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Un campeón solitario

Este es un texto de ficción

La pretemporada de Osvaldo Ruiz, flamante campeón latinoamericano de motociclismo estaba a punto de empezar en un territorio desconocido para él: Europa, donde iba a participar en el campeonato mundial de su categoría.

Dalí Velázquez también emprendía una nueva aventura como redactora de la revista Motor. Su tarea de bienvenida consistía en seguirle los pasos al corredor americano investigando «hasta el último detalle» de él, tal como su jefe le pidió una semana antes de la llegada del novato que iba a disputar el título más importante de su disciplina ante experimentados y famosísimos profesionales de diferentes países.

Así, la tarde anterior al inicio de los entrenamientos, ella le presentó a su editor un informe de diez páginas con toda la información que fue capaz de recopilar sobre la vida y carrera de Osvaldo Ruiz. Mientras, él entraba a su habitación de hotel de donde no saldría hasta la mañana siguiente para ir al circuito.

***

El día parecía estar de buen humor: los rayos del sol eran un roce tibio sobre la piel, el aire mecía las hojas de los árboles y los colores del mundo se notaban más vibrantes… Pero Dalí no pudo apreciarlo porque se le hizo tarde y debió moverse contrarreloj para poder estar presente cuando el piloto llegara al Circuito Montserrat.

Foto de Pascal Richier en Unsplash

Mientras el taxi en el que viajaba avanzaba por la carretera, sacó unos papeles de su bolso y repasó ansiosa los temas por los que debía preguntarle al recién llegado: Malasia, expectativas y vida personal. Se detuvo en las dos fotografías que acompañaban su investigación sobre Osvaldo: su retrato oficial del campeonato y otra donde posaba con lentes oscuros recostado en una motocicleta. En la primera, vestía su ropa de piloto y sonreía levemente con los labios apretados, mientras en la segunda jeans, camiseta y descalzo: en esa reía como un niño.

Gracias al tráfico ligero de las primeras horas de la mañana el taxi consiguió llegar a tiempo y ella se unió al pequeño grupo de periodistas que también aguardaba al corredor. Finalmente, a las ocho en punto dos camionetas negras entraron al complejo y, después de ellas, los reporteros.

Del lado del conductor de uno de los vehículos bajó el hombre más buscado del momento. Dalí lo observó acercarse y tuvo que verificar en sus documentos que se trataba de la misma persona de las fotografías pues su apariencia era muy distinta: en las imágenes estaba rapado al estilo militar, sin barba ni bigote y con el rostro fresco, mientras el que caminaba hacia las cámaras era casi un náufrago con el cabello largo hasta cubrirle la nuca, ojeras pronunciadas y una barba cerrada que solo dejaba ver sus labios rosado pálido. Sin embargo, había en él cierta dignidad y atractivo, quizá debido a su postura erguida, su pelo visiblemente peinado a la carrera, su olor a recién bañado o a la manera en que sonrió y dijo «buenos días».

Lo escuchó contestar una por una todas las preguntas que le hicieron sin impacientarse, saludando al periodista antes de responder y, si él o ella no se había presentado previamente, le pedía su nombre e iniciaba las respuestas mencionándolo. La última en entrevistarlo era ella.

—Buenos días, Osvaldo. Soy Dalí Velázquez de la revista Motor. Quisiera saber por qué decidió participar en el campeonato mundial si pudo haber ido a Malasia, competir por el trofeo asiático y así ganar más confianza para venir el próximo año.

—Dalí Velázquez… Primero que todo, a sus padres debe gustarles mucho el arte.

Se oyeron las risas ahogadas de los reporteros. Ella suspiró.

—Es lo más original que me han dicho.

Las risas pararon. Dalí sintió los ojos de sus colegas fijos en ella.

—Me va mejor en la moto, no podría dedicarme a contar chistes, siempre lo he sabido — sonrió avergonzado—. Bueno, respondiendo a su pregunta, me gustan los retos y lo más difícil era el mundial, por eso estoy aquí.

—Es su primera vez en esta carrera, ¿cuáles son sus expectativas?

—Ganar, por supuesto

—¿Está nervioso?

—¿Yo? Qué va, los otros corredores deberían estarlo.

Por un par de segundos ninguno de los dos dijo nada. Ella había olvidado por completo la siguiente cuestión. Se distrajo viendo cómo aquella sonrisa blanca se había abierto paso entre una barba tan oscura y espesa.

—Ok, si ya terminamos, les agradezco mucho. Me retiro a entrenar.

Dalí reaccionó.

—Osvaldo, disculpe, solo una cosa más: ¿quién lo acompañará durante la carrera?

