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Cosas buenas, cosas malas y cosas feas. Ahí siempre está mamá.
La primera memoria de mi infancia es cuando mi mamá me llevó al cine a ver «Spirit: el corcel indomable». Tenía tres años y era una pálida pulguita con rulos negros alborotados que medía menos de un metro y usaba overoles de Plaza Sésamo y Pokémon. Mi mamá, una morena delgada y gigante, que para mí, tenía un sentido de la moda impecable.
Solo existíamos ella y yo. Mi papá, para mí, era un ser omnipresente parecido a Dios que llamaba cada mes para platicar cinco minutos conmigo y mi mamá, aquella que me arropaba mientras tenía pesadillas todas las noches. Con el tiempo la realidad fue aflorando.
Toda mi infancia pasé escuchando un “¡Qué linda que sos, princesa!” de parte de mi mamá. Mi mamá trataba de llenar esos espacios de una figura ausente hasta el punto que los espacios no existían.
En Nicaragua hay muchas familias como la mía. Vivimos en un país donde la paternidad responsable se ve como un favor y no una responsabilidad.
Mi mamá, quiera admitirlo o no, ha estado siempre ahí. Desde cuando tenía fiebres infernales, hasta cuando recitaba poesía en los actos de preescolar. Estuvo el día que me raspé la cara, y los días que me premiaban por excelencia académica en el colegio (también llegó cuando casi me expulsan por pelearme con una profesora). Siempre era la única que sonreía cuando yo estaba en el escenario.
Mamá estuvo ahí cuando no sabía si enviar mi curriculum al sitio donde ahora me están leyendo y también cuando lloré por mi primera decepción amorosa. En ambas situaciones no entendía mucho lo que pasaba, porque poco a poco me he distanciado de ella, pero me hacía saber “que todo iba salir bien”.
Mi universo se ha expandido, pero no olvido el planeta que es mi mamá. Ahora tampoco culpo a papá, porque comprendo sus razones.
Hay muchas actitudes cuestionables de ambos. Pero también me fijo en los pequeños detalles.
Yo no me imagino a una chica de 28 lidiando con una pulguita pálida que le insistía ir a ver “al caballito bonito que sale en los anuncios”. No me imagino qué sentía cuando le preguntaba por «papi», ni cuando se tragó su desamor para no entristecerme. De hecho, no me imagino lidiando conmigo hoy.
Hace unas semanas, el escritor Héctor Aguilar dijo que aunque el papá es estrepitoso, la mamá es la que marca para toda la vida. Y sin duda, mi mamá me marcó hasta debajo de la piel.