Un amigo regresa de sus vacaciones trasatlánticas. Lejos de verle cargado de energía, con la sonrisa de oreja a oreja como en las decenas de imágenes que compartió en redes sociales durante el viaje, su semblante es sombrío y su voz fúnebre.
—Nunca me sentí tan solo en mi vida —confiesa.
Pasada la primera semana fuera de casa, las fuerzas le abandonaron. Se vio sentado en la banca de un parque, mochila a cuestas, hambriento, muerto de frío y sin entender ni una sola palabra de lo que hablaban los transeúntes de una ciudad cuyo nombre ni siquiera podía pronunciar.
¿En qué momento la raza humana empezó a sentir tanta vergüenza de su sedentarismo? Supongo fue al instante en que descubrimos que podíamos detener con nuestras propias manos el aparente colapso de la torre de Pisa y hacerlo del dominio público en “divertidas” fotografías. De ahí en adelante, no hubo marcha atrás. Facebook dio el banderazo de salida a la competencia de selfies en los lugares más exóticos como telón de fondo.
En cambio, mis vacaciones (que son todos los días del año) consisten en apagar el celular, acostarme en una cama y cumplir a rajatabla el itinerario de visitar ciudades devastadas por el huracán Katrina, suburbios marginales donde corre la droga, pueblitos fantasmagóricos, puentes que unen países gélidos y cualquier otro sitio que sirva de escenario a una gran historia.
Este comportamiento (aburridísimo para muchos) me viene en el código genético, a diferencia del resto de mi cosmopolita familia, que desde que tengo uso de conciencia no se cansa de hacer escarnio de una tía lejana que al cumplir los 15 años sus padres quisieron regalarle un viaje a Francia.
—Prefiero un baño de tanque en Sacalá —fue la respuesta llena de honestidad de la festejada.
Lo intenté, pero nunca pude unirme a las risotadas en las sobremesas y tachar de tercermundista a la pariente que veía más grandeza en zambullirse en un rectángulo de agua verdosa a la majestuosidad de los Campos Elíseos.
Está claro que la sociedad se divide en dos grupos: los que somos como mi tía lejana (los sedentarios) y los que no (los nómadas). Los del segundo grupo suelen tachar de faltos de mundo a los primeros, pues para ellos tener “mundo” es recorrerlo literalmente de punta a punta. Tal cual lo hizo en sus días Alejandro Magno, el gran conquistador, hasta que conoció a Diógenes, un hombre que vivía en un barril como el Chavo del 8, y no pudo más que envidiarlo, pues descubrió que la felicidad radica dentro de nuestras propias fronteras.
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