jóvenes, un par de alemanas, pelirrojas, negras, gordas, prostitutas, mujeres de alcurnia… de todo. Pese a la intensidad y la variedad sexual, el señor Chinaski logra mantener algunas relaciones constantes. Pero siempre las traiciona azuzado por la lujuria. Una noche Dee Dee, una de sus amantes más estables, le reclama:

– Quieres una puta. Le tienes miedo al amor

– A lo mejor tienes razón – contesta Chinaski.

“Básicamente deseaba prostitutas, porque eran duras, sin esperanzas, y no pedían nada personal. Nada se perdía cuando ellas se iban. Pero al mismo tiempo soñaba con una mujer buena y cariñosa, a pesar de lo que me pudiera costar. De cualquier manera estaba perdido. Un hombre fuerte pasaría de ambos tiempos. Yo no era fuerte. Así que continuaba bregando con las mujeres, con la idea de las mujeres”, reflexiona Chinaski.

En esta parte de la novela, Chinaski se muestra más allá del tipo que se deshace sin empacho de las mujeres que en realidad lo aprecian y lo quieren, y que las cambia por aventuras pasajeras o de una noche: A veces siente un vacío que ni el desfile interminable de mujeres colma. Después del coito acostumbra a decir buenas noches y da la espalda. A veces, ni siquiera logra empalmarse por estar tan borracho, y se desploma en el colchón. Danza en la disyuntiva de esa libertad sin contemplaciones o entregar un poco de él a otra persona.

Lo que hace interesante esta novela es la capacidad del propio personaje de reconocer sus desazones en reiteradas ocasiones, pero siempre con atisbo de justificación. “Ese es el problema de la bebida, pensé mientras me servía un trago. Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo, si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, bebes para que pase algo”.

Y cuando algo pasaba para Chinaski, eran, por supuesto, mujeres. Fue también un hombre al que abandonaron y desarrolló poca tolerancia a las relaciones, según lo que uno intuye como lector. “Una vez que una mujer te da la espalda, olvídala. Te aman y de repente algo se da vuelta. Te pueden ver muriéndote en una cuneta, atropellado por un coche y pasarán a tu lado escupiéndote”.

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El alcohol, más que un modo de vida propio de un escritor (común percepción de la gente y que no es generalizable), era otra manera de Chinaski de entretenerse, de intentar poblar la soledad que lo acompaña.

Pero mientras más mujeres acababan en su cama y más bebía, Chinaski estaba siempre incompleto, por mucho que solazara su ego y sus ganas. Aunque lo matiza con el argumento de que conocer tantas mujeres era necesario para crear personajes ficticios de su obra. Siempre acude a la justificación. “La gente amoral suele considerarse más libre, pero a menudo carecen de la capacidad de sentir o de amar”, sopesa en una ocasión.

Chinaski viaja a Canadá para recitar sus versos y conoce a una exótica bailarina que había leído sus libros. La invita a pasar Acción de Gracias con él en Los Ángeles, pero había olvidado la promesa que le hizo a Debra, otra de sus parejas estables, de compartir esa fecha con ella. Ese día toca fondo. ¿Cómo decirle a Debra que no podía hacerlo?

Aquí el personaje se hace los cuestionamientos más directos de la novela.

“¿Qué clase de mierda era yo? Podía hacer realmente cosas desagradables y canallescas (…) ¿Cuál era mi motivo?”, cuestiona Chinaski desesperado en el cuarto de Debra. Por primera vez lo vemos quebrarse, llorar. “No consideraba nada más que mi propio placer egoísta y barato. Era peor que una puta; una puta se quedaba con tu dinero y nada más. Yo jugaba con vidas y almas como si fueran mis juguetes. ¿Cómo podía llamarme a mí mismo un hombre?”. Chinaski está desnudo. Mira su pene y le dice: “¡Tú, sucio hijo de puta! ¿Sabes todos los dolores de corazón que creas con tu estúpida hambre?”.

Era época de Acción de Gracias y Navidad. Chinaski busca explicación a su obsesión. Cree que es culpa de su niñez: “Nunca supe lo que era el amor”, repara.

Chinaski igual dejó sola a Debra. Después vinieron las últimas mujeres del libro. Al final, irónicamente, él desea centrarse con Sara, una joven propietaria de un bar de comida natural, a quien solo penetra una vez en la novela, porque ella es seguidora de Drayer Baba, un gurú espiritual que promovía la no penetración antes del matrimonio. A la mañana siguiente suena el teléfono. Una tal Rochelle se le insinúa. El viejo verde dice “adiós”. “Colgué”, reconoce con cierto orgullo. “Lo había hecho, por una vez”. ¿Lo volvería a hacer? No lo sabemos.

Al terminar de leer el libro –con el gatito de luminosa piel negra ronroneando en una pierna de Chinaski– me acordé de Los Amorosos de Jaime Sabines.

Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

(…)

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

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