[Esta crónica fue escrita originalmente para Distintas Latitudes, una plataforma digital de información y análisis sobre el acontecer en América Latina. Ha sido publicada en Niú con autorización del medio]
El mundo está plagado de buenas intenciones. Pero si esos actos de buena voluntad involucran a centenares de niños de escasos recursos, crear un centro de idiomas y contratar a un grupo de profesores certificados, lo mejor –y hasta más lógico– es aceptar que sin un plan financiero las cosas no funcionarán. ¿Que no te gustan los números? Salado. Si no lo tenés te jodés. La cagás. Así de simple.
Dyani Makhous aprendió lo anterior a las malas. En 2008, esta “chela” viajó al ombligo de América buscando playa y fiesta. Lo único que la diferenciaba del resto de mochileros que llegaban a Nicaragua era que perseguía una carrera en literatura de viajes, misma que pretendía consolidar alimentando guías turísticas estadounidenses. Hasta allí, todo bien. La vida perfecta, según nosotros los oficinistas.
Conocimos la historia Dyani en FuckUp Nights Nicaragua, una serie de encuentros bimensuales en las que jóvenes emprendedores cuentan cómo la «cagaron», sea una o varias veces, antes de conseguir el éxito profesional. Los eventos se organizan en distintas ciudades del país y se han popularizado por ver el fracaso como parte del proceso creativo.
Con una particular mezcla entre acento “gringo” y cantadito de pueblo nicaragüense, Dyani relató que su mayor «cagada» empezó con una conversación que sostuvo con la familia que le rentaba un cuarto en San Juan del Sur, un pintoresco pueblo playero ubicado a tres horas al Sur de la capital. Sus caseros tenían problemas financieros: la economía había cambiado estrepitosamente por el boom turístico de la zona, el costo de vida incrementó y se percataron que de la pesca ya no podían vivir.
Aunque su nivel educativo era muy bajo, los locales sabían que aprendiendo inglés conseguirían trabajo en el sector turístico. Fueron ellos quienes motivaron a Dyani a brindarles cursos informales de inglés. “En un principio les dije que no podía hacerlo porque no tenía experiencia ni un certificado. Yo no sabía enseñar otro idioma, pero ellos insitieron. Me pidieron que empezara con los números o el alfabeto, con algo sencillo, pero que empezara y pronto”, recordó.
La familia tenía hambre de conocimiento. Lo que Dyani no tenía era dinero, ni un lugar para enseñar su lengua natal, ni sillas. No tenía nada. Estaba cruzada de brazos, pero la mamá de una amiga cercana le dijo que si tenía una buena idea y venía del corazón, había que materializarla. “No hay que pensar en el cómo, sólo hay que hacerla”, le aconsejó. Así fue como decidió colocar un sencillo rótulo fuera de la casa donde vivía, que rezaba: “Clases de inglés gratis. Inscríbete aquí”.
Dyani empezó dando clases a un grupo de niños en la mañana y a otro en la tarde. A medida que avanzaban las semanas, más y más niños llegaban con su padres pidiendo una oportunidad. “Cuando una persona te pide un córdoba (moneda nacional) en la calle, es más o menos fácil rechazarlo, pero si un niño te pide educación para tener un futuro mejor es muy difícil hacerlo”, reconoció.
La situación se le salió de las manos. Dyani no pudo establecer un límite de matrícula y pasó de tener 60 niños a más de 100. Tampoco pudo decir que no a los adultos, así que el grupo de alumnos superó los 200. Para ese momento ya había conseguido un espacio en la Casa de la Cultura de San Juan del Sur y diversificó la oferta educativa brindando clases de baile, arte y deporte. Por consejo de su padre, fundó la organización Barrio Planta Project, para así recibir donaciones de estadounidenses. Fue tan afortunada, que hasta consiguió una donación mensual por parte del gobierno de Nicaragua.
A pesar de todo lo que Dyani había conseguido, el dinero no le daba. Además de no tener un plan B, su error más épico fue creer en una tía que le prometió enviar 5 mil dólares mensuales para su proyecto. Al sentirse confiada por tremendo apoyo, decidió contratar a profesores de Estados Unidos para que dieran clases de inglés en San Juan del Sur. El año escolar empezó en febrero y con éste los cursos de Barrio Planta Project, pero pasaron varios meses y el dinero de la tía nunca llegó. La organización no pudo pagar salarios y tampoco el recibo de electricidad.
“Llegó Semana Santa y los profesores no sólo salieron de vacaciones, sino que se fueron enturcados (enojados)”, recordó Dyani, todavía nerviosa, y provocando risas entre el público de FuckUp Nights. “Enviaron cartas a la junta directiva de la organización exigiendo que me despidieran porque yo no les pagaba, diciendo que aquello era una mierda”, recordó quien, en 2002, ganó el premio de “Joven Activista del Año” en Estados Unidos.
