En la comunidad El Chile, a 21 km de Matagalpa, un grupo de mujeres trabaja afanadamente en su pequeño taller. Cada una se ubica en un aparato artesanal de madera, que convierte gruesos hilos en coloridas telas. El sencillo espacio está lleno de luz, y por las ventanas entra el aire fresco de las montañas matagalpinas.
Las diez artesanas se encuentran en total silencio, concentradas en sus labores. Francisca Zamora, una mujer de complexión pequeña, supervisa el trabajo y luego vuelve a la mesa en la que corta las telas que pronto se convertirán en bolsos, cartucheras y mochilas.
Empezó en esta labor a los 12 años siguiendo los pasos de su abuela. Ahora con más de 40, es la principal responsable del local que funciona como una cooperativa autosostenible.
“Yo me iba con mi abuelita para ver qué era lo que iban a hacer y veía que ellas hacían el hilo de algodón en malacate. Yo fui agarrando para ver cómo hacían el tejido. Usted sabe, cuando uno es chavala, todo le gusta”, indicó la tejedora.
Los Telares El Chile fueron fundados en 1984, por la argentina Marta Ruiz. Aunque la tradición de tejidos es antigua, en la década de 1940 el dictador Anastasio Somoza García los prohibió como parte de su programa de modernización capitalista.
Después del triunfo de la Revolución Sandinista, en la comunidad solo quedaban cuatro ancianas que sabían hacer hilos de algodón con malacate, una especie de vara fina. El trabajo de Marta fue recuperar la tradición ancestral y crear talleres para que las mujeres jóvenes aprendieran el oficio, pues las ancianas se negaron a enseñar a las nuevas generaciones. Ahí, un grupo muchachas dieron sus primeros pasos como artesanas, impulsadas por Marta y su cómplice, el Ministro de Cultura de la Revolución, Ernesto Cardenal.
El poeta apoyó a Marta para que pudiera continuar con el proyecto e incluyó a las tejedoras en las actividades culturales de la época.
“Él me apoya y da becas para que unas 15 alumnas aprendan tejer y empezamos con el malacate, después con el telar de cintura y la cosa anduvo muy bien, hicimos la primera exposición en Managua en la primera feria del libro que se hizo en Managua en el 87, fuimos con varias de la mujeres tejiendo, todavía sin telares, todo telar de cintura. Ahí estuvimos con Sergio Ramírez, Daniel Ortega. Fue muy bello sobre todo el discurso, las palabras de Ernesto Cardenal que habló de la inteligencia de las manos y cómo ahora los indígenas están haciendo las telas y volviendo a escribir la memoria”, explicó Marta.
Uno de los problemas más complicados que las tejedoras tuvieron que enfrentar, fue introducir los telares (herramientas de madera), que permitieron elaborar las telas de forma más rápida y mejoraron los ingresos de las mujeres. Este cambio tuvo férreos enemigos.
“Tenía que ser un trabajo productivo, estábamos de acuerdo el Padre Ernesto y yo, que esas telas son muy bellas pero tardan meses para hacer(se) y no se pueden pagar, entonces poco a poco se fue introduciendo el telar con lo cual tuve muchos enemigos que dijeron que yo estaba destruyendo al cultura indígena. Y yo dije: sí es verdad pero la gente tiene que vivir, nosotros seguimos con el trabajo de antes, pero ¿ustedes están dispuestos a pagar 200, 300 dólares por una tela?, ¡Jamás dicen!”, subrayó la argentina.
“La gente tiene tanto derecho a vivir un poco mejor y yo no pido que tengan camioneta o aire acondicionado, no, simplemente que tengan zapatos, una radio y una casa vivible”, agregó Marta.
30 años de historia
Las vicisitudes no han quebrado el coraje de las mujeres tejedoras y aunque han sufrido cambios drásticos, pleitos entre ellas y enfermedades, el trabajo sigue. Actualmente, los telares sobreviven sin ninguna clase de apoyo estatal o cooperación internacional y cuentan con una organización económicamente autosostenible.
La encargada de los telares ya no es Marta, quien viaja alternando entre España y Nicaragua. Francisca se encarga de mantener contacto con sus proveedores con la ayuda de una asistente en Matagalpa. Todas las mujeres subsisten de lo que producen con las telas o artículos que se venden, tanto en el mercado local como el extranjero.
Este oficio también se ha trasladado a las nuevas generaciones de mujeres de El Chile. Virginia Ponce comenzó a los 16 años, durante la década de los 80 con el grupo inicial de tejedoras. Ahora, enseña el trabajo a su hija Yadira López de 18 años. Ambas comparten las ganancias de lo que venden y así han construido la casa familiar.
“Mi hija aprendió de mí. Tener un trabajo es bonito porque es una ayuda. Con lo que nosotras hacemos sacamos todo lo que es para la escuela de los chavalos. Hay mujeres que quieren tener un trabajo, pero no lo tienen y nosotros lo tenemos y le hemos dado seguimiento”, expresó Virginia.
“Así como salir de empleada a Managua siento como que no. Es mejor trabajar acá, porque es más fácil”, añadió Yadira, que sonríe tímidamente en la entrevista mientras observa a su madre de reojo.
En el trabajo colectivo, las mujeres del grupo se apoyan entre sí para montar los hilos sobre los telares, aunque cada una tiene su espacio y sus ganancias individuales. Su lógica de trabajo es muy diferente al ritmo acelerado de una zona franca industrial, y son congruentes con la vida apacible de la comunidad rural. Cuando necesitan ausentarse del taller durante la temporada productiva lo hacen sin ningún problema.
La historia de Marta Ruiz
Marta tiene una sonrisa bonachona y jovial y su aspecto es el de las abuelas de cuentos infantiles, sus ojos son pequeños y su pelo inmaculadamente blanco. Argentina de nacimiento llegó a Nicaragua de pura casualidad, después de visitar a un amigo en Italia.
“Yo vivía en Bélgica estaba casada con hijos. Un amigo que estaba en Florencia (Italia) me puso los cassette de Mejía Godoy y yo nunca ni había oído hablar de Nicaragua. Me impresionó mucho esa música, me impresionó sobre todo las ‘Mujeres del Cúa’ y ‘La tumba del guerrillero’, entonces le pregunté ¿qué es esto? y me dice Nicaragua”, relató Marta en entrevista a Confidencial hace dos años.
Enamorada del proceso revolucionario decidió dejar a su familia en Bélgica y adentrarse en Nicaragua para apoyar como maestra en una escuela rural. Aterrizó primero en Managua el 17 de julio de 1984 y luego se dirigió a Somoto donde pensó que encontraría el lugar en el que trabajaría como voluntaria. Ahí se llevó una sorpresa.
“Veo esta escuelita perdida en la que yo quería estar que la maestra tenía segundo grado, 11 años, y me dicen comprendés que vos tenés que formar a los maestros y yo acepto, pero digo antes voy a viajar tres meses por Nicaragua, quiero conocer el país”, narró la argentina.
Una de sus primeras paradas fue Matagalpa, donde se encontró a una mujer llamada Felisa de Solane. En una plática, Marta le relató a ella que en Francia se había dedicado a hilar y tejer de manera artesanal en una comunidad de Lanza del Vasto, una especie de grupo pacifista y de meditación espiritual.
“Cuando yo le conté eso Felisa me dice ‘no no, vos no volvés a Somoto. Yo tengo un lugar para vos”, indicó Marta.
Así la argentina emprendió un viaje hacia El Chile. Después de dos días a caballo, se encontró con el lugar en el que siempre soñó vivir, dice. Conoció ahí a las únicas cuatro ancianas que sabían hacer hilos de algodón con malacate (una especie de vara fina) y se dio cuenta que la comunidad estaba intentando recuperar la tradición.
Su pasión por el tejido la llevó a emprender talleres para que las mujeres más jóvenes de la comunidad aprendieran de esa técnica. Ahora Marta reside en España, pero visita El Chile una vez al año.
“Esta es la razón de mi vida, mi pasión, yo siento que acá soy útil, me gusta, yo amo muchísimo este lugar y son parte de mi familia. Mi vida es esto, yo lo reconozco, aquí me siento, no sé, yo misma. Muy feliz”, dice, mientras sonríe.