Por única vez, el entrevistado pensó la respuesta.

—Voy a estar con mi equipo. Es todo.

Dio la vuelta y los siete hombres que habían llegado con él lo siguieron hacia el interior del edificio del Circuito Monserrat. Eran sus preparadores y mecánicos personales, quienes estaban con él desde sus inicios en el motociclismo, hacía casi diez años.

***

Quince minutos después los periodistas y fotógrafos conversaban en el balcón de prensa en el segundo piso del complejo cuando una música se oyó por todo el salón: «Yo seré el viento que va, navegaré por tu oscuridad…». Dalí soltó una carcajada. Era «Amante bandido» de Miguel Bosé y Alaska, la versión en vivo de esa canción, la manera en que Osvaldo anunciaba que estaba listo. Había leído al respecto: aquello empezó como una broma del círculo de confianza del corredor, la hicieron sonar el día del triunfo en el campeonato nacional tres años atrás, a él le cayó en gracia la jugarreta y desde entonces era la canción que retumbaba en los altavoces justo antes de que él entrara a la pista.

Bosé y Alaska todavía estaban cantando cuando Osvaldo apareció. Se movía cómodo y ligero en su traje marca Alpinestars, color morado oscuro, a pesar de que era una armadura de cuero de más de cuatro kilogramos de peso, ajustada a su cuerpo de tal forma que resaltaba sus piernas y las hacía ver todavía más largas de lo que eran.

Al borde del pavimento su grupo de trabajo rodeaba a la otra protagonista de la jornada: la motocicleta Ducati Victoria GP, el último modelo de la casa italiana personalizada especialmente para él en color negro. William Ferrer, su entrenador personal y mano derecha fue a su encuentro y le entregó lo único que le faltaba para arrancar: su casco negro, polarizado y, supuestamente, irrompible.

***

Por fin, a las 9:30 de la mañana Osvaldo Ruiz inició su entrenamiento el cual consistía en dar 25vueltas alrededor de la pista del Circuito Montserrat con el fin de valorar su estado físico y mental, el rendimiento de la nueva máquina, los cambios de velocidad y su capacidad de reacción y buen manejo en las curvas, que eran su mayor debilidad.

Dalí atendía desde la sala de prensa. Durante las diez primeras vueltas ella y sus colegas tomaron fotografías e intercambiaron comentarios respecto a la técnica y destreza de Osvaldo, pero a partir de la vuelta quince la habitación se fue quedando vacía porque «ya tenemos declaraciones y fotos, no hay más noticia».

Ella permaneció en el lugar. Quería terminar de comprender el código de banderillas de colores con el que William y el resto se comunicaban con Osvaldo y planeaba volver a conversar con él al finalizar el entreno. Le había llamado la atención su seguridad, su sentido del humor, su tranquilidad al caminar, su intensidad al conducir y claro, el hecho de que su única compañía fueran esos siete hombres que tomaban notas sin despegar la vista la motocicleta. Lo decidió en ese instante: haría un perfil de Osvaldo Ruiz y podía asegurar que su jefe estaría de acuerdo.

Un ruido de motor la sacó de sus pensamientos. Se levantó de la silla y miró en dirección a la pista. William agitaba la bandera a cuadros blancos y negros, le estaba ordenando a Osvaldo que parara, pero él pasó de largo. Era la vuelta veintidós. Lo siguiente ocurrió en fracciones de segundo. En mitad de una curva cerrada, el piloto soltó el manubrio y voló. Lejos. Muy lejos. Girando. Uno, dos, tres, cuatro, cinco giros en el aire. Después, el pavimento. El impacto. El cuerpo chocando violentamente contra el suelo y el casco negro rompiéndose en pedazos a la vez que la Ducati sin control se estrellaba en un muro de contención y tomaba fuego.

Dalí corrió. Corrió sin saber si lo hacía alejándose o acercándose del circuito. Sencillamente corrió, bajó por las escaleras tan rápido como pudo, atravesó puertas, tropezó con un par de personas que salían de las oficinas con cara de susto, escuchó la voz de Osvaldo otra vez. «Buenos días», «me va mejor en la moto», «ganar, por supuesto», «me retiro a entrenar». Se vio a sí misma leyendo sobre él, estudiando sus carreras, sus entrevistas, sus gestos, su sonrisa. Siguió corriendo, la cámara que llevaba colgada al cuello le golpeaba el pecho, pero nada la detuvo hasta que salió a un espacio abierto. La pista. Y lo vio. Tendido sobre el asfalto con su clan alrededor. La motocicleta aún en llamas en el extremo contrario. ¿Todo había terminado o apenas estaba a punto de empezar?


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