Ni su trabajo como activista, ni su premio, la prepararon para administrar un centro de idiomas sin fines de lucro. Sin embargo, se recuperó por fases. Primero negoció la deuda con la empresa distribuidora de energía eléctrica. Luego, comunicó a los profesores qué había sucedido. Fue honesta y admitió que la había cagado. Habló con su familia y juntos analizaron qué demonios había pasado con la tía Jo. ¿Estaba loca? ¿Perdió la cabeza? “Todavía hoy, cuando le escribo, me sigue diciendo que el dinero va a llegar mañana”, dijo, riendo, Dyani.
El siguiente paso fue correr. La joven regresó a los Estados Unidos para recoger dinero y hacerse cargo de las deudas que había dejado en Centroamérica. Con la poca plata que quedaba, Barrio Planta Project se mantuvo en pie, aunque recortando varios programas educativos. Dyani, el origen del caos, renunció al proyecto para tener un trabajo estable en Norteamérica, pero en el camino se dio cuenta que estaba demasiado comprometida con la causa y eventualmente regresó a Nicaragua.
La gran lección que saca de la experiencia, dijo Dyani, es que las organizaciones sin fines de lucro deben manejarse como si fueran una empresa. Debe haber un plan financiero y un colchón de ahorro equivalente al presupuesto de seis meses para que haya estabilidad. Después de ocho años, Barrio Planta Project finalmente lo logró. “Ahora somos sostenibles. Tenemos 130 niños en nuestros programas y los profesores están felices, no enturcados”, confió la joven.
La familia como empresa
En raras ocasiones, la sociedad percibe a la familia como una empresa. Pero lo es, al menos en términos prácticos. Si escogés al socio incorrecto, todo se viene abajo. José Marcel Sánchez lo sabe por experiencia propia. Dueño de cuatro negocios –entre ellas una distribuidora de productos médicos, un laboratorio y la primera cervecería artesanal de Nicaragua– este emprendedor de treinta años contó que uno de los eventos que más le han impactado en su vida fue su divorcio.
Cuando se casó, la meta de José Marcel era formar una familia. Su fallo fue construirla en el contexto de una relación que se desmoronaba. Pensó que el matrimonio corregiría un mal noviazgo y ante su terquedad, la vida le demostró lo contrario. El joven fue donde el psicólogo y leyó todos los libros baratos de superación que pudo encontrar. “Era realmente bonito lo que escribían en los libros, pero me di cuenta que me daban las cuatro de la mañana todos los días y seguía volando merengue con mi pareja…y no era merengue del bueno, sino del malo”, bromeó el empresario.
Pedir el divorcio no fue fácil. Sabía que al separarse, la sociedad lo consideraría un fracasado, pero luego concluyó que los únicos que tendrían que pagar las consecuencias de no hacerlo eran él y su entonces pareja. Los accionistas de aquella empresa tendrían que asumir el costo de mantener una ilusión y él no estaba dispuesto a pasar por eso. Un poema del escritor argentino Jorge Luis Borges, dijo en FuckUp Nights Nicaragua, fue que le ayudó a sobrellevar la situación. De éste leyó una estrofa:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido ,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
El microbiólogo de profesión aseguró que de aquel poema y de su experiencia, aprendió a siempre hacerle caso a su sexto sentido y, sobre todo, al sexto sentido de las mujeres. El joven aconsejó a los presentes no complicarse la vida. “Si una mujer te dice que algo le huele mal, entonces saldrá mal (…) Mi error fue apresurarme y querer componer las cosas por capricho. No tomé en cuenta lo que era realmente importante: la salud de la relación, la comunión de valores o de principios, y las metas en común”, reconoció.
Al poner en perspectiva su trauma y pedir el divorcio, José Marcel descubrió que estaba viviendo un fracaso social. Su hermano le ayudó a ser más positivo, asegurándole que lo que tenía enfrente era la oportunidad de recomenzar su vida. Lo mismo le había pasado con otros negocios que emprendió cuando era “chatel” (niño), como aquel que lo convirtió en uno de los primeros en vender música “pirata” mientras estudiaba la secundaria en el departamento de Carazo. O cuando creó una productora de hielo y no pudo competir con otras empresas, aunque sólo se tratara de congelar agua.
La belleza del fracaso, afirmó José Marcel, es tener la oportunidad de volver a empezar. Los errores nos enseñan la manera de hacer las cosas correctamente. “Si ustedes dejan de juzgar a aquellos que les va mal y observan que no son fracados, sino que están aprendiendo, si lo ven como algo natural, entonces el concepto del fracaso se va a derrumbar y se liberarán de un montón de cadenas, de tabúes. Como bien dijo Antonio Machado: caminante no hay camino, se hace camino al andar”, concluyó el emprendedor.
Mejor solo que mal acompañado
¿Quién de ustedes no ha soñado con ser millonario? Yo lo he hecho. Max Lacayo también. La idea parecía remota, pero cuando le pasó por la cabeza tenía 25 años y estaba abrumado por la oportunidad de hacer negocios en Honduras, justo después del golpe de Estado a Manuel Zelaya, en 2009.
En aquel entonces, Max contaba con un portafolio sólido. Trabajaba en ECAMI S.A, una negocio familiar especializado en desarrollar proyectos de energía solar, y había creado SOLARCORP, un emprendimiento con el que brinda arrendamiento para plantas fotovoltáicas. También había recibido de manos del príncipe Carlos de Inglaterra, el premio Ashden Award. Y por si fuera poco, Niklas Zennstron, creador de Skype, le regaló 50 mil dólares para apoyarlo con una idea de negocio.
Max estaba “on fire”.
Max se sentía invencible.
Max…pecó de inocente.
Su primer error tras esa cadena de éxitos fue atender la llamada de un primo que vivía en Honduras. Su pariente le aseguró estar “reconectado” con el gobierno entrante de Porfirio Lobo y le ofreció trasladarse a ese país para sacar provecho del “hambre de negocios” que había en el vecino del Norte. Allá, el joven conoció a empresarios de todo tipo, desde quienes tenían pequeñas ideas hasta los que soñaban con inversiones millonarias.
Max, con la ambición entre ceja y ceja, creó una empresa con la que pretendía replicar la experiencia de Nicaragua. Se quedó con el 34% de las acciones, los demás socios cogieron el resto y su primo se convirtió en gerente general. En el lapso de tiempo en el que constituyeron la empresa, ganaron una licitación de 300 mil dólares con la Agencia de Coperación Internacional Alemana (GIZ) para trabajar con una asociación de cafetaleros.
“Yo dije: ¡chocho! No hemos ni abierto oficina, no tenemos escritorios y nos ganamos este proyecto. ¡Buenísimo! ¡Va de viaje!”, recordó haber pensado Max.
La recién constituida empresa firmó el contrato y recibió un desembolso del 50% para empezar a trabajar. Pero como todo proyecto de esta índole, se fueron quedando sin plata. Cuando esto pasó, le dijo a sus socios que necesitaban inyectar capital para terminar lo que habían empezado. En este punto se armó una bomba de tiempo. Los socios, con quienes Max pensó hacerse millonario, le notificaron que no pondrían ni un centavo. Así, nada, nothing.
A Max se le derrumbó el piso y habló con su primo para entender qué estaba pasando. ¿Cómo era posible que no quisieran poner plata? ¿En qué mundo? “Mi primo me dijo: es que ellos pensaban que jamás tendrían que poner capital líquido, plata, además de la garantía”. Para colmo de males, se enteró de que sus socios habían hecho un “brujuleo” para retirar del banco el dinero que habían puesto como garantía y el único monto que quedaba prendado era, nada más y nada menos, que el suyo.
Empezaron las peleas. Llegaron los cobros, las notificaciones de los bancos, las amenazas de los abogados para llevarlos a corte. Max recuerda haberle dicho a sus socios hasta de lo que se iban a morir. Pero había que terminar el proyecto, así que sacó 25 mil dólares de sus ahorros para pagar las deudas de la empresa. Sin embargo, cuando pensó que todo había terminado, se enteró de que no podía liberar el dinero que había puesto en garantía para el proyecto sin presentar un poder firmado por… sus socios.
“Necesitaba de la junta directiva, de aquellos a quienes dije: mirá hijuelagranputa, te vas a morir de tal cosa. Y no había forma de convencerlos para que me firmaran el poder”, contó Max.
En medio de la crisis, al emprendedor se le ocurrió sacar partido del carisma nicaragüense para hacer networking con los empleados del banco donde tenía depositados 30 mil dólares en concepto de garantía. Después de regalar muchas botellas de ron nacional, de invitar a numerosas cenas y prometer un sinfín de cosas, logró que el banco flexibilizara sus políticas y le devolviera el dinero.
A cinco años de aquel terremoto en su vida profesional, Max recomendó a los jóvenes empresarios preguntarse si realmente necesitan de un socio para que sus emprendimientos crezcan. Y si es así, analizar si esa persona comparte la visión del negocio a corto, mediano y largo plazo, así como valores morales. “No hay que dejarse cegar por grandes cifras o promesas. Cuando las cosas no huelen bien, es bueno hacerle caso al sexto sentido. Y por favor, gente, lean y vuelvan a leer el acta de constitución de su compañía, sobre todo para protegerse cuando son socios minoritarios”, concluyó.
Podés encontrar la versión original de este escrito acá.