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The New Yorker

"Es un semanario misceláneo en el que caben chismes y chistes, reportajes políticos y culturales, cuentos y poemas".

     

Piso 38 de la torre One World Trade Center, en Manhattan. En estas enormes y flamantes oficinas funciona la revista emblemática de esta ciudad: The New Yorker. Recorro las vastas salas de redacción guiado por un amigo periodista. Desde las ventanas que dan al sur se ven los estanques y las cascadas del memorial del 11-S, al pie de la torre. Pese a los turistas, el sitio parece lo que es: un cementerio. Pero más allá se divisa el ajetreo en los muelles y, mirando por las ventanas de las otras fachadas, el cielo espejea en la cordillera de edificios que eriza el lomo de Manhattan.

En el interior de las oficinas de The New Yorker reina el silencio laborioso que conviene a una publicación como esta. Aquí se escribe con concentración y lentitud para que los artículos sean leídos del mismo modo. Dicen que el estilo de esta revista es inimitable. Quizás lo sea, pero no es un estilo indefinible. The New Yorker es un semanario misceláneo en el que caben chismes y chistes, reportajes políticos y culturales, cuentos y poemas. En esta revista cabe lo profundo y lo liviano a la vez, con una sola condición: todo debe estar MUY bien escrito.

Para lograr esa escritura excelente este medio no emplea redactores sino escritores. La revista les paga relativamente bien, les da recursos para investigar y tiempo suficiente para pulir el fondo y la forma de sus notas. Para ayudarlos tienen editores que leen con rigor sus artículos. Y además disponen de un famoso departamento de chequeo de datos (fact-checking) que emplea a ¡veintiséis personas! Mi amigo me da este dato con indisimulado orgullo. Desde muy joven, su sueño fue convertirse en staff writer de esta revista mitológica. Y lo ha logrado.

–Antes ocupábamos una planta y media en esta torre –agrega mi amigo–. Ahora sólo tenemos un piso. Aunque The New York mantiene sus utilidades, la empresa propietaria pierde dinero y tuvimos que reducirnos. Es una pena.

Mirando este piso gigantesco y sin duda carísimo, me dan ganas de responderle: “Las penas de ustedes serían las alegrías de muchos otros.”

Pero no pronuncio ese chiste malo porque estamos hablando de una crisis que daña a la prensa de medio mundo. El tsunami digital ha barrido con centenares de diarios y revistas impresas en todo el orbe. Las primeras en caer han sido las revistas de circulación masiva. Estas aumentaban la escala del negocio para sus grupos editoriales y subsidiaban, directa o indirectamente, la calidad de los medios menos masivos.

Algunos medios han intentado salvarse editando sólo en forma electrónica. Pero la prensa digital ha sido mucho menos rentable que su predecesora en papel. Debido a esto, esos medios pagan mal –o peor– a sus redactores, y no pueden apoyarlos con otros recursos. Resultado neto: la calidad de la oferta periodística ha decaído en muchas partes.

En la prensa digital noticiosa, la instantaneidad de la publicación y la histeria de las actualizaciones inmediatas deja que se cuelen informaciones sin confirmar. En vez de operar como diques contra el aluvión de noticias falsas y linchadoras que cae de las redes sociales, los medios electrónicos se convierten, a veces, en propagadores involuntarios de esas “verdades mentirosas” que son las fake news. Incluso la prensa seria se deja arrastrar, en ocasiones, por el rumor exagerado de las redes; no contrariar las “tendencias” de esas masas incrementa sus posibilidades de sobrevivir.

En los medios electrónicos más lentos (semanarios, por ejemplo) la situación no es mucho mejor. La rentabilidad escasa dificulta financiar costosos trabajos de investigación. Y cuando hay pocos recursos para profundizar los contenidos menos los hay para cuidar las formas, el estilo.

Pese a todos esos embates, algunas publicaciones excelentes, como The New Yorker, aún resisten y mantienen sus estándares y lectores. Sin embargo, ¿podrán subsistir indefinidamente?

En 2014 la revista se trasladó a este nuevo edificio que reemplazó a las destruidas Twin Towers. En parte, esa inversión fue un acto de fe en la ciudad de Nueva York y en su tradición como centro editorial mundial. Apenas cinco años después, la compañía propietaria –Condé Nast– ha tenido que cerrar o vender otras revistas debido a sus pérdidas y reducir las oficinas de las subsistentes. 

Tras completar el recorrido circular, en el piso 38 del One World Trade Center, volvemos al punto de partida. Mi amigo periodista me reitera su felicidad de trabajar aquí, en esta cumbre de su profesión. Yo me alegro por él y por nosotros, los lectores. La subsistencia de publicaciones muy bien escritas como ésta no es un lujo, es una necesidad. Aquí se fija un altísimo nivel de escritura periodística que sirve de ejemplo y meta en medio mundo. De esa escritura de calidad depende la calidad de nuestras lecturas.

Cuando miro por las ventanas hacia la bahía de Nueva York recuerdo esas películas apocalípticas cuya imagen cliché es una ola que destruye esta ciudad. El tsunami digital también asedia la poderosa isla de Manhattan y sus olas se empinan hasta las torres editoriales más altas. Pero The New Yorker flota como un arca de Noé en ese maremoto. Ojalá que siga navegando así.